Hace 10 años que aquella mujer de la RDA, aún joven, con un peinado imposible y la comisura de los labios siempre hacia abajo, juró el cargo de canciller ante el Parlamento alemán el 22 de noviembre de 2005. A
Angela Merkel casi nadie le auguraba un gran futuro tras haber ganado las elecciones por un escaso margen. Hoy es la tercera canciller —tras
Konrad Adenauer y
Helmut Kohl— que ha regido el destino del país más industrializado de Europa durante más de un decenio. Pero ¿hay algo que celebrar? Muchos no lo creen. Hacía tiempo que un alemán no era tan impopular entre sus vecinos. Merkel
con bigotito hitleriano, Merkel Manostijeras: así la muestran en las manifestaciones de los países europeos más castigados por las crisis.
La mano de hierro de la gestora germana de la crisis ha salvado el euro a expensas de turbulencias entre los más débiles y en beneficio de la economía alemana, que funciona mejor que nunca. “Estoy sola, pero no me importa porque tengo razón”, dijo en plena crisis del euro. Esta seguridad se podía apoyar en el reconocimiento de los alemanes: “mami”, como la llaman con sorna pero también con respeto, era intocable en el ámbito de la política interna, solo comparable con Adenauer.
La líder democristiana era tan fuerte que la dirección socialdemócrata se planteó si aún tenía sentido designar un candidato de la oposición para las siguientes elecciones parlamentarias. Pero ahora crecen las dudas sobre la canciller, entre su pueblo y hasta en su propio partido. ¿Ha ido demasiado lejos al mostrarse dispuesta a acoger en el país a miles de refugiados? Hasta los dos miembros más destacados de su gabinete, el ministro del Interior y el de Hacienda, se han declarado contrarios a la política de puertas abiertas de Merkel. Los simpatizantes del partido observan con horror a quienes, en muchas ciudades alemanas, pintan lemas xenófobos en las paredes y prenden fuego a los centros de acogida.
Ahora también se ven carteles ofensivos contra la canciller: hasta una horca para Merkel. Ante esta situación de emergencia, la canciller ha intentado recabar apoyo y solidaridad en Europa para resolver la ingente labor humanitaria a la que se enfrentan. Pero la mayoría de los socios de la UE ha cerrado las puertas a recibir a más refugiados. Aunque sea la mujer más poderosa y temida de Europa, Merkel se ha quedado sola. Después de 10 años en la cancillería, es evidente que ha fracasado. No en la crisis del euro, (aún) no en la de los refugiados. Angela Merkel ha fracasado en Europa.
Alemania y la Europa unida
Alemania siempre ha sido una fuerza impulsora de la Europa unida. Adenauer (junto con los franceses) alumbró la idea en los años 50 como modelo de paz para un continente asolado por la guerra. Y Kohl, el otro gran predecesor de Merkel, allanó el camino para el euro. Diez años después, cuando la crisis puso de relieve los defectos estructurales de la divisa única y los socios más débiles amenazaron la supervivencia del sistema, fue la canciller alemana la que anunció: “Si fracasa el euro, fracasa Europa”.
Merkel sabe gestionar el caos, pero no es una visionaria. Ahora se paga lo que no supo hacer cuando podía
Merkel volvió a asumir —de nuevo junto con Francia— el liderazgo del gran proyecto continental: salvar el euro, salvar Europa. Hasta aquí llega la historia gloriosa del papel de Alemania en el continente. Después se interrumpe.
Merkel dejó escapar la ocasión histórica que trajeron la crisis y las turbulencias del euro. A la vista de la brecha política y social entre los estados europeos a consecuencia del endeudamiento —el peligroso desequilibrio entre riqueza y pobreza en una UE con valores comunes—, habría sido perentorio crear instituciones solidarias.
A la crisis se debería haber respondido con un gobierno europeo fuerte, capaz de corregir las disparidades y buscar el interés común. Al mismo tiempo, ello habría supuesto el paso decisivo hacia la formación de los Estados Unidos de Europa. Mediante, como mínimo, una comunitarización de la política fiscal y económica y una democracia que alcanzase e hiciese respetar los pactos entre políticas de austeridad y gasto, la crisis habría podido llevarnos a una Europa fuerte y solidaria.
