Los cuadernos de Agota Kristof
La escritora húngara eligió el francés, que aprendió gracias a su hija, para crear un mundo sin lugar para la esperanza
Uno de los primeros capítulos de El gran cuaderno, la novela con la que Agota Kristof (Csikvánd, Hungría, 1935 - Neuchâtel, Suiza, 2011) demostró que la literatura puede llegar a ser casi tan cruel como la vida, se titula “La compra del papel, del cuaderno y de los lápices”. En casa de su abuela, los gemelos Claus y Lucas no tienen papel ni lápiz y van a comprarlos a la librería-papelería, el escenario menos angustioso de la trilogía Claus y Lucas (formada por El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira), el único sitio en el que entra algo de luz. No hay un solo lugar a salvo de la degradación.
El librero es un tipo gordo y sudoroso que se pone hecho una furia cuando los niños le dicen que necesitan un paquete de papel cuadriculado, dos lápices y un cuaderno grande, pero que no tienen dinero para pagarlo. Agota Kristof habría cumplido 70 años el 30 de octubre.
Una danza macabra
Después de la Segunda Guerra Mundial, en Hungría era más peligroso vender huevos que vender libros, especialmente si eras judío. Cuenta Keith Lowe en Continente salvaje (Galaxia Gutenberg, 2012) que en Kunmadaras, en 1946, un grupo de mujeres atacaron en el mercado a un vendedor de huevos judío. Le acusaron de secuestrar y matar niños para hacer con ellos salchichas. El vendedor corrió a refugiarse en su casa, rodeada enseguida por una violenta multitud. La gente tomó la casa y un hombre mató al vendedor de huevos golpeándole con una barra de hierro y gritando: “¡Te voy a dar yo salchichas hechas de carne de niños húngaros!”.
En La prueba se descubre que el sudoroso librero se llama Victor. Es alcohólico y necesita escribir un libro, para lo que debe quitarse de encima la librería y después a su hermana. “Estoy convencido —le dice Victor a Lucas— de que todo ser humano ha nacido para escribir un libro, y solo para eso. Un libro genial o un libro mediocre, poco importa, pero el que no escriba nada es un ser perdido.” Lucas le compra a Victor la librería y en ella organiza una sala de lectura con el inútil propósito de que su contrahecho hijo adoptivo, Mathias, haga amigos.
Agota Kristof tenía 21 años cuando, en 1956, cruzó la frontera entre Hungría y Austria con su primer marido y su hija de 4 meses. Su marido llevaba a la niña y ella cargaba con dos bolsas, una con biberones, pañales y ropa para el bebé y la otra con diccionarios. Cuando Claus y Lucas llegan a casa de su abuela no llevan consigo más que algo de ropa y el diccionario grande de su padre. Los cuadernos de los gemelos están llenos de correcciones. Eliminan todo lo que no sea indispensable. Insisten continuamente en que hay que reducir el relato a lo esencial.
El gran cuaderno es un cuento de terror, una danza macabra, una fábula salvaje. Y es un manual de supervivencia. A los que piensan que los niños son siempre víctimas inocentes, Agota Kristof les lanza una carcajada de espanto. Claus y Lucas responden con maldad a la maldad, tras haberse sometido a un método de blindaje
que los transforma en alimañas inmunes al dolor y ebrias de sadismo.
Pero no son unos monstruos producidos por una mente enferma. En la Europa arrasada por la Segunda Guerra Mundial había muchos niños tan feroces como ellos. Lowe lo explica así: “La falta de modelos masculinos, junto con una disminución de figuras de autoridad adultas, tuvo un marcado efecto en la conducta de los niños. En Gran Bretaña, la delincuencia juvenil aumentó cerca del 40% durante la guerra, sobre todo los delitos de allanamiento de morada, daño intencional y robo (que se duplicó con creces). En Alemania también la delincuencia juvenil aumentó más del doble entre 1937 y 1942, y siguió aumentando en 1943. En algunas ciudades, como Hamburgo, se triplicó durante la guerra. A mediados de 1945 se informó de la presencia de grupos de niños mafiosos en la zona soviética atracando y matando gente por comida y dinero: la falta de vigilancia paterna, y en algunos casos la falta total de padres, los había convertido en pequeños salvajes”.
Los gemelos salvajes cuyos nombres están formados por las mismas letras no obedecen a ninguna autoridad, con o sin uniforme. Tampoco reconocen ningún vínculo afectivo, salvo el que les une entre sí, hasta que uno de ellos rompe el hilo de plata y salta al otro lado de la frontera, tras haber matado a su padre.
La gran mentirosa
Si de la obra de Agota Kristof se desprende algo parecido a una enseñanza, esta es que para aprender a vivir, o para defenderse de la vida, uno debe aprender a soportar el dolor, y eso ayuda a la escritura.
Era una gran mentirosa. A su hermano pequeño le explicó, con convincente crueldad, que era un niño encontrado. Agota Kristof no siempre mentía por placer. A veces mentía en defensa propia.
