Una nueva mirada al Holocausto
Snyder construye un libro estremecedor sobre lo que llevó al Führer a diseñar el exterminio de los judíos
El modo en que observamos el Holocausto está distorsionado, afirma Timothy Snyder en la introducción a Tierra negra, una brillante, terrorífica y finalmente desconcertante reconstrucción del proceso de destrucción de los judíos en la Europa de los años 30 y 40 que aspira también a ser, como dice su subtítulo, una advertencia para nuestro tiempo. “Acertamos al asociar el Holocausto con la ideología nazi, pero olvidamos que muchos de los asesinos no eran nazis o ni siquiera alemanes. Pensamos ante todo en los judíos alemanes, a pesar de que casi todos los judíos asesinados en el Holocausto vivían fuera de Alemania. Pensamos en campos de concentración, aunque pocos de los judíos llegaron a ver uno. Acusamos al Estado, aunque el asesinato solo fuera posible una vez destruidas las instituciones.”
Hitler creía que la distinción entre naturaleza y política era un error (inducido por los judíos)
Para comprender el Holocausto, propone Snyder, primero debemos adentrarnos en la cosmovisión de Hitler. Esta probablemente no habría desembocado en el terror absoluto de no haberse dado en unas circunstancias históricas como las de los años de la Segunda Guerra Mundial, pero erramos si pensamos que Hitler fue un simple racista cuyas ideas han muerto o no pueden adoptar nuevas formas igualmente temibles. Hitler, como cuenta admirablemente Snyder en las páginas más brillantes del libro, creía que la distinción entre naturaleza y política era un error (un error, por supuesto, inducido por los judíos). Todo era naturaleza, y en esta solo existía una ley: la lucha entre las razas por los recursos. Así, las razas superiores tenían derecho a destruir a las inferiores para asegurarse territorio y por lo tanto comida; se trataba de una lógica tan racista como de carácter ecológico. Para Hitler, lo que habían hecho los europeos al colonizar partes de África, Asia y lo que después sería Estados Unidos no era más que una expresión de esta ley: unas razas aniquilando y sustituyendo en el territorio a otras. Sin embargo, creía Hitler, Alemania ya no debía buscar sus colonias al otro lado de los mares, como habían hecho los anteriores países coloniales, sino en el este, hasta las praderas ucranianas, un espacio de crecimiento idóneo ocupado por otra raza inferior, los eslavos —“los eslavos nacen como una masa servil que clama a gritos a su amo”, escribió—, y una no-raza, una aberración, los judíos, responsables de propagar la antinatural idea de que las razas podían convivir pacíficamente gracias a la política. Para Hitler, el estado natural del hombre era simplemente la ley de la selva, y estúpidas invenciones judías como el capitalismo o el bolchevismo pretendían destruir esta verdad universal. “Los fuertes deberían matar de hambre a los débiles, pero los judíos podrían arreglar las cosas para que fuesen los débiles quienes mataran de hambre a los fuertes. No se trataba de una injusticia en el sentido normal, sino de una vulneración de la lógica del ser.”
Antisemitismo y expansión
Hitler admiraba, a su manera, Estados Unidos. No solo porque los primeros colonos hubieran procedido a la aniquilación de los nativos, algo perfectamente natural y admirable en su mentalidad colonial. Además, era consciente de que la globalización había hecho que la prosperidad estadounidense fuera conocida en los hogares alemanes y especialmente codiciada por las mujeres, que querían casas confortables, electrodomésticos y muchas calorías en la despensa.
Para satisfacer esa demanda ineludible, Hitler afirmó la necesidad de un Lebensraum, un término que en su acepción biológica hacía referencia al hábitat o espacio vital, pero que también tenía connotaciones sociales: el Lebensraum se refería además al “confort del hogar”, a la comodidad de una sólida sala de estar llena de mercancías preciadas. Para conseguir ambas cosas, Alemania debía hacerse con más territorios que dieran una mayor producción agrícola —como explica Snyder, Hitler siempre desconfió de la capacidad de la ciencia para aumentar la productividad del suelo; eso habría echado por tierra toda su cosmovisión— y con ella una mayor prosperidad. “Decenas de millones de personas tendrían que morir de hambre para que los alemanes lograsen un nivel de vida que fuese insuperable.”
La expansión de Alemania hacia el este, cuyos objetivos variaron a lo largo de la guerra, pero entre los cuales siempre estuvo la destrucción de los judíos —Hitler estaba convencido de que con ella la destrucción de la Unión Soviética se daría por añadidura—, tuvo características propias, distintas de otras guerras de conquista.
Los alemanes nunca pensaron en hacerse con los estados de Polonia o Ucrania. Para poder acabar con los judíos tenían que destruir esos estados, todas las instituciones que daban a los judíos, aun en países tan antisemitas como esos, unas mínimas garantías de ciudadanía, algunos derechos, aunque fueran de segunda clase. Sin la incómoda existencia de constituciones, parlamentos o cuerpos funcionariales, esos países —a Hitler el concepto de frontera, y por lo tanto de país, le parecía irrelevante— eran solo territorios en los que el ejercicio de la violencia por todos los métodos imaginables era perfectamente legítimo.
A medida que avanzaba la guerra iba quedando claro que el ejército nazi no iba a conquistar la Unión Soviética. El premio de consolación era acabar con los judíos (algo en lo que contribuyeron muchos individuos que luego acabarían sometidos por la URSS). En ese aspecto, Hitler casi triunfó.
Tierra negra es un libro admirable, pero sus últimas páginas resultan desconcertantes
Tierra negra es un libro admirable en muchos sentidos. Su reconstrucción del Holocausto, del modo en que los alemanes explotaron el antisemitismo profundamente arraigado en Europa del Este y Rusia, de la crueldad con que se utilizaron todos los recursos disponibles —de la cámara de gas a los fusilamientos masivos, pasando por las delaciones y los robos— para acabar con lo que en su mentalidad era una amenaza al orden natural hace de él un libro en muchos sentidos novedoso y terrible. Pero sus últimas páginas, en las que trata de convertir esta historia en una advertencia para nuestros días y nuestro futuro, resultan desconcertantes.
Nada hace pensar que el Holocausto pueda repetirse, pero la tarea del historiador consiste, al menos en parte, en recordarnos que lo más impensable puede producirse en cualquier momento. Y, ciertamente, casos como el no tan lejano de Ruanda nos recuerdan que la posibilidad de lo peor siempre está a la vuelta de la esquina. Sin embargo, la advertencia de Snyder de que el calentamiento global va a provocar nuevas crisis de recursos
—cosa muy probable— que pueden desembocar en nuevos holocaustos en África o Asia parece una premonición aventurada y, más allá de esto, un raro final para un libro como este. Sea como sea, Tierra negra es un libro extraordinario.
Timothy Snyder
Traducción de P. Aguiriano, I. Clavero, I. Oliva y D. Paradela
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2015, 528 págs.