La necesidad de hacer hablar
Tal vez Esther, de Katja Petrowskaja, es un relato familiar y una lección de historia y ha obtenido el premio Strega Europeo en 2015
Katja Petrowskaja (1970) es de Kiev, su lengua nativa es el ruso, pero vive en Berlín y escribe en alemán. Y con Tal vez Esther, su primera novela, “había pensado que para meterse en el bolsillo todo el siglo XX bastaría con relatar la historia de esas personas que eran mis parientes”. Es un libro que se suma a las obras dedicadas a la memoria histórica, a lo ocurrido en Europa a los judíos y también a la Unión Soviética (“Nací como parte del metabolismo estatal, en mi caso exactamente cien años después de Lenin. Mis cumpleaños los festejaba con él, pero con un siglo de diferencia.”).
Escribió Walter Benjamin que “existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra. […] El cronista que narra los acontecimientos sin distinguir entre los grandes y los pequeños da cuenta de una verdad: que nada de lo que una vez haya acontecido ha de darse por perdido para la historia”. Petrowskaja se convierte en uno de esos cronistas. Y, como W. G. Sebald, en una perseguidora de fantasmas. El escritor alemán jalonaba sus obras de fotografías, cuya función era verificar y detener el paso del tiempo. También el texto de Petrowskaja está acompañado de imágenes, sobre todo de familiares suyos.
Tal vez Esther, resultado de una investigación personal y a la vez universal, es un conjunto de pequeños relatos entretejidos. La novela está organizada en breves capítulos que a su vez se engloban en otros mayores (unos dedicados a la rama materna de su familia; otros, a la paterna). Se refleja también estilísticamente la laboriosa tarea de dar sentido y unicidad a una historia fragmentada.
Sus indagaciones la llevaron a visitar diversas ciudades, buscando huellas de sus antepasados. Su bisabuelo materno, Ozjel Krzewin, la condujo a Varsovia, donde aquel abrió una escuela para sordomudos (la mayoría de su familia se había dedicado a esa labor) siguiendo los pasos de Shimon Heller, el tatarabuelo que hizo lo mismo en Viena a mediados del siglo XIX.
Fue a Moscú para investigar el caso de su tío abuelo paterno, Judas Stern, acusado de profanar la “paz soviética” al atentar en 1932 contra el consejero de la embajada alemana. En este punto se descubre por qué la autora tiene ese apellido: durante la Revolución rusa su abuelo cambió el Stern por Petrovski: “Supe enseguida que a pesar de todo somos auténticos, nosotros, los que a pesar de ser estrellas, Stern, nos quedamos espectros”. Revisitó el barranco de Babi Yar, en Kiev, donde entre el 29 y el 30 de septiembre de 1941 los alemanes, pocos días después de llegar a la ciudad, mataron a 33.771 judíos. El “acostumbrado metabolismo urbano” parece querer difuminar ese acontecimiento (y que posteriormente otros miles de personas fueran asesinadas allí), pero “el pasado devora todos los sonidos del presente”. Ahí murieron su bisabuela materna y su tía Liolia. También su bisabuela paterna, la que quizá se llamaba Esther (nadie sabe con seguridad su nombre, en la familia la llamaban babushka o madre). Pero ella no llegó hasta el barranco: cuando se acercó a dos oficiales alemanes para que le explicaran qué tenía que hacer le pegaron un tiro. La escritora intentó también repetir el “peregrinaje bélico” austriaco de su abuelo materno, Vasili, el que cultivaba distintas especies de rosas en Kiev cuando regresó: Sankt Johann im Pongau, Flachau, Mauthausen, Gunskirchen.
Tal vez Esther es un complejo y delicado artefacto. En ocasiones las anécdotas domésticas y personales (que son también uno de los valores literarios de la novela) hacen olvidar el verdadero objetivo: que no se olvide nada de este capítulo de la historia de Europa. Una meta que incluso ella dice acabó convirtiéndose en un vicio, aunque probablemente lo sintiera así ante la dificultad de ordenar todos los hilos de “ese pulpo, esa red que se supone me hará avanzar”. Esa complejidad tiene su correlato en el fluir del texto, que avanza, vuelve atrás, da un salto, se salpica de reflexiones sobre, por ejemplo, el significado de palabras o nombres (otro intento de dar sentido a todo).
En la ceremonia de entrega del premio Strega, Petrowskaja dijo que “si hubiera escrito el libro en ruso, el resultado habrían sido unas memorias. En alemán se ha convertido en una novela”. Sin embargo, se trata de ambas cosas. El hecho de que esté escrito en esa lengua tiene que ver con abrir la posibilidad de la justicia histórica. Su hermano aprendió hebreo y se convirtió al judaísmo ortodoxo; ella se puso a aprender alemán. “Creamos a través de las lenguas un equilibrio respecto a nuestro origen —escribe Petrowskaja—. [...] en ruso, alemán, niemetski, es el idioma de los sordos [...]. El alemán fue mi horquilla de rabdomante en la búsqueda de los míos, que durante siglos habían enseñado a hablar a los sordos, como si debiera aprender el sordo alemán para poder hablar.”
Dice Agota Kristof en La analfabeta (Alpha Decay, 2015) que para ella el francés, el idioma en el que escribe, es una lengua enemiga (otra, después del alemán y del ruso) porque está matando su lengua materna, el húngaro. Katja Petrowskaja lamenta que el yidis apenas tenga presencia en su vida, pero considera una victoria escribir en alemán: usa la lengua del enemigo para dar voz a quienes este quiso silenciar.
Katja Petrowskaja
Traducción de Nicolás Gelormini
Adriana Hidalgo editora, Argentina, 2015, 285 págs.