En su libro sobre las transformaciones del poder contemporáneo,
El fin del poder, Moisés Naím cita a Joschka Fischer, ministro de Asuntos Exteriores en el gobierno de coalición de los Verdes alemanes con el SPD de Gerhard Schröder, que reflexiona así sobre su experiencia política: “La arquitectura imperial de los palacios de gobierno enmascara cuán limitado es el poder de quienes allí trabajan”. Fischer hace, pues, toda una declaración de impotencia. Es la misma impotencia que experimentan muchos ciudadanos cuando comprueban que sus
“Aun con suerte y valentía, no podemos esperar demasiado de la política o creer que es omnipresente”
gobernantes no proporcionan soluciones eficaces a los problemas que les afligen. Pero hay una diferencia fundamental: el ciudadano suele creer que los gobernantes pueden hacer cosas, pero no quieren; Fischer sugiere que no pueden, aunque quieran. Se abre aquí una brecha entre las expectativas que genera la política y su verdadera realidad. Es la misma brecha que aprovechan los discursos populistas para persuadir al ciudadano de que, si las cosas se organizasen de otra manera, todo sería posible. Pero no lo es. La contumacia con que sostenemos últimamente que la política ha sido colonizada por la economía y ha estrechado el margen de las decisiones democráticas hasta extremos insospechados contribuye a agrandar la distancia entre expectativas y realidad. ¡Secuestro del
demos!
Se prohíben los refrendos, mandan los tecnócratas; no cabe mayor simbolismo. Es un terreno fértil para la estrategia tradicional del populismo, que llama a recuperar el poder de manos de las élites para devolverlo al “pueblo”. Pero tras ese populismo subyace una idea también peligrosa: que la voluntad política basta para lograr unos resultados sociales óptimos. O sea, que todos los problemas son políticamente resolubles, si así nos lo proponemos.
Ahora bien, conviene preguntarse si realmente es el caso para no llevarse a engaño sobre las verdaderas capacidades de la política y, con ello, comprender sus limitaciones. Pensemos en objetivos como el pleno empleo, la consecución de la igualdad de oportunidades, la pacificación de los conflictos interreligiosos o la felicidad de los ciudadanos. Ninguno de ellos puede abordarse sin instrumentos políticos; ninguno, tampoco, está al alcance de la política ni depende solamente de la misma. Podremos aproximarnos a ellos, en mayor o menor medida según cuál sea el acierto de las decisiones públicas, pero son difícilmente realizables. Frente al mito consolador de la política omnipotente se esconde la triste realidad de su parcial impotencia.
En realidad, no deja de ser una buena noticia que la política —entendida como actividad concertada canalizada por las instituciones estatales— no sea plenipotenciaria. Si lo fuera, la dictadura perfecta sería factible. De hecho, muchas catástrofes sociales tienen su origen en un acto de
hibris política, la sobrevaloración delirante de la capacidad del poder estatal para ordenar la realidad social: de la utopía racial hitleriana al Gran Salto Adelante maoísta. Bienvenidas sean, desde este punto de vista, las limitaciones. Y la conciencia humana de las mismas.
Cuando hablamos de los límites de la política, conviene distinguir entre dos clases distintas de impotencia. Por una parte, está la impotencia constitutiva de la política, que señala aquellos límites que la aquejan per se, como actividad orientada a poner de acuerdo a una pluralidad de sujetos con valores y preferencias diferentes y a menudo en conflicto. La política puede canalizar este conflicto, pero no hacerlo desaparecer. En palabras de Bernard Crick, autor de una conocida defensa de la política frente a sus adulteraciones: “Aun con suerte y valentía, no podemos esperar demasiado de la política o creer que es omnipresente”. Y ni que decir tiene que cuanto más compleja sea una sociedad, más difícil será
organizarla, porque mayor será la dificultad para la producción de resultados eficaces a través de la política. Por eso debemos hablar, por otra parte, de la impotencia sobrevenida de la política, que es aquella que viene impuesta por el aumento progresivo de la complejidad y ambivalencia sociales. Estos límites son externos, pero no meramente coyunturales, porque no pueden eliminarse, como pretenden los discursos nostálgicos que evocan los años dorados de la posguerra mundial.
Los límites de la política son hoy más visibles que nunca por el efecto del proceso de la globalización
Esos límites sobrevenidos son hoy más visibles que nunca debido al efecto que sobre las viejas soberanías nacionales está teniendo el proceso de globalización y su amplio juego de causas y efectos: digitalización, migraciones masivas, crisis demográfica, mayor competitividad económica. El Orden de Westfalia, símbolo del control del Estado sobre su sociedad, se ha convertido así, como sugirió la economista Susan Strange, en un
westfailure: el fracaso de una concepción absoluta de la soberanía. No es que el poder haya desaparecido, sino que se encuentra disperso, distribuido ahora entre un número mayor de actores. Esto dificulta la acción política concertada, sin suprimir por eso las posibilidades de la acción política. Después de todo, la erosión de la soberanía estatal ha ido acompañada de genuinos progresos democráticos: el debate público nunca fue tan extensivo ni el conocimiento experto más rico, los gobiernos más transparentes ni su escrutinio más severo, más anchas las democracias