Entre la realidad y el pragmatismo
Desde que en el recuento de votos se empezó a vislumbrar la victoria de las fuerzas que quieren la independencia para Cataluña no ha dejado de escucharse la misma reflexión: tienen mayoría en escaños pero no en votos, han ganado las elecciones pero no el plebiscito —han conseguido el 47,8% frente al 52% de los que están en contra de la secesión—. Está bien hacer de la necesidad virtud, en política el posibilismo es a veces una virtud, pero no se puede obviar la realidad: Junts pel Sí y la CUP suman 72 escaños en el Parlament, cuatro por encima de la mayoría absoluta y, a diferencia de ocasiones anteriores en las que no llevaban el soberanismo en sus programas, en este caso tienen el mandato claro de los electores de avanzar hacia la secesión.
El resultado de las elecciones catalanas del domingo es, se mire como se mire, bueno para los independentistas y malo para quienes creen que es mejor que Cataluña siga en España. Por mucho que Ciudadanos haya recibido un gran empujón en votos y escaños y que el PSC haya salvado los muebles. El domingo se les veía felices. A Albert Rivera por el subidón y a Miquel Iceta porque ha sacado a pulso un resultado impensable hace pocas semanas y ha evitado el sorpasso de Podemos. Los de Pablo Iglesias, el PP y Unió no tenían nada que celebrar.
Las urnas evidenciaron la existencia de un grave problema, el mismo que se lleva advirtiendo desde hace unos años sin que el Gobierno de Mariano Rajoy haya hecho nada para remediarlo. En Cataluña hay casi dos millones de ciudadanos que apuestan por romper con España. Una cifra elevada que representa casi a la mitad de los que acudieron a votar, que fueron muchos, el 77,44% del censo. Y mientras su representes políticos, con Artur Mas en la presidencia de la Generalitat o sin él, se disponen a enfilar el camino de salida, los representantes del otro 52% están a punto de enzarzarse en una batalla electoral por el Gobierno de España, que les va a restar capacidad para afrontar el problema catalán. Al menos hasta dentro de cinco meses cuando se constituya el Ejecutivo central, algo que si se confirman los vaticinios demoscópicos y el parlamento es tan fragmentado como auguran las encuestas, llevará su tiempo.
Así que la otra lectura pragmática del domingo, esa de que el resultado es una gran oportunidad para el diálogo y la negociación, parece que habrá que postergarla hasta entonces. Porque el Gobierno de Rajoy, que entrará en funciones en cuanto convoque las elecciones hacia el 20 de octubre, no parece que vaya a tener ni tiempo ni ganas —no los ha tenido en estos cuatro años, ¿por qué habría de tenerlos ahora?— para sentarse a hablar y a buscar soluciones.