La trilogía Claus y Lucas es una sucesión de falsedades cada vez más retorcidas, más endemoniadas. En las primeras páginas de La tercera mentira se dice: “Trato de escribir cosas que han ocurrido de verdad pero, en un momento dado, la historia se hace insoportable por su misma verdad y entonces me veo obligado a modificarla. Intento contar mi historia, pero no puedo, no tengo valor, me hace mucho daño. Entonces lo embellezco todo y describo las cosas no como sucedieron sino como yo querría que hubieran sucedido”. Y se dice también: “Por muy triste que sea un libro, nunca será tan triste como la vida”.
A los 14 años metieron a Kristof en un internado, mitad cuartel y mitad convento, en Szombathely, cerca de la frontera magiar con Austria. Separada de su familia y muerta de frío, se inventó una escritura secreta para que nadie pudiese ver toda la tristeza que contenía su cuaderno, en el que escribía su diario. Cuando se fue de Hungría se dejó allí su diario de escritura secreta y sus primeros poemas. También a sus hermanos y a sus padres, sin decirles adiós. “Ese día —escribe en La analfabeta, el relato desnudo de su vida— perdí definitivamente mi pertenencia a un pueblo.” Se estableció en Suiza y consiguió trabajo en una fábrica de relojes.
Kristof solo regresó a Hungría una vez, en 1968, 12 años después de su escapada. Vio a los soldados soviéticos que se dirigían a invadir Checoslovaquia y no reconoció a su hermano pequeño cuando se encontró con él en la estación. Nunca pensó en volver definitivamente porque sabía que también en su país natal se sentiría una extranjera.
Siempre con humor, Kristof exploró los abismos de la crueldad y los intestinos de la institución familiar. Pero de lo que realmente trata su trilogía es del extrañamiento, de la imposibilidad del regreso, de la pérdida de la identidad. Todos los personajes están rotos, son almas tullidas, muertos en vida, supervivientes que envidian a los que ya no necesitan hacer ningún esfuerzo para llenarse de aire los pulmones. Claus y Lucas tiene una atmósfera onírica, también la estructura, la temperatura y la densidad de los sueños.
En el mundo de Agota Kristof no hay lugar para la esperanza ni posibilidad de redención. La miseria, el sexo y la muerte bailan cogidos de la mano. Cara de Liebre, la joven vecina de los gemelos, muere feliz, según dice su madre, porque los soldados invasores la han violado hasta reventarla. Victor eyacula cuando mata a su hermana. Agota Kristof escribió en las últimas páginas de La tercera mentira: “La vida es de una futilidad total, no tiene sentido, es aberración, sufrimiento infinito, invento de un No-Dios cuya maldad rebasa la comprensión”.
Una escritura afilada
La escritora húngara no quiso maquillar su vida ni decorar su obra, donde los adjetivos cumplen una función informativa, nunca ornamental. “Las palabras que definen los sentimientos son muy vagas; es mejor evitar usarlas y atenerse a la descripción de los objetos, de los seres humanos y de uno mismo, es decir, a la descripción fiel de los hechos”, escribió en El gran cuaderno.
Renunciar al húngaro y escribir en francés, el idioma que le había impuesto el destino y que aprendió con la ayuda de su hija, le sirvió a Agota Kristof para librarse de sentimentalismos idiomáticos y afilar hasta el límite su escritura.
No hay ningún escritor tan alejado estilísticamente de ella como Thomas Bernhard. Kristof utiliza frases cortas y un vocabulario austero, mientras que Bernhard era, como Proust y Mann, un fanático de las oraciones subordinadas, además de un virtuoso de la reiteración. Al margen del estilo, Bernhard y Kristof se parecen casi tanto como Claus y Lucas. Ambos fueron autores teatrales. Ambos compartieron un humor descabellado y un pesimismo aplastante. Ambos escribían para soportar el dolor.
Kristof adoraba a Bernhard. El primer libro que leyó de él fue su novela Sí. Se lo prestó a varios amigos diciéndoles que jamás se había reído tanto con un libro. Se lo devolvieron sin acabarlo. Les pareció desmoralizador y no le encontraron el lado cómico. La literatura de Kristof no es menos desalentadora que la de Bernhard, y los dos tienen la misma risa helada. Desde una óptica teatral, al igual que Bernhard, Kristof contempla y nos hace contemplar el lado horrible de la realidad siempre como comedia. Reírse del horror les permitió a uno y a otro encontrar una guarida y no acabar devorados por el entorno. Tortura al lector con la crueldad con que torturaba a su hermano pequeño. El gran triunfo de Agota Kristof es haber conseguido que la premiaran por lo que de niña la castigaban: contar mentiras.
En 1995 publicó Ayer, donde volvió a golpear las mismas teclas para producir una música igual de oscura. Inició una quinta novela, que se le atragantó, y decidió no estrenar más cuadernos. Casada dos veces y madre de tres hijos, seguro que sus nietos la adoraban a pesar de sus brujerías. Se entretuvo fumando, viendo la tele y leyendo novelas policiacas hasta que la muerte llamó al timbre de su piso de Neuchâtel.
Claus y Lucas
Agota Kristof
Traducción de Ana Herrera Ferrer y Roser Berdagué Costa,
El Aleph, Barcelona, 2006, 444 págs.
Ayer
Agota Kristof
Traducción de Ana Herrera Ferrer, El Aleph, Barcelona, 2009, 112 págs.
La analfabeta
Agota Kristof
Traducción de Juli Peradejordi,
Alpha Decay, Barcelona, 2015, 64 págs.