La Justicia Universal empezó en Núremberg
Se cumplen 70 años del inicio de un nuevo orden mundial con los procesos en los que se juzgaron los crímenes nazis
El último día de la Segunda Guerra Mundial tuvo lugar un encuentro histórico en una estrecha carretera situada entre los floridos campos de la provincia de Salzburgo. Se encontraron de frente un Mercedes acorazado y un jeep estadounidense. Al llegar a la curva, la carretera se estrechaba. Los dos vehículos se pararon a una cierta distancia. Del jeep militar saltó un general de brigada de la 36ª División del Séptimo Ejército de los Estados Unidos, que en los últimos días de la guerra se había adelantado hacia los Alpes austriacos. El oficial se ajustó la gorra del uniforme y dio unos pasos bien calculados hacia el automóvil. Con dificultad, salió del Mercedes un hombre extremadamente gordo, embutido en un espléndido uniforme. También él se ajustó la gorra. Después, levantó graciosamente su bastón de mariscal a modo de saludo.
El estadounidense correspondió al saludo tocándose la gorra y avanzó paso a paso: allí estaba, con un rictus amistoso, el hombre al que Estados Unidos había señalado como “uno de los peores criminales vivos de la historia”, el número dos del régimen nazi alemán derrotado por los aliados, el mariscal del Reich de Adolf Hitler, Hermann Göring. Se encontraron en un punto intermedio entre los dos vehículos. Era el atardecer del 7 de mayo de 1945.
Desde hacía semanas, los militares de las potencias vencedoras en toda Europa perseguían a la camarilla de los dirigentes nazis, aquellos que habían traído a una buena parte del mundo la guerra, la muerte y la inhumanidad. Hitler había muerto. Ahora los ganadores se encontraban frente al hombre que más habían detestado: como jefe de la Luftwaffe, Göring era el principal responsable de la campaña de bombardeos y terror contra las víctimas de la agresión nazi.
Göring, que se había replegado a un viejo castillo austriaco, encaró a los ganadores no solo lleno de condecoraciones, como solía, sino con la serenidad correspondiente a un estadista. “¿Cuándo seré llevado ante el general Eisenhower?”, preguntó, de buen ánimo y recién afeitado, a los oficiales que lo sujetaban. Sin embargo, Dwight D.
Eisenhower, mando supremo de las fuerzas aliadas en Europa, no se proponía recibir al superviviente de mayor rango del régimen criminal que por fin —por fin— había sido derrotado. El general había resuelto que se trasladara en avión al número dos alemán a una clínica reformada en Bad Monford,
Luxemburgo. Allí, según las órdenes, Hermann Göring no sería tratado como huésped, ni como un estadista, tampoco como un prisionero de guerra: sería encerrado como un criminal.
Crímenes de guerra
Así comenzó, como un malentendido en una carretera austriaca, el nuevo orden mundial que todavía hoy, 70 años después, identificamos con el nombre de la ciudad alemana donde se celebró el juicio. En el proceso de Núremberg, que comenzó en noviembre de 1945, Hermann Göring y otros 20 dirigentes nazis se enfrentaron, por sus delitos y como criminales, al tribunal. Conspiración criminal, agresión bélica, delitos de guerra, delitos de lesa humanidad; tales eran las acusaciones legales que se hicieron personalmente en Núremberg a Göring y sus cómplices, acusaciones por las que fueron juzgados. Era una novedad en la historia mundial: responsabilidad legal personal de los estadistas y jefes militares en razón de los crímenes que habían ordenado cometer.
“El nuevo orden mundial según los principios del derecho”, prometió el norteamericano Robert H. Jackson, fiscal general del Tribunal Internacional Militar de Núremberg y principal arquitecto de la acusación. Y tal promesa fue
—al menos en parte— cumplida. No solo porque el proceso culminara con las 90 condenas a muerte de los responsables directos de la guerra mundial y el Holocausto, sino porque se puso así fin a siglos de una vieja barbarie: la impunidad de los hombres de Estado ante los delitos de los que eran responsables.
