De entre las lecturas de este verano, he dado con algunos pasajes que tienen que ver con la educación y que me parece oportuno citar. Su contenido puede parecer algo abstracto o desvinculado de la actualidad, pero se ha de pensar que en todo buen gobierno las acciones particulares proceden siempre de ideas generales. Lo contrario nos lleva a un pragmatismo de urgencia que a la hora de la verdad no resulta ni siquiera práctico. La educación, por tanto, se basa en un respeto a las ideas, y no solo a las ideas de los otros —que es en lo que siempre se suele incidir—, sino a las ideas mismas. Porque la tolerancia es un valor que se subordina al del amor a la verdad, y no al revés. No se puede ser tolerante, como a veces se explica, con las ideas y los comportamientos del intolerante. La educación empieza por un amor a la verdad y al conocimiento.
La educación, por otra parte, puede servir para corregir desigualdades e injusticias sociales, pero uno puede preguntarse si de verdad es ese su objetivo primero. Su objetivo parece más bien que sea, en primer lugar, formar personas —que desearán, si están bien formadas, la justicia en la sociedad—, y, a un tiempo, transmitir saberes. Hay cierta manera de pensar que lo que anhela es un Estado que tenga el monopolio de la educación, con el fin de, desde esta exclusividad, acabar con la desigualdad social y los modos de comportamiento que se consideran incorrectos o desviados. Sin embargo, otra manera de pensar, que debe ser considerada, prefiere un modelo mixto, donde haya entidades públicas, semipúblicas y privadas, velando por que se llegue a un equilibrio entre los dos principios básicos en esta materia: la libertad de los padres para decidir sobre la enseñanza de sus hijos —tal y como recoge nuestra Constitución
El objetivo de la educación es, en primer lugar, formar personas y, al tiempo, transmitir saberes
— y la igualdad de oportunidades de todas las personas dentro del Estado. No hay fórmulas mágicas para alcanzar el equilibrio perfecto, pero, sobre todo en lo que respecta al segundo principio, no parece que estemos haciendo las cosas del todo bien. El hecho de que los colegios concertados en España sigan siendo en su mayoría religiosos ha desnaturalizado la discusión sobre este asunto, haciendo que sea el debate sobre la educación religiosa el punto central, en lugar de serlo el derecho de las iniciativas particulares al acuerdo educativo con el Estado, y a repartir con ellas la responsabilidad de educar y de favorecer de la misma manera la igualdad de oportunidades mediante becas, cupos de matrículas u otra clase de iniciativas.
Una tercera idea hacia la que quiero apuntar es la de que en los colegios e institutos se debe hablar de todas las cosas, y no pensar que hay campos restringidos a la familia y a la religión. Estoy, desde luego, con quienes consideran un error que la religión forme parte, como en la última ley de educación, del sistema oficial de enseñanza y de su evaluación. A la vez que pienso que el centro de enseñanza no se debe limitar a transmitir conocimientos “objetivos” —cosa difícil de precisar, por otra parte—, sino que debe ser un lugar donde, mediante asignaturas específicas, o dejando un lugar específico dentro de las asignaturas comunes, se traten asuntos de actualidad, se expliquen los principios de nuestra convivencia y de nuestras instituciones y se aborden en profundidad cuestiones morales. Esto no es “adoctrinar”, sino situar en la esfera de lo público lo que es público y enseñar a razonar y dar explicaciones de las cosas en las que creemos. Los alumnos, conforme crecen, tienen derecho a que en la escuela puedan conocer puntos de vista diferentes de lo que oyen en sus familias o en su entorno inmediato. Tienen derecho a aprender a pensar con la mayor libertad posible y a expresarse en público. Los profesores que impartimos esta clase de asignaturas, para las que, en sentido estricto, no creo ni siquiera que exista una capacitación específica, nos equivocamos a menudo y decimos en voz alta cosas que no siempre son acertadas, pero hay que pensar que más importante que lo que decimos es el hecho de estar ahí, delante de los jóvenes, tratando de dilucidar qué cosa es la vida buena, la sociedad buena, o por qué cosas vale la pena esforzarse. El hecho de estar ahí de pie, de titubear, de leer unos textos y otros, de mostrarnos firmes a veces, de equivocarnos, de dar la palabra al alumno, es ya importante. Si esa actividad se hace con el respeto y el afecto debidos, no nos equivocamos.
