La distancia personal y diplomática entre Barack Obama y Vladimir Putin durante el encuentro celebrado con ocasión de la Asamblea General de Naciones Unidas ilustra el tenso estado de las relaciones entre Estados Unidos y Rusia. Solo el recuerdo distorsionado del pasado y una cierta incomprensión del presente permitirían interpretarlo como un retorno de la guerra fría, no como una cautelosa administración de la hegemonía por parte de Estados Unidos. La política de Putin en escenarios de relevancia estratégica, como Ucrania y Siria, no es la de una superpotencia , sino la de un país que aspira a contar de nuevo en la esfera internacional.
Es probable que para conseguir ese objetivo Putin haya equivocado la estrategia, puesto que el apoyo prestado a los separatistas ucranianos está pasando a Rusia una pesada factura interna, debido a las sanciones. Pero es que tampoco en el plano diplomático estaría proporcionándole los resultados apetecidos, sobre todo por lo que respecta a Siria. Aunque Moscú comparta con Estados Unidos y sus aliados la oposición a los yihadistas, la suya es una guerra en la que actúa en solitario, comprometido con una figura como Al Asad, que no puede ser rehabilitada.
El acuerdo nuclear de Estados Unidos con Irán redujo el margen de Moscú en el conflicto sirio, dejándolo como principal valedor de Al Asad. De ahí que Putin haya recurrido al viejo argumento de los dictadores árabes como únicos baluartes frente al yihadismo, intentando atraerse a Europa. Desde ninguna perspectiva conviene a la UE, ni a sus gobiernos, incurrir de nuevo en Oriente Próximo en un error ya cometido. No les conviene porque sería tanto como escarnecer a los sirios que han padecido cuatro años de guerra monstruosa y que siguen llegando como refugiados a las fronteras de la Unión. Pero no les conviene, tampoco, porque el mensaje que recibiría Putin es el de que cualquier medio resulta aceptable para alcanzar su ambición en la esfera internacional.
Dotarse de una diplomacia autónoma en Oriente Próximo es uno de los más persistentes retos europeos, en particular tras las revueltas árabes. Lejos de limitar esa autonomía, respaldar a Estados Unidos frente a Rusia en el rechazo a la continuidad de Al Asad la confirma, puesto que no responde tanto al deber de un aliado cuanto a la necesidad de adoptar una política acertada.