Promover algo así le correspondía a Alemania, que disponía del suficiente dinero y prestigio en Europa y en el mundo. E imponer algo así le correspondía a Merkel, que entonces también disponía del poder suficiente. Pero la canciller eligió otro camino. En un
discurso pronunciado en 2010 en Brujas ante el Colegio de Europa, declaró que la Unión no saldría de la crisis con el “método comunitario”, sino con el que denominó “nuevo método unitario” de decisiones acordadas entre gobiernos: en Europa, la última palabra no debían tenerla las instituciones de la UE en Bruselas, la
Comisión, el
Consejo o el
Parlamento. Todo debía tratarse al margen de Bruselas, “intergubernamentalmente”, entre los gobiernos de los estados miembros.
El método Merkel: unidad sobre el destino de Europa entre los bastidores de cada centro de gobierno, caso por caso. El Consejo Europeo actuaba sin legitimidad democrática. Y Merkel gobernaba Europa. Que sucediera así —en contra de una idea muy difundida en España— no se debió a las ansias de poder de Merkel como gestora de la crisis. Fue por un simple manejo habilidoso de las circunstancias: ante la necesidad de soluciones urgentes, a los pragmáticos de la política europea les pareció más razonable optar por encuentros rápidos
ad hoc que por proyectos reformistas en Bruselas.
“No hay otra alternativa”
Un método de gestión del caos que Merkel sigue practicando: aguanta, con nervios de acero, hasta que la crisis es tan grave que las soluciones implacables parecen más aceptables que continuar con los debates. Y entonces ¡zas!, cuando acaba una reunión toma una decisión porque “no hay otra alternativa” (el famoso TINA: “
there is no alternative”). ¿Y a quién le iba a extrañar que a Alemania le fuera cada vez mejor? La canciller debía favorecer a su país, había jurado actuar como hace cualquier otro representante nacional en las rondas de negociación: procurando lo mejor para los suyos. Pero esta es precisamente la maldición de la Europa intergubernamental: en sus rondas, nadie ha jurado defender el interés común europeo. Por eso en Europa todo era TINA.
El entonces presidente de la Comisión,
José Manuel Durão Barroso, se lamentó de que todo se decidía al margen de las instituciones europeas. El comisario de Asuntos Monetarios, Olli Rehn, criticó el “exceso de interestatalidad”.
Romano Prodi constató resignado, al observar el curso del desastre: “Hoy la que decide es la señora”.
Alemania está desorientada. ¿Qué debe hacer con el enorme poder que ha recaído sobre ella?
La crisis de la deuda cedía la última palabra en la mesa de negociaciones al Gobierno que tenía más dinero que ofrecer. Y de nuevo, era el alemán. Así, la crisis ha dado a Berlín la hegemonía en Europa. Pero no todo son ventajas para una nación con un pasado tan difícil. Como ha ocurrido a menudo en la historia, ahora es poderosa, pero también está desorientada. ¿Qué debe hacer con el enorme poder que ha recaído sobre ella? Alemania es hegemónica, pero no sabe liderar, dicen los gobiernos europeos.
Merkel no tiene carisma. Sabe gestionar el caos, pero no es una visionaria. Y le toca comprobar que el método TINA tiene sus límites. Ahora se paga lo que Merkel no supo hacer cuando podía. La crisis de los refugiados se podría haber resuelto de haber tenido instituciones europeas fuertes, con poder para imponer a cada país su cuota de solidaridad correspondiente. Una agencia europea de los refugiados con el personal y los fondos suficientes, y que colaborase con la
ONU.
Pero esta clase de instituciones no existe porque no hay un gobierno europeo que funcione. Y Angela Merkel ha tenido que comprobar, muy a su pesar, adónde conduce el “método intergubernamental” con los gabinetes amigos de Europa: se ha negociado durante días y noches para concluir con apenas cuatro buenas palabras. Esta vez era Alemania la que pedía ayuda, pero en las capitales europeas no han atendido a la señora Merkel.
¿Liderar Europa? Quien quiera sacar al continente de la crisis necesita coraje y fuerza para dar de una vez el paso (antes frustrado) de la unificación europea: el “principio TINA” debe dejar paso al “método comunitario”. Europa necesita instituciones potentes y bien financiadas. Para ello, todos los gobiernos tienen que ceder parte de su poder a Bruselas. También Angela Merkel, que debería asumir el liderazgo volviendo al principio, al punto de bifurcación de Brujas cuando, en medio de la crisis del euro, anunció el “nuevo método unitario”. En el foco mismo de la crisis política europea debería adoptar otra decisión, una decisión mejor. Quizá aún no sea demasiado tarde.