Reino Unido siempre ha sido un miembro reticente del proyecto de integración europea. Los desencuentros actuales son solo la última manifestación de diferencias que tienen hondas raíces históricas. En 1957 no estuvo entre los primeros firmantes de los
Tratados de Roma que dieron origen a la actual Unión Europea. Optó incluso por impulsar un proyecto alternativo, la
EFTA (Asociación Europea de Libre Cambio, por sus siglas en inglés), una asociación de libre comercio con menos ambiciones de integración, a la que apenas logró atraer a un escaso número de pequeños países. Únicamente tras fracasar esta estrategia alternativa y constatar el mayor ritmo de crecimiento económico logrado en el continente, solicitó su adhesión (en 1961). Tuvo entonces que enfrentarse dos veces (en 1963 y 1967) al veto de Francia, que no deseaba compartir su protagonismo europeo más que con Alemania.
Una vez conseguida la entrada, en 1973, su entusiasmo europeísta siguió siendo perfectamente descriptible. En los años 80, la época de
Margaret Thatcher, Reino Unido luchó con éxito por reducir sus aportaciones al presupuesto común. Si defendió la ampliación al este, fue para diluir en un mayor espacio geográfico las posibilidades de profundizar en la integración de los miembros ya existentes. En cuanto a la moneda única, eligió mantenerse fuera, tras un breve coqueteo como miembro de su antecedente, el Sistema Monetario Europeo. Asimismo, se ha opuesto tradicionalmente con uñas y dientes a las escasas políticas sociales puestas en marcha a nivel europeo y se ha mantenido fuera del área libre de controles fronterizos creada mediante el
Acuerdo de Schengen.
Asincronismo histórico
Este marchar con el paso cambiado en los aspectos políticos e institucionales del desfile europeo tiene que ver con otras faltas de sincronía más profundas, que lo explican. Al acabar la II Guerra Mundial, Reino Unido no había sufrido las invasiones y el nivel de destrucción del resto de Europa. Esto, unido a una posición todavía imperial, diferenciaba su situación, que le permitía abrigar sueños de gran potencia mundial en solitario. Churchill, uno de los primeros en hablar de unos Estados Unidos de Europa, no pensaba en su propio país como parte integrante de ellos. Incluso tras la descolonización, una parte sustancial del comercio británico seguía teniendo como destino países no europeos de su antiguo imperio.
Las encuestas arrojan, a día de hoy, un resultado incierto sobre la permanencia de Reino Unido en la UE
Al ingresar en la Comunidad Económica Europea, esas peculiaridades económicas fueron causa de claros perjuicios. Por comerciar mucho fuera de Europa, pagaba cantidades elevadas en concepto de aranceles al presupuesto común europeo, del que sin embargo recibía poco al no tener una agricultura muy extensa que pudiese beneficiarse de la PAC ni muchas regiones atrasadas que pudieran recibir cuantiosos fondos regionales. Posteriormente, especializándose en los servicios financieros, con Londres como centro, se ha beneficiado menos de una integración europea más centrada en los intercambios de bienes.
Nada tiene de sorprendente, por tanto, que cuando se multiplican las grietas que resquebrajan el edificio europeo, estas se manifiesten con especial virulencia en uno de los pilares más débiles. Ni el coste de los rescates bancarios o soberanos, ni la falta de crecimiento en la UE, ni las crisis migratorias han contribuido a mejorar la popularidad de la idea europea en Reino Unido. Tampoco ha ayudado una situación cada vez más periférica en la toma de decisiones europeas, estando diluida su influencia entre un número cada vez mayor de miembros y permaneciendo fuera de la eurozona.
De este caldo de cultivo se aprovechan los grupos que tradicionalmente se han opuesto a la permanencia en la Unión, sostenes ahora de una campaña bien organizada y financiada a favor de la salida. Cuenta en sus filas con partidos en alza (como el UKIP, rabiosamente antieuropeísta) pero también con el poderoso grupo euroescéptico del partido conservador del propio primer ministro Cameron, así como con algunos laboristas (aunque este partido, el principal de la oposición, tiene previsto hacer campaña a favor de la permanencia). Apoyan la campaña influyentes medios de comunicación, entre ellos periódicos sensacionalistas de gran difusión popular.
