¿Merece Reino Unido un nuevo acomodo en Europa?
Pero esa realidad contradictoria también sirve para enfocar el debate desde este otro lado del Canal, pues ayuda a mostrar cómo nos afectaría —para bien y para mal— un posible Brexit. Si se produjera tendríamos sin duda menos demagogia y palos en las ruedas del socio siempre molesto que, a diferencia de Francia, Alemania, España o tantos otros, nunca ha considerado que “una unión cada vez más estrecha” con sus vecinos sea el gran proyecto nacional. Pero también perderíamos en originalidad, talento, capacidad de influir en la conversación global o incluso en el sano pluralismo de quien disiente casi por instinto ante cada nueva decisión en Bruselas.
En efecto, Reino Unido aporta a la UE mucho más que lo que le quita tanto en la dimensión exterior (téngase en cuenta su diplomacia, su Ejército o su conexión con EE.UU. y la Commonwealth) como en la interna (baste citar su frescura al entender el funcionamiento económico, que contrasta con la rigidez ordoliberal o el estatismo de los otros dos grandes estados miembros).
Si se permite el oxímoron, Reino Unido sería algo así como un freno estimulante que, mientras tanto, ha sabido esgrimir esas reticencias internas para conseguir diversos privilegios y exclusiones; particularmente con su aportación al presupuesto, el espacio Schengen o la política monetaria. Tras los años de tregua laborista, el conservador David Cameron volvió a agitar el euroescepticismo pues, no en vano, resulta mayoritario entre gran parte de su electorado: la derecha ideológica, el medio rural, los mayores de 50 años, aunque también los ingleses de extracción social más baja.
La reelección conservadora en 2015, esta vez sin necesidad de coaligarse con los liberal-demócratas, se vinculó a la celebración de un molesto referéndum de permanencia. Y el primer ministro anunció que solo recomendaría el voto afirmativo si la UE ofrecía antes satisfacción a sus pretensiones en cuatro grandes áreas: gobernanza económica, competitividad, soberanía y prestaciones a los europeos residentes.
La cuadratura del círculo
La próxima semana se abordará en Bruselas la negociación de esas nuevas condiciones. Los presidentes del Consejo Europeo y de la Comisión plantean una oferta que pretende satisfacer a Londres sin dañar en exceso los intereses de las demás capitales. Una nueva cuadratura del círculo que recuerda a lo que se hizo en 1992 y 2009 para que Dinamarca e Irlanda no se descolgasen de la UE tras sendos referendos de rechazo a reformas de los tratados; y algo parecido al Compromiso de Luxemburgo de 1966, cuando De Gaulle estaba a punto de retirar a Francia.
La UE no es perfecta y ya ha aceptado en el pasado varios arreglos ad hoc por causas de política interna
Analizando la propuesta que hay sobre la mesa, se constata que Cameron logra sus objetivos principales en lo relativo a gobernanza económica y competitividad; esto es, asegurar la no discriminación de los países fuera del euro, garantías de que no tendrán que pagar rescates en el futuro y la reducción de cargas burocráticas o regulatorias a las empresas.
En cuanto a la soberanía, Reino Unido también arranca avances sustantivos: el reconocimiento de que la aspiración recogida en el Tratado a una integración política progresiva no le obliga jurídicamente y la puesta en marcha de un mecanismo (la llamada “tarjeta roja”) para que una mayoría de parlamentos nacionales pueda suspender un proyecto normativo de la Comisión si cree que incumple el principio de subsidiariedad. Es en el cuarto bloque, el más delicado por afectar a la libre circulación de personas, donde la oferta europea queda más lejos de las pretensiones británicas. Aun así, se acepta que los beneficios sociales por hijo se indexen al nivel de vida del Estado donde viva el hijo en cuestión y se crea un polémico mecanismo (conocido como “freno de emergencia”) que, de activarse, permitiría limitar hasta cuatro años el acceso a prestaciones para un trabajador comunitario.
Los primeros sondeos muestran que a los británicos más críticos con la UE no les entusiasma la oferta, pero lo importante es que Cameron —que ahora conoce bien el perjuicio que causaría un Brexit a su país y que desea salir del apuro en el que está metido— la ha celebrado como un éxito. ¿Y cómo deberíamos juzgarla desde aquí? Por supuesto, con severidad, pues bordea peligrosamente las líneas rojas que, de modo impreciso, se habían marcado España y los países más europeístas. Pero también con cierto alivio porque no llega a rebasarlas. Así, el euro seguirá siendo la moneda de la UE y la fea posibilidad de discriminación por nacionalidad se somete a condiciones muy tasadas de tiempo y autorización europea.
Tal vez deba preocupar más la posible “tarjeta roja” a las propuestas de la Comisión, que beneficia a los países euroescépticos, pero lo cierto es que difícilmente funcionará; entre otras cosas porque el propio Westminster, pese al mito que lo rodea, es débil y está mal conectado con los demás parlamentos nacionales.
Quejémonos entonces del arreglo pero, después de la queja, abordemos con inteligencia —desde un europeísmo tan exigente como realista— esta negociación. La UE no es perfecta y, como aquí se ha recordado, ya ha aceptado en el pasado varios acomodos ad hoc con Reino Unido pero también con otros países que igualmente esgrimían razones de política interna.
Ojalá la generosidad que ahora han de mostrar los 27 sirva para que triunfe en el referéndum esa versión más brillante de lo que representa la aportación británica a Europa. Pero si eso no fuera suficiente, la UE tampoco debe ir más allá cruzando el umbral que supondría traicionarse a sí misma. La oferta actual marca el máximo de lo que se puede ceder. La sensatez británica debería hacer el resto.
Si no es así, todos lamentaremos pasear por Londres y observar que libros y periódicos han dejado de ocuparse, ya sea desde la excelencia académica o la artillería populista, de la integración europea. Ellos, los primeros. Pero nosotros también.