En abril de 2011, apenas unas semanas después de que estallara el levantamiento contra la tiranía de Bashar al Asad, el Consejo Nacional Sirio (SNC, en sus siglas en inglés) fue reconocido por cerca de un centenar de países como el legítimo representante del pueblo sirio. La revuelta popular ganaba su
momentum arrastrada por la inesperada caída de Hosni Mubarak y la huida de Ben Ali, y las continuas deserciones en el seno del Ejército de Damasco parecían augurar un desenlace tan apresurado como en Egipto y Túnez.
Integrada por responsables de la Declaración de Damasco (grupo opositor creado en 2005), facciones kurdas, miembros de los Comités de Coordinación Locales, así como por representantes de las comunidades alauí y asiria y de plataformas revolucionarias como la Primavera de Damasco y el Bloque Nacional, en octubre de ese mismo año ya concitaba cerca del 90% de la oposición al tirano. Su autoridad solo era contestada por el llamado Comité Nacional de Coordinación para el Cambio Democrático, una organización apoyada por Arabia Saudí, que veía con malos ojos el dominio de los Hermanos Musulmanes en el SNC.
Acorralado, Al Asad aprovechó semanas después el primer regalo que le concedió la comunidad internacional para agarrarse al salvavidas que hasta la fecha le ha permitido sobrevivir: la fractura de aquellos que solo compartían la ambición de derrocar su régimen. Inducida por las tesis de Riad, en octubre de 2011 la entonces secretaria de Estado norteamericana, Hillary Clinton, retiró el reconocimiento al SNC y exigió un nuevo liderazgo “más apegado a los sucesos sobre el terreno”. La decisión, que favoreció a la coalición auspiciada por la monarquía wahabí, quebró la frágil unidad tejida en torno al citado grupo y sembró la semilla de la discordia que debilita a la oposición siria, tanto política como armada. Carcomida por las desavenencias internas y los intereses de terceros, a día de hoy es una enrevesada amalgama de partidos y milicias, desconectada y desacreditada, que ni siquiera ha logrado el más importante de los objetivos: capturar una ciudad en el interior del país en la que establecer un gobierno alternativo que socave la hegemonía administrativa de Damasco.
No existe un gobierno alternativo que socave la hegemonía administrativa de Damasco
Aparte del grupo yihadista Estado Islámico (EI), cuyos objetivos y estructura son totalmente diferentes, dos son los tentáculos principales de la oposición: uno denominado laico, sostenido en la llamada Coalición Nacional para la Fuerzas Revolucionarias y de Oposición Sirias —una suerte de gobierno en el exilio— y en los despojos del también atomizado Ejército Libre Sirio (FSA); y otro islamista, mezcla de heterogéneos movimientos salafistas, señores de la guerra apoyados por monarquías del golfo Pérsico y grupos radicales conectados con la red terrorista internacional Al Qaeda y el propio EI. Los vínculos y alianzas mutuos son tan tenebrosos como cambiantes, sujetos tanto a la veleidad de la propia guerra como a los intereses de los servicios de Inteligencia extranjeros implicados.
Igual de intrincadas son las relaciones entre ese gobierno en el exilio y las fuerzas armadas nacidas al socaire del FSA. En diciembre de 2012, nada más constituirse la nueva estructura política, oficiales desertores crearon una suerte de comando general unificado, liderado por el general Salim Idris y supervisado por un ente superior conocido como el “grupo de los 30”. Su deseo era canalizar los fondos y las armas procedentes de estados amigos en busca de una mayor eficiencia. El proyecto jamás se consolidó. Horadado por las mismas controversias que alejan a los actores políticos, comenzó a deshilacharse en febrero de 2014, fecha en la que Idris fue relevado. Desde entonces, y hasta el pasado mes de junio en que el líder opositor, Jaled Joya, ordenó su disolución, tres generales distintos han ocupado el puesto en medio de protestas y disputas.
