23/11/2024
Análisis

Desafíos de la Unión Europea en 2016

La preocupación por la seguridad desplazará en atención a la economía en un año marcado por Brexit

Ignacio Molina - 08/01/2016 - Número 16
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Desafíos de la Unión Europea en 2016
Refugiados sirios e iraquíes se sientan frente a una furgoneta de la policía de Dinamarca en la frontera germano-danesa. NOEL Fisker / AFP / Getty
https://www.ahorasemanal.es/diez-anos-despues,-merkel-se-queda-solaEl año que acabamos de dejar atrás ha sido muy complicado para la Unión Europea. Hemos asistido a situaciones tan graves como la que protagonizó al comienzo del verano Grecia cuando, atosigada por sus socios y acreedores, estuvo al borde mismo del europrecipicio; o la que arrancó inmediatamente después con una llegada masiva de refugiados a la que aún hoy sigue sin sabérsele dar la respuesta política y operativa que exige ese enorme reto humanitario. Tratar de consolarse pensando que 2015 ha sido solo un annus horribilis, a modo de desafortunado paréntesis que acaba de cerrarse para dar ahora paso a un panorama mejor, no dejaría de ser un inútil ejercicio de autoengaño. Basta con ampliar la mirada por el retrovisor del tiempo para darnos cuenta de que la UE lleva ya una década encadenando sinsabores y dificultades. 

La década perdida

En efecto, si entre 1985 y 2005 los europeos vivimos 20 años históricamente positivos —que incluyeron el exitoso despliegue del Mercado Interior, la ampliación desde 10 a casi 30 miembros, el fin del Telón de Acero, la unión monetaria o el nacimiento de la política exterior común—, desde que los franceses y los holandeses rechazaran el Tratado Constitucional en referéndum no han dejado de acumularse los malos momentos. En el ámbito de la prosperidad, la profunda recesión económica iniciada en 2007 mutó luego en una interminable crisis de deuda en la periferia europea que ha estado a punto de llevarse por delante la moneda común y ha dejado grandes cicatrices políticas y sociales.

En el ámbito de la seguridad, las fronteras orientales y meridionales llevan varios años sometidas a una enorme tensión, incluyendo la nada disimulada rivalidad estratégica con el gigante ruso o la desestabilización en tantos países del Mediterráneo árabe (situación de alerta que afecta también al corazón del continente, como ha quedado demostrado con los recientes atentados terroristas de París o las escenas de Bruselas en estado de sitio).
 

La confianza de la ciudadanía europea en el proyecto de integración no ha dejado de erosionarse 

Como colofón —o más bien corolario— de este sombrío paisaje, la confianza de la ciudadanía hacia la Unión no ha dejado de erosionarse. Como subraya Luuk van Middelaar —un joven historiador que escribía los discursos del anterior presidente del Consejo Europeo, Herman Van Rompuy—, la legitimidad de la integración descansa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial sobre tres frágiles pilares: la idea de compartir una imprecisa identidad supranacional que ayude a superar aquellos viejos nacionalismos que tanto daño habían causado, el progreso material proporcionado por el libre mercado y ciertas políticas redistributivas y  la supuesta mejora de la calidad democrática que implica formar parte del proceso.

Sin embargo, en estos últimos años muchos ciudadanos están empezando a creer que la Unión más bien contribuye a lo contrario en los tres frentes: a ensanchar divisiones entre los países con la propagación de viejos estereotipos, a reducir el bienestar a golpe de recortes o mera desregulación, y a desplazar el ejercicio de la política en beneficio de fórmulas tecnocráticas. Todo ello es terreno abonado para el auge de fuerzas euroescépticas y populistas. A día de hoy, estas ocupan ya importantes cuotas de poder gubernamental en capitales tan importantes como Londres, Varsovia, Praga, Atenas, Budapest, Helsinki o Copenhague.

La situación es casi peor en Francia, Italia, Holanda y Austria, donde algunas encuestas sitúan en primer lugar a partidos directamente eurófobos. E incluso en Alemania, que sigue siendo el referente del europeísmo, no dejan de crecer las dudas sobre el compromiso y liderazgo que les corresponde ejercer. Incluso en la península ibérica, donde el sentimiento proeuropeo sigue siendo alto entre todas sus élites, los sondeos muestran una caída brutal de la confianza popular en la UE que podría agravarse si a sus nuevos gobiernos se les exige más austeridad.

Perspectivas sombrías

¿Qué supondrán entonces los próximos 12 meses para esa Europa en horas bajas? ¿Es previsible una reversión de la tendencia o más bien debemos pensar que la UE seguirá sufriendo muchos sinsabores y gozando de pocas alegrías? Las perspectivas no son desde luego halagüeñas. Si se empieza la mirada en el terreno económico, los rescoldos de la crisis siguen vivos y el frágil crecimiento está amenazado por tensiones externas —que vienen sobre todo de Asia— y por debilidades internas, entre las que destaca la dificultad para que surtan efecto los estímulos del BCE, el aún elevadísimo endeudamiento y, por supuesto, los bien conocidos desafíos estructurales que van desde la baja competitividad a las sombrías proyecciones demográficas.

