Contra el puritanismo
En lugar de dejarse llevar por un impulso desordenado de limpieza, habría que hacer por mejorar lo que hay y más o menos funciona
Hay muchas razones para querer ocupar el poder saltándose las normas habituales de la democracia, y una puede ser, ciertamente, llegar a ser estrella de la televisión, cumplir de un modo particular el sueño de Warhol y la fama: descubrir la vocación por la pequeña pantalla y convertir cada acción política, cada viaje de Estado o consejo de ministros en una sección del programa. Se dice a veces aquello de que quien escribe un diario puede verse absorbido por el propio diario, vivir en función de lo que va a escribir en él. Pero esta dependencia quizá no sea tan poderosa como la de quien tiene un programa de televisión con contenidos que ha de renovar cada semana, o cada día, y donde uno es el protagonista. La caída del presidente Maduro tiene que ver sin duda con que su figura no funciona de la misma manera como personaje televisivo, tal vez más que con la crisis —Chávez hubiese sabido convertir mejor la carestía de su país en una supuesta agresión exterior, etcétera—.
En la democracia la imperfección y la enfermedad forman parte de su propia definición
En nuestro país, después de que algún humorista español rechazase la propuesta de hacer un programa financiado por el régimen iraní, apareció un profesor joven de universidad, Pablo Iglesias, dispuesto a hacerse cargo del proyecto. Si se trataba de combatir al capitalismo, cualquier medio parecía justificado. Luego vino el salto a platós de cadenas de mayor audiencia, que encontraron en el debate político, sorprendentemente, un éxito continuado, siempre y cuando estuviesen presentes estas nuevas figuras que se apartaban de la manera de vestir y de comportarse habituales entre los políticos, y que hacían que todo fuese, en cierto modo, “divertido”, incluidos sus monólogos de indignación. Ellos no eran políticos, sino que se presentaban como “la gente”. Y los directivos de las cadenas se frotaban las manos viendo cómo este fenómeno sustituía en interés público a antiguos programas como Gran Hermano o La isla de los famosos, con quienes podríamos encontrar no pocos paralelismos. Entre otros, la idea central de que vivir es no dejar de salir en la pantalla. Hacerlo es quedar descalificado del concurso. Hay que salir en la pantalla todos los días, y los inicialmente considerados antisistema que se agruparon en torno a Podemos lo consiguieron, sin necesidad de haber tomado el poder y de haberse hecho con el control de la televisión, lo que está entre sus objetivos manifiestos. Y aquí está la parte de irresponsabilidad que ha habido entre quienes, como si las cosas en el fondo no les importasen mucho, y estuviesen dispuestos a creer ciertamente que nuestra democracia no es algo de mayor calidad o que se pueda distinguir del anterior régimen franquista, les dieron un espacio central en los medios y los trataron como algo simpático y entretenido.
Otra cuestión que tiene que ver con la democracia y la enfermedad es la capacidad de asumir que nuestro pasado está lejos de ser limpio. Sabemos que la utopía consiste, en última instancia, en la negación del mal, en su extirpación. Por tanto, quienes defienden la utopía —o el totalitarismo, que en última instancia viene a ser igual— se consideran descendientes de una estirpe limpia, lo que, a sus ojos, los legitima para hacer desaparecer cualquier vestigio del mal. Hablo, claro está, del impulso por borrar nombres de calles que no sean de su gusto o quitar estatuas, lápidas o monumentos, pero no solo hablo de eso. Si el nacionalismo se basa en el mito de llevar hasta su esplendor el germen de un pasado —de no ser así, es difícil distinguirlo de la simple xenofobia—, el utopismo se sirve del mito de un futuro para depurar el presente. El mejor periodo de la historia de España, que son estas décadas de democracia e integración internacional que hemos vivido, fue posible porque precisamente asumimos nuestra carga de mal, de vergüenza, y hemos sido capaces de vivir con ella, de cruzarnos con ella. Además, como se ha indicado, es absurdo limitarse a depurar solo los recuerdos del franquismo, y no continuar con Primo de Rivera y, más allá, con las monarquías del Antiguo Régimen y las muchas estatuas y relieves que quedan de ellas en las calles, y los nombres de santos que convivieron con la Inquisición o las estatuas romanas, como la del César Augusto, que da nombre a la ciudad en que vivo, Zaragoza, cuando se trataba de una civilización que toleraba la esclavitud y sofocó la revuelta de Espartaco. Realmente uno puede dudar de si lo que se busca con este afán completo de limpieza, de pedigrí, es acabar con los enemigos de la democracia o, más bien, con la democracia. Si me giro de la silla y tuviese que aplicar esta teología de la pureza a los libros de mi biblioteca, ¿qué autores quedarían en las baldas? Pocos, ciertamente, y quizá no los mejores. ¿Debería desprenderme de mis volúmenes de Josep Pla, por sus días franquistas, o de los ensayos de Chesterton, por sus debilidades católicas y proselitistas, o de los libros de Semprún, por haber pasado por el comunismo doctrinario, o de los de Ayan Hirsi Ali, por haber estado entre los Hermanos Musulmanes antes de su apostasía, o de los de Ramón J. Sender, por haber regresado de su exilio cuando Franco aún no había muerto? Aunque no tengo que girarme ni siquiera de mi silla, basta con que piense en mí y en los errores que he cometido en mi vida, en las asociaciones a las que he pertenecido o he apoyado, en las cosas que en un momento u otro he dicho o en las personas que he herido. ¿Debo arrojarme por el mismo barranco al que echemos todos los restos del pasado que no nos gustan?
El mejor periodo de la historia de España fue posible porque asumimos nuestra carga de mal
No digo, claro está, que con la llegada de la democracia no fuese preciso restituir muchos nombres de calles y de plazas, o recuperar de la memoria aquello que se debía. Pero no es eso de lo que hablo, sino de un impulso desordenado y malsano de limpieza. Y, por otra parte, si bien cualquier demócrata tiende a sentirse republicano, sucede que cuando la república se convierte en un mito, en una especie de utopía que ha de recuperar una llama sagrada que prendió durante la Segunda República Española, muchos demócratas nos sentimos entonces inclinados hacia la institución monárquica. Porque la reivindicación de la república en España es en buena medida el caballo de Troya de afanes que poco tienen que ver con vivir en libertad, o con la igualdad legal de los españoles. Como suele decirse, no se trata de elegir entre el bien y el mal, sino de hacer por mejorar lo que hay y lo que más o menos funciona.
He estado leyendo estos días a Ernst Jünger, con cierto desagrado, por cierto. Desde su elitismo le gusta repetir el dicho de Heráclito de que uno vale más que diez mil. Naturalmente, quien lo dice no se siente entre los diez mil, y quien lo lee con agrado tampoco. Pero, de igual modo, no es menos detestable el otro extremo, quien se presenta como “la gente”, quien dice: “Somos los diez mil”. Porque en el fondo son dos maneras simétricas de despreciar a la gente. Es un punto medio delicado el de la democracia.