Pero he dicho que iba a traer aquí algunas citas. La primera es del libro de Pascal Bruckner
Un buen hijo, publicado en castellano la pasada primavera. El autor describe en él a su padre, un antisemita y filonazi, lo que da lugar a un relato autobiográfico y a una reflexión extensa. En esa reflexión Bruckner hace una crítica de los intelectuales, como cuando describe las intervenciones de un Sartre decadente al que los jóvenes mandan ya callar: “La revuelta autoritaria estaba en su apogeo: todo el mundo se tuteaba, un premio Nobel no sabía más que un bachiller. Entre aquella masa juvenil se percibía el placer de cerrarle el pico a un monstruo sagrado, de rebajarlo al nivel de la masa”. Y dice sobre la labor del profesor algo que, por común que parezca, creo oportuno volver a copiar: “Lo maravilloso del oficio del profesor sucumbe por el hastío de la repetición si no está permanentemente inspirado por una especie de vibración misional, si no es el arte de captar las almas, de levantar los corazones”. Por eso se puede decir que la pedagogía no es en sentido estricto una ciencia. Se puede aprender de ella, pero la chispa que mantiene encendido el motor del docente es cierta clase de confianza, de generosidad, de impulso. De cierta idea del bien. Y, por otra parte, nada es más inspirador para un profesor que el recuerdo de los buenos profesores que tuvo, de aquel impulso del que él se benefició. Es, en definitiva, una actividad humana.
Hay que buscar el equilibrio entre la libertad de los padres para elegir y acabar con la desigualdad social
La siguiente referencia es del ensayo
El hombre rebelde de Albert Camus —todo el libro se puede leer como un manual docente—. Se pregunta en él sobre cuál debe ser la rebeldía humana y denuncia el espíritu revolucionario de raíz desencaminada. Recuerda el caso del revolucionario Tkachev y su propuesta de acabar con todos los rusos de más de 25 años “por considerarlos incapaces de aceptar las nuevas ideas” —Platón, totalitario en algunos de sus puntos de vista, propone algo parecido en uno de sus diálogos—. Podemos pensar que toda educación que pretenda partir de cero, hacer tabla rasa, es inhumana y solo puede conducir al crimen. La educación parte de la sociedad y es un derecho que el Estado ha de asegurar, lo que no quiere decir que la educación, entendida como ideología del Estado, tenga como objetivo dirigir a la sociedad. La cita de Camus que quería copiar es esta: “La revolución consiste en amar a un hombre que no existe todavía. Pero el que ama a un ser vivo, si ama de veras, no puede aceptar el morir más que por aquel”.
Y la tercera cita es de Azorín, de sus
Confesiones de un pequeño filósofo, que vienen a ser una especie de memorias escolares. Es el único libro suyo de los que he leído en el que aparece un episodio de naturaleza sexual, lo que no deja de ser extraño en un autor que sobrepasó el centenar de títulos. Pero el capítulo que me ha conmovido es aquel en el que describe que a los escolares se les permitía tener una “arquilla”, una caja de madera donde guardar sus dulces de membrillo, sus lápices, sus calcomanías y sus pequeños objetos de colección. Un día un escolapio considera que esa costumbre de las arquillas es “abominable” y obliga a entregarlas al profesor. Escribe Azorín: “Todavía hoy me siento indignado ante aquel despojo de mi propiedad, sagrada e inviolable”. El puritanismo, sea revolucionario o religioso, parece no comprender que el amor al hombre no puede partir del desapego hacia el mundo, del desprecio al placer o a nuestras minúsculas propiedades. Los libros transmiten ideas, pero también son a veces bellos, tersos al tacto, de olor evocador… Y no debe considerarse que ese gusto, esa sensualidad, está por debajo de las ideas que contengan las páginas, por elevadas que sean.