Evolución del escepticismo
La pujanza del UKIP, que compite directamente con el partido conservador, y la división existente dentro de este han condicionado la posición de David Cameron. Líder
tory desde 2005, él mismo entró en la escena política como un euroescéptico moderado. En 2009 decidió que su formación dejase de formar parte del Partido Popular europeo. En 2012, durante su mandato como primer ministro en coalición, promovió la realización de un informe oficial que analizase si la distribución de competencias entre las instancias nacionales y europeas era la correcta, con el fin de identificar campos en los que las instituciones supranacionales tuvieran demasiado poder.
Desafortunadamente para él, en uno de esos momentos que convierten en admirables a los países anglosajones, el riguroso informe concluyó que, a grandes rasgos, la distribución de competencias existente era la correcta. Eso no detuvo a Cameron, quien (en un discurso en enero de 2013) se comprometió nada menos que a realizar un referéndum sobre la permanencia de Reino Unido en la UE antes de finales de 2017. Tras ganar sorprendentemente por mayoría absoluta las elecciones de mayo de 2015, es ahora prisionero de su propia promesa. A ella ha añadido otro compromiso electoral en la línea euroescéptica: reducir la cifra neta anual de inmigrantes (en gran medida procedentes de países del este de Europa pertenecientes a la UE) de los cientos de miles a las decenas de miles. Le queda trabajo por hacer, porque en los 12 meses anteriores a marzo de 2015 se superaron los 300.000, una cifra récord.
Cameron parece querer utilizar la amenaza de salida para extraer bajo chantaje algunas concesiones
La estrategia del primer ministro británico parece consistir en utilizar la amenaza de la salida para extraer bajo chantaje algunas concesiones a los socios europeos, por menores que estas sean, para venderlas a continuación domésticamente como una gran victoria personal, que justificaría la permanencia en la Unión Europea gracias a una situación mejorada. Tal vez se haya inspirado en el precedente de Harold Wilson, un primer ministro laborista que renegoció algunas condiciones menores con Europa, logró así que la opinión pública cambiase de postura a lo largo de la campaña y ganó claramente en 1975 un referéndum sobre la permanencia. No por ello deja de ser una estrategia de alto riesgo. Las encuestas arrojan, a día de hoy, un resultado incierto.
Cuatro puntos para negociar
El pasado 10 de noviembre, por fin Cameron concretó sus peticiones en una carta dirigida a
Donald Tusk, el presidente del Consejo Europeo. Se centran en cuatro puntos. El primero, relacionado con cuestiones de gobernanza económica, pide establecer mecanismos que protejan los intereses de la minoría de países de la Unión Europea que no forman parte de la zona del euro. El segundo, referido a la competitividad, solicita que se complete el mercado único y disminuyan las regulaciones excesivas que dificultan la actividad económica. El tercero, centrado en cuestiones de soberanía, propone que Reino Unido quede exento del objetivo europeo de tender hacia una unión cada vez más estrecha, así como un mayor papel de los parlamentos nacionales frente al europeo. Finalmente, el cuarto punto contiene demandas relacionadas con la inmigración, destinadas a impedir que los inmigrantes que llegan a Reino Unido desde la propia UE puedan acceder a algunas ayudas sociales de forma inmediata y en condiciones de igualdad con los británicos.
La reacción de los euroescépticos se ha plasmado en una pregunta clamorosa: “¿Eso es todo?”. En efecto, no parecen asuntos de tanto calado como para decidir en función de ellos la conveniencia de abandonar la UE. De hecho, algunas de las cuestiones planteadas son razonables y van en la misma dirección en la que ya se mueven las instituciones europeas.
