Si queremos resolver esta crisis, hay tres cosas que hacer: centrarnos en el entrenamiento y equipamiento [de los insurgentes sirios], declarar una zona de seguridad protegida del terrorismo y establecer una zona de exclusión aérea en Siria”, aseguró a principios de esta semana el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan. La insistencia del mandatario turco en la necesidad de intervenir en el conflicto sirio refleja las prioridades de Ankara. Desde el principio, Turquía ha sido uno de los actores clave en esta contienda, empujada por factores ideológicos y personales. Tras cuatro años y medio de guerra, casi nadie recuerda que Erdogan ha cambiado radicalmente su postura. Si hace menos de una década sus relaciones con el presidente sirio Bashar al Asad eran excelentes —ambas familias veranearon juntas en varias ocasiones—, hoy es uno de sus mayores adversarios. Esta semana, Erdogan volvió a insistir en que Al Asad “dirige un estado de terror” y es “el principal responsable de la crisis”.
El turco es uno de los pocos líderes mundiales que sigue insistiendo en esta cuestión. Una postura que algunos diplomáticos occidentales califican de obsesión y que podría tener mucho que ver con las dificultades de Erdogan para aceptar un no por respuesta. En 2011, al principio de la crisis, intentó ejercer de mediador, enviando a Damasco a su entonces ministro de Exteriores Ahmet Davutoglu para convencer a Al Asad de que suavizase la represión contra los opositores. Ante el fracaso de Davutoglu, la reacción de Erdogan fue virulenta: pasó de mantener una posición amistosa con el dictador sirio a calificarlo de “tirano con las manos manchadas de sangre”. Desde entonces la implicación turca en la guerra no ha dejado de crecer.
En 2012 Turquía se convirtió en una “autopista yihadista” para los radicales hacia la frontera siria
Primero permitió que se instalaran en Turquía los refugiados que huían de los combates y los milicianos rebeldes, que empezaron a operar con libertad desde territorio turco. Pero a medida que los ideales de la insurgencia se fueron deteriorando, también cambió el paisaje humano: a partir de 2012, Turquía se convirtió en una “autopista yihadista” por la que combatientes radicales accedían a la frontera siria, donde recibían entrenamiento y armas. Su ideología no parecía un problema para las autoridades islamistas turcas, cuyos servicios secretos han armado al Frente Al Nusra, la rama siria de Al Qaeda.
Decenas de combatientes sirios admiten haber recibido ayuda turca, como demuestra la intercepción por parte de la Gendarmería del país, en enero de 2014, de varios convoyes de armamento destinados a la insurgencia, en lo que resultó ser una operación del servicio de inteligencia turco. El diario
Cumhuriyet publicó un vídeo filmado por los gendarmes y su editor jefe se enfrenta a una posible cadena perpetua por “difundir secretos de Estado”. Se cree que también Ahrar al Sham (la tercera milicia yihadista más potente de Siria) se ha beneficiado del apoyo turco. Más problemática es la sospecha de que Ankara podría haber ayudado a Estado Islámico, que controla más de un tercio del territorio sirio.
Ayuda a Estado Islámico
La acusación es formulada por los nacionalistas kurdos de Turquía y Siria, enemigos acérrimos de los yihadistas. Y aunque por ahora no existen pruebas tangibles, a finales de julio
The Guardian publicó un artículo sobre la muerte de Abu Sayyaf, responsable del contrabando de petróleo de EI, con documentación que apunta a una relación directa entre miembros de EI y de los servicios de inteligencia turcos. “Los vínculos son tan claros que podrían tener implicaciones políticas profundas en nuestra relación con Ankara”, afirma un oficial de inteligencia occidental. Este hallazgo podría estar detrás de las presiones a las que EE.UU. ha sometido a Ankara en los últimos meses, recordándole sus obligaciones como miembro de la OTAN.
Los kurdos de Turquía y Siria, enemigos acérrimos de los yihadistas, acusan a Ankara de ayudar a EI
Pero incluso en esas circunstancias, el Gobierno turco ha tratado de sacar ventaja. Durante casi un año se ha negado a permitir el uso de la base aérea de Incirlik para misiones de bombardeo de la coalición internacional contra EI, tratando de vincularla al programa de entrenamiento de rebeldes sirios. Y mientras Washington quiere luchar contra EI, Ankara prefiere el derrocamiento de Al Asad.
En julio, tras un atentado en el que murieron más de 30 turcos, la situación se volvió insostenible. Las autoridades se vieron obligadas a actuar contra las redes de reclutamiento de los yihadistas en Turquía. Aun entonces, el Gobierno prefirió lanzar una “ofensiva general contra el terrorismo”, metiendo también en el saco a la guerrilla kurda y la extrema izquierda. Turquía acoge a casi dos millones de refugiados sirios, y según el viceprimer ministro Numan Kurtulus podría llegar otro millón tras los nuevos bombardeos de Rusia. Erdogan ha advertido a Moscú que podría “perder la amistad de Turquía”. Mientras tanto, el monstruo yihadista crece: al menos 3.000 ciudadanos turcos están relacionados de un modo u otro con EI, y según una reciente encuesta, un 12% de los 77 millones de habitantes de Turquía considera que EI “no es un grupo terrorista”. Pero en lugar de abogar por una solución negociada al conflicto, el Ejecutivo turco prefiere seguir jugando a aprendiz de brujo, ahondando en la confrontación.