Las buenas noticias podrían venir si se produjeran sólidos avances en la futura gobernanza del euro o en las negociaciones comerciales del por otro lado controvertido TTIP. Sin embargo, no deben ponerse demasiadas esperanzas en ninguno de esos dos dosieres mientras no acabe el largo ciclo electoral que arranca ahora en EE.UU. y durará hasta verano de 2017, cuando se hayan celebrado elecciones en Francia y Alemania.

De hecho, en el año nuevo la preocupación por la seguridad desplazará en atención a la economía. Pero la forma de afrontar esa dificilísima agenda —que incluye las guerras civiles en Siria, Irak o Libia, la situación en Ucrania, las crecientes tensiones entre Irán y Arabia Saudí, los flujos humanos incontrolados o la posibilidad de nuevos atentados— no parece que vaya en el sentido de fortalecer la unidad europea.
 

El populismo ocupa importantes cuotas de poder gubernamental en capitales como Londres o Varsovia 

Las diversas suspensiones en la aplicación del Convenio de Schengen o la dificultad para asignar cuotas de demandantes de asilo son una muestra de que los estados miembros, y sus opiniones públicas, están en fase de repliegue y que Bruselas no tiene autoridad política ni capacidad de gestión para liderar estos desafíos. Ni siquiera la canciller federal Angela Merkel parece capaz de imponer su visión ciertamente valiente en la crisis de refugiados mientras el presidente François Hollande ha dejado claro que la respuesta al terrorismo y a ISIS será fundamentalmente intergubernamental.

La amenaza del referéndum

Por si el panorama no fuera ya suficientemente delicado, 2016 vendrá además marcado en Europa por la negociación entre los Veintiocho de las demandas presentadas por el primer ministro británico, David Cameron, para reconsiderar el estatus de su país dentro de la UE, como paso previo a un referéndum a celebrar probablemente a lo largo del año. Es muy difícil, o quizás imposible, que algunas de sus pretensiones puedan ser satisfechas.

No es factible, por ejemplo, modificar ahora el Tratado de la UE para que la hermosa idea de “una unión cada vez más estrecha” deje de aplicarse a Reino Unido. Ni que los miembros de la eurozona acepten que todas las monedas de la Unión tendrán la misma importancia para tener en cuenta forzosamente a quienes, como pasa con los británicos, desean mantener su soberanía monetaria. Pero el mayor obstáculo para llegar a un acuerdo reside en la pretensión de Londres de dificultar la libre circulación de personas —una de las grandes libertades fundamentales del Mercado Interior— limitando durante cuatro años los beneficios sociales de los ciudadanos comunitarios que lleguen a Gran Bretaña.

Incluso si los socios fueran muy constructivos y ayudasen a que Cameron proclamara domésticamente que ha triunfado en esa negociación, no está nada claro que pudiera impedirse un triunfo en el referéndum de la opción Brexit auspiciada por el ala más euroescéptica del Partido Conservador o los simpatizantes de UKIP. Un desenlace así sería demoledor para el proyecto europeo y, entre otras consecuencias tal vez más graves, reabriría la apuesta del nacionalismo escocés por la secesión y readhesión a la UE, una perspectiva que preocupa mucho en Madrid y entusiasma poco en Bruselas. Tampoco sería justo cerrar de manera tan pesimista este breve análisis sobre los desafíos que aguardan a Europa en este año que arranca. La Unión, en medio de esa descomunal prueba de esfuerzo a la que se ha visto sometida en la última década, sigue resistiendo como organización efectiva y ofreciendo incluso algunos logros. 

Algunas notas positivas

Por ejemplo, merece la pena destacar positivamente la proactividad politizada que está imprimiendo a la Comisión Jean Claude Juncker
en el año y medio que lleva ejerciendo como presidente. En el terreno diplomático, el activismo de su alta representante Federica Mogherini ofrece ya un buen balance en lo sustantivo —con el reciente acuerdo sobre la no proliferación nuclear en Irán o el relativo cierre de filas con las sanciones a Moscú desde la anexión de Crimea— y en lo operativo, que se traducirá en una nueva Estrategia Global a presentar antes del próximo verano. Si la aplicación del reciente acuerdo sobre cambio climático avanza razonablemente y si Hillary Clinton es elegida presidenta de EE.UU., 2016 traerá también buenas noticias para la UE en su afán por afirmarse como polo de poder mundial. 

Además, si la economía no da grandes sustos y el petróleo sigue barato, si avanzan las conversaciones para la reunificación de Chipre y si se ponen los cimientos de una política de migración y asilo común —con la que además se aproveche para reconectar a la Turquía de Erdogan, ahora inmersa en cierta deriva autoritaria, hacia un renovado horizonte europeo—, el balance dentro de 12 meses podría ser incluso positivo o, al menos, algo mejor que como han acabado los últimos años. Sobre todo si finalmente los británicos deciden no abandonar el barco y siguen
dándonos la entrañable lata denunciando la Política Agrícola Común o los presuntos excesos de los “eurócratas”.