La preocupación por aclarar las relaciones entre los 19 países de la UE que forman la eurozona y los nueve que están fuera de ella es legítima. Con el añadido de que el grupo minoritario irá disminuyendo: solo Reino Unido y Dinamarca tienen cláusulas de exención permanentes, el resto se supone que debe ingresar en el euro a medida que cumpla los criterios exigidos. La propia Unión ya persigue mejorar la competitividad, completando el mercado único en aspectos como los servicios, los mercados de capitales o la economía digital y reduciendo las regulaciones. El objetivo de “una unión cada vez más estrecha” tiene un carácter sobre todo simbólico, ya que desde hace tiempo se reconoce la posibilidad de una Europa a diferentes velocidades. Tampoco es el Parlamento británico el único celoso de sus prerrogativas frente al europeo.
Un millón de inmigrantes
Las mayores dificultades para lograr un acuerdo las plantea el punto referido a la inmigración. En Reino Unido hay casi un millón de inmigrantes procedentes de los países de Europa del Este; del total de los llegados el último año, la mitad procedía de estados miembros. Discriminarlos frente a los británicos, exigiendo que residan y contribuyan durante cuatro años antes de poder acceder a algunas ayudas sociales, atentaría contra pilares de la Unión como la libre movilidad de las personas y el principio de no discriminación. Si Reino Unido considera que sus programas sociales son demasiado generosos, siempre puede endurecerlos, pero sin discriminar a los ciudadanos del resto de la Unión Europea frente a los británicos. Otra dificultad importante tiene que ver con la necesidad de reformar los tratados, proceso lento y complicado. Por eso, Cameron ya ha aclarado que se conformaría con un compromiso de realizar cambios legales vinculantes en el futuro.
El guion que cabe esperar a partir de ahora es: apariencia de dureza en las negociaciones, reuniones de madrugada a reloj parado y concesiones menores de última hora que Cameron pueda vender domésticamente como una victoria. Los inconvenientes y riesgos de esta estrategia son importantes. El primer ministro no puede contrarrestar la campaña que favorece la salida con una defensa encendida de las ventajas de quedarse, a la vez que cuestiona el
statu quo para renegociarlo y condiciona su propio apoyo a la permanencia al éxito de esa renegociación. Es una pena, porque dichas ventajas existen, independientemente del resultado de la misma. La práctica totalidad de estudios solventes indica que, analizando en conjunto todos los efectos, el resultado global para Reino Unido de pertenecer a la Unión Europea es claramente positivo, aunque no de gran magnitud.
Mientras tanto, la campaña a favor de la salida ha ido logrando éxitos emocionales que ocultan las enormes contradicciones internas de su irracional propuesta.
En esencia, los británicos quieren seguir formando parte del mercado único, para que sus exportaciones continúen accediendo libremente a Europa, pero sin necesidad de cumplir las regulaciones que impone Bruselas. Sin embargo, ello dependería de que lo aceptase una recién abandonada UE. Otros países no miembros (como Suiza o Noruega), a cambio de acceder al mercado de la Unión, tienen que cumplir casi todas sus regulaciones, aunque no hayan podido participar en su diseño. Por otro lado, la mayoría de esas regulaciones (sobre medioambiente, seguridad alimentaria, condiciones laborales…) no podría abolirse, por estar justificada y ser necesaria. En cuanto a los inmigrantes, convendría recordar los efectos positivos que, en conjunto, tienen para la economía británica. Se trata de dos millones de personas, en su mayoría jóvenes, que contribuyen al Estado del bienestar más de lo que reciben de él (al contrario que el aproximadamente mismo número de británicos que vive en el resto de la UE, con su fuerte componente de pensionistas).
Es mucho lo que
David Cameron está arriesgando con tan pocos motivos: su propio mandato, la ruptura de la UE y la de Reino Unido. El partido nacionalista que gobierna en Escocia ha manifestado su deseo de permanecer en la Unión Europea, si es preciso independizándose.