Una miríada de actores
En agosto de 2014, un grupo de predicadores islamistas, entre ellos varios conocidos miembros de los Hermanos Musulmanes, lanzó una nueva iniciativa —conocida como Watasimo— para sustituir al FSA y crear un mando rebelde alternativo. Apoyada por empresarios cataríes y figuras del salafismo, en apenas unas semanas logró el apoyo de medio centenar de milicias adscritas al FSA y de miembros de la Coalición Nacional para las Fuerzas Revolucionarias y de Oposición Sirias. Tres meses después se constituyó en la ciudad turca de Gaziantep el denominado Consejo del Comando de la Revolución (RCC), una coalición militar de la que solo quedaron excluidas las facciones más radicales: Jabhat al Nusra (Frente al Nusra), fundado por EI, y la plataforma Ansar al Din —conformada por cuatro grupos muyahidín—, además de las Unidades de Protección Popular (YPG, por sus siglas en kurdo), principal alianza de grupos kurdos.
El pasado 19 de julio, en contra de los planes de la Coalición Nacional para reformar el mando del FSA, el RCC promovió la creación de un nuevo Consejo Militar Supremo para coordinar a todas las milicias del norte del país, incluidos los islamistas de Ahrar al Sham. Dos meses después, 29 grupos armados, muchos de ellos miembros del RCC, emitieron un comunicado conjunto en el que se adherían al proceso de diálogo promovido por el enviado especial de la ONU, Stefano de Mistura, y daban su apoyo al Comunicado de Ginebra, primer documento para la paz redactado en 2012. Según Aron Lund, experto del
think tank Carnegie Endowment for International Peace, entre los firmantes se hallan tanto los islamistas de Ahrar al Sham como el misterioso Frente Sur —apoyado por Washington—, además de grupos leales al FSA, como el famoso Batallón 101.
Aparte de EI, la oposición cuenta con dos tentáculos principales, uno laico y otro islamista
Junto al revoltijo laico, otra miríada de grupos salafistas y yihadistas combaten tanto al Ejército sirio como a EI con objetivos bien distintos. Una parte de ellos están vinculados con Al Qaeda, otros reciben armas, munición y pertrechos de los servicios secretos del golfo, Jordania o Turquía, y el resto son productos autóctonos nacidos de la estrategia del régimen de mantener dividida a la oposición. A esta última categoría pertenece Jaish al Islam, fundado en 2013 por Zahran Alloush. Presionado por el avance de la oposición, Bashar al Asad decretó en 2012 una amnistía general que supuso la liberación de cerca de 1.500 radicales vinculados con organizaciones yihadistas. Entre ellos el mismo Alloush, hijo de un clérigo condenado a muerte en Siria y exiliado en Arabia Saudí. El comandante, de 46 años, manda ahora una fuerza integrada por 45 facciones que controlan la zona meridional de Douma y las estribaciones de la capital. Su objetivo declarado es establecer una suerte de califato, distinto al de EI.
Vinculado a Al Qaeda, pero fundado por uno de los principales ayudantes del autoproclamado califa, Jabhat al Nusra es una de las fuerzas yihadistas más poderosas y “antiguas” de la guerra civil siria. Integrada por salafistas locales, muchos exconvictos, sus divergencias con EI estriban en la organización política futura, una vez el régimen de Al Asad, su verdadero enemigo, haya sucumbido. A su vera combaten decenas de plataformas similares más, cada una con arraigo mayor o menor en cada una de las provincias en disputa (principalmente Iblib, Alepo y Homs). Destacan Ahrar al Sham y Jaish al Fatah.
El tercer bastión lo forman las YPG, milicia kurdo-siria formada en julio de 2012, y el Partido de la Unidad Democrática (PYD), extendido en la región fronteriza con Turquía. Además de controlar una estratégica zona denominada Rojava, ganaron fama mundial cuando arrebataron a EI la ciudad de Kobani. Con cerca de 40.000 voluntarios, algunos expertos la vinculan con los rebeldes kurdos del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), del turco Abdulá Ocalan. Sin embargo, su dirección insiste en que solo reconoce la autoridad del señor del Kurdistán iraquí, Masud Barzani.