Desde la Paz de Westfalia era derecho “natural” de cada soberano enfrentarse
a otros soberanos
Sin responsabilidad, en uso de plena soberanía, políticos y generales podían ir a la guerra y asesinar pueblos enteros y, al menos con la ley en la mano, no podía pasarles nada por eso. Desde la Paz de Westfalia de 1648, que cerró la guerra de los Treinta Años, rigió entre los estados de Europa —y más tarde en todo el mundo— la regla conforme a la cual las acciones de guerra no eran sino un asunto entre hombres de honor. Era derecho “natural” de cada soberano enfrentarse a otros soberanos. Que pudiera salirse sin consecuencias de ahí, incluso en caso de derrota, venía estipulado desde 1899 en el Convenio de La Haya relativo a las leyes y costumbres de la guerra terrestre, que atribuía a los poderes vencedores la obligación de tratar razonablemente a los vencidos: “caballerosamente”, como al mismo Hermann Göring le gustaba decir. Cada país podía llevar a juicio, como criminales de guerra, a los soldados propios que no hubieran respetado esas normas y hubieran asesinado a civiles en los países enemigos. Pero ¿y si tales crímenes eran ordenados por los jefes de las Fuerzas Armadas? ¿A qué tribunal se podría acudir para acusarlos?
Por primera vez en la historia, en Núremberg se actuó conforme al derecho internacional
Los delitos cometidos por las más altas instancias solo podían ser dirimidos ante una instancia aún más alta que la representada por la Justicia estatal: un tribunal transnacional que actuase conforme al derecho internacional. Eso es lo que, por primera vez en la historia de la civilización moderna, tuvo lugar en Núremberg cuando el final de la Segunda Guerra Mundial situó a la historia en una hora cero, en el corazón de una Europa donde no solo se había producido el derrumbe de la soberanía estatal, sino también de las categorías occidentales de la moral y la humanidad. Ya no podía decidirse lo justo e injusto recurriendo al orden nacional de los estados, menos aún del alemán. Para superar el crimen del siglo XX cometido por los nazis solo cabía recurrir a los fundamentos del bien y del mal, en los que coinciden todos los pueblos libres del mundo. Sobre esas bases se asentó Núremberg. Y es mérito universal de los juristas de las cuatro potencias vencedoras allí reunidas haber sentado un precedente que ha hecho posible, hasta hoy, someter a estadistas y jefes militares a esos fundamentos conforme al derecho internacional.
Tribunal Penal de La Haya
Los Principios de Núremberg se han convertido en el modelo de trabajo para los tribunales de todo el mundo. De acuerdo a los mismos se erigió el Tribunal Penal Internacional de La Haya, ante el que estadistas y altos cargos militares pueden ser acusados. Hay delitos contra la humanidad que se sitúan hoy en día en el primer plano del derecho internacional. Asimismo, la posibilidad de que los tiranos de este mundo sean juzgados más allá de sus fronteras nacionales se ha visto reconocida en el ordenamiento jurídico de muchos estados europeos. Acción pionera de la protección de los derechos humanos fue, medio siglo después de Núremberg, la realizada por España en 1998: el juez Baltasar Garzón instó a los tribunales londinenses a detener a Augusto Pinochet, jefe del extinto régimen de terror chileno, durante su viaje a la capital británica.
Pasó así el derecho internacional de ser derecho de los estados a ser derecho de la gente. Se acabó con la protección de la soberanía estatal, y la protección de los derechos individuales se hizo protagonista. Este nuevo orden mundial tiene su origen, no por casualidad, en 1945, en una ciudad en ruinas todavía humeantes que los nazis habían escogido como megalomaníaca metrópolis estatal y, por tanto, como encarnación de un régimen brutal donde el individuo dejaba de serlo. Núremberg, la ciudad de Alberto Durero, se convirtió con Hitler en la capital de la barbarie: aquí escenificaron los nazis sus espectaculares congresos, aquí se concibieron también las leyes raciales que preludiaron el sistemático exterminio judío.
Para superar el crimen cometido por los nazis solo cabía recurrir a los fundamentos del bien y del mal
Núremberg era el objetivo de los bombardeos aliados que, poco antes del fin de la guerra, destruyeron casi por completo la romántica ciudad, para enviar una señal al enemigo. Y era, justo después de la capitulación alemana del 8 de mayo de 1945, el destino de la comisión aliada que salió de Londres en busca de una sede para el tribunal internacional encargado de juzgar a los nazis. ¿Dónde si no aquí, arguyó el comisionado y fiscal general estadounidense Robert H. Jackson, puede marcarse el comienzo de un nuevo y más justo orden mundial?
Todavía hoy parece un milagro, por otro lado, que las cuatro potencias vencedoras —Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y la Unión Soviética— pudieran superar sus diferencias políticas e ideológicas, así como encontrar un espacio común a sus tradiciones jurídicas nacionales y distintos ordenamientos estatales, con miras a sentar un precedente para el futuro. Las diferencias entre Occidente y la Unión Soviética, que pronto conducirían a la partición del mundo, eran ya entonces innegables. La Carta de Londres, que fijó los fundamentos jurídicos del tribunal, junto con su estatuto organizativo y sus códigos penal y procesal, vio la luz en pocas semanas, diseñada por juristas de elevado prestigio comisionados para ello por sus gobiernos. Fue el último documento de paz antes del desencadenamiento de la guerra fría.
El gran teatro del mundo en que se convirtió la Sala 600 del Palacio de Justicia de Núremberg entre noviembre de 1945 y octubre de 1946 tuvo como director al juez del Tribunal Supremo estadounidense Robert H. Jackson. Los Principios de Núremberg fueron concebidos en su mayor parte por un equipo de expertos de Washington dirigidos por él. Sus célebres alegatos acusatorios llegaron a todo el mundo: “Los delitos que aquí tratamos de execrar y castigar son de una naturaleza tan abyecta y destructiva que la civilización no puede permitirse pasarlos por alto, porque la civilización no podría seguir existiendo en caso de que alguna vez se repitiesen”.
Las violaciones masivas de derechos eran impunes cuando las cometía un tirano contra su pueblo
Solo en la delegación estadounidense 2.000 hombres y mujeres trabajaron para conducir a los 21 máximos dirigentes nazis al banquillo de los acusados, donde, sin excepción, respondieron, conforme a su derecho, que eran “no culpables”. Göring afirmó al respecto que había sido su derecho hacer la guerra, y que él no había querido el asesinato masivo de los judíos. A su lado, en el banquillo de los acusados, el ministro de Exteriores de Hitler, Joachim von Ribbentrop, se hizo pasar por tonto afirmando que nunca había tenido conocimiento de lo que tramaba el Führer. Y Rudolf Hess, reemplazo de Hitler, se refugió en una suerte de alienación mental: no podía acordarse de nada. Bajo la dirección de Jackson, los investigadores de los aliados habían recopilado toneladas de pruebas en toda Europa. Allí donde los nazis habían llevado muerte y devastación, habían cumplido muy alemanamente con la tarea de escribir, fijar y archivar lo realizado. Ahora el tribunal tenía a su disposición las actas del horror, las órdenes asesinas de los militares, los sarcásticos anuncios de Hitler (“al vencedor no se le preguntará después si ha dicho la verdad”), los protocolos sobre la preparación del Holocausto; todo traducido al inglés, al francés y al ruso. Era más que suficiente para que los jueces condenasen a Göring, Ribbentrop y otros 12 acusados a la “muerte por ahorcamiento”. Solo unos pocos, como Hess, escaparon con penas de cárcel de larga duración, e incluso tres figuras secundarias del régimen fueron absueltas.
Las ejecuciones tuvieron lugar el amanecer del 15 de octubre de 1946 en el gimnasio de la cárcel situada detrás del Palacio de Justicia de Núremberg. Solo faltaba Göring: se había envenenado en su celda con cianuro. Porque, como hizo saber en su carta de despedida, “no se cuelga a un mariscal del Reich”.
Cuando salió el sol aquel día de otoño, una discreta furgoneta transportó los 12 ataúdes al crematorio de Múnich, la capital bávara. Nadie debía saber lo que sucedía. “Charles Munger”, habían escrito los oficiales estadounidenses sobre el féretro de Göring, apenas un camarada caído en combate cuyo ataúd debía ser repatriado a Estados Unidos.
Las urnas de los 12 restantes viajaron apenas un par de manzanas, hasta una discreta posición en la orilla de un arroyo. Allí los soldados arrojaron las cenizas en latas de estaño al agua. El Conventzbach va a dar al río Isar. El Isar, al Danubio. Y el Danubio, al mar Negro. Nada, absolutamente nada, debía quedar de los nazis.
Los juristas podían descansar tranquilos: en Núremberg se logró por primera vez dominar la historia con los medios del derecho. Pero ¿qué suponía esto para el futuro? Las cenizas de 12 nazis dispersadas en un arroyo: ¿a eso se reduce el “nuevo orden mundial por medio del derecho”? El derecho de Núremberg, pronto se haría evidente, era demasiado débil para cambiar el mundo.
El Holocausto
Los juristas de Núremberg solo habían hecho su trabajo a medias. Sin duda, habían marcado como delito, y juzgado después, tanto la guerra de agresión como la barbarie en la guerra. Pero el delito singular cometido por los nazis, la destrucción sistemática de los judíos, el Holocausto desempeñó ante el tribunal un papel meramente secundario. La razón es que las naciones que formaban parte del mismo no habían podido ponerse de acuerdo para castigar las acciones llevadas a término por un Estado contra sus propios ciudadanos. De ahí que la Carta de Londres solo castigase el asesinato de los judíos si había tenido lugar durante la guerra más allá de las fronteras alemanas, por ejemplo en la Francia o Polonia ocupadas.
Esta limitación de los Principios de Núremberg, que inmediatamente fue recibida por los judíos de todo el mundo con consternación, se explica por las reservas con las que Jackson y sus colegas emprendieron la tarea de construir el nuevo orden mundial: Estados Unidos no quería remover los sagrados principios de la soberanía estatal, de forma que sus asuntos internos pudieran ser juzgados
—moral y jurídicamente— desde el exterior. En las negociaciones londinenses, Jackson no disimuló los temores de Washington a que la discriminación de los negros en Estados Unidos pudiera ser juzgada un día por un tribunal internacional. El Holocausto no es comparable con el virulento racismo reinante en Estados Unidos por aquel entonces, pero el derecho se ocupa de los principios y estos estaban llamados a mantenerse después de Núremberg: ninguna intrusión en los asuntos internos, por mucho que estos asuntos puedan ser, en sí mismos, delitos de lesa humanidad.
Tampoco la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de la ONU, firmada poco después de Núremberg, podía llenar semejante hueco en el derecho internacional, ya que era de aplicación solamente en casos muy particulares. De manera que durante el resto del siglo XX se dio la paradoja de que los derechos humanos eran vinculantes a nivel internacional, pero las violaciones masivas de los mismos permanecían impunes cuando eran cometidas por un tirano contra su propio pueblo.
Injusticias históricas, como los delitos contra la humanidad del general golpista Francisco Franco contra el pueblo español, siguieron considerándose asuntos internos del Estado correspondiente y, por tanto, dejadas jurídicamente a los tribunales de ese Estado.
Una guerra civil aún más brutal que la española terminó con esta ausencia de derecho. Al descomponerse, al final del milenio pasado, el Estado plurinacional yugoslavo, sus ciudadanos —serbios, croatas, kosovares, eslovenos— fueron dirigidos por los poderes políticos regionales unos contra otros, persiguiéndose con odio hasta la tortura y el asesinato. El mundo no había experimentado antes una guerra en la que no combaten entre sí estados enemigos, sino distintas etnias que tratan de destruirse entre sí. Los políticos de las grandes potencias no sabían cómo terminar con la carnicería balcánica. Y cuando los políticos no saben qué hacer, suelen preguntar a los juristas.
Internacionalización del delito
Los especialistas de la ONU recuperaron las Actas de Núremberg de los archivos y fundaron en 1993 en La Haya, con el ejemplo de los tribunales de 1945, el Tribunal Internacional de Yugoslavia, como “medida pacificadora”, de acuerdo con el capítulo 7 de la Carta de las Naciones Unidas. Aparece así, medio siglo después de Núremberg, la fórmula “paz por medio del derecho” y, con ello, una segunda generación de Principios de Núremberg, ya que, con el fin de que los jueces de La Haya pudieran perseguir los delitos contra la humanidad cometidos en los Balcanes, debía desaparecer la limitación, señalada en Núremberg, que impedía perseguirlos fuera de las fronteras estatales. La sentencia contra el asesino de masas bosnio Dusco Tadic en 1995 figura en la historia del derecho al lado de la de Núremberg: los delitos cometidos por tiranos y dirigentes militares en su propio país son tan punibles como los cometidos en la guerra entre estados. Más aun, no es necesario que tales delitos sean cometidos por un Estado. Los tribunales internacionales pueden también juzgar violaciones de los derechos humanos llevadas a cabo por milicias no estatales o escuadrones de la muerte en el curso de una guerra civil.
Desde que el precedente balcánico quedara sentado, el derecho sobre delitos de guerra de Núremberg se ha convertido en un principio de protección de los derechos humanos. Ahora es norma la acusación contra estadistas responsables de crímenes contra su propio pueblo ante el Tribunal Penal Internacional de La Haya, que comenzó su labor en el año 2001. Más de 120 estados han ratificado el Estatuto de Roma, que establece los fundamentos jurídicos del tribunal, sometiéndose así a su jurisdicción. España y Alemania se cuentan entre sus primeros firmantes.
Solo Estados Unidos rechaza la versión moderna de los Principios de Núremberg. El Estado más poderoso del mundo se niega no solo a firmar el Estatuto de Roma, sino que ha promulgado una ley que permite a su presidente liberar por medios bélicos a cualquier ciudadano estadounidense acusado ante La Haya. Hasta hoy, en Washington están orgullosos de Robert H. Jackson, el gran hijo de Estados Unidos, el arquitecto del nuevo orden mundial por medio del derecho. Pero de buena gana traicionan aquello que el propio Jackson dijo en Núremberg: “Debemos dejar que las medidas que hoy adoptamos contra otros sean algún día adoptadas contra nosotros mismos”.
Traducción de Manuel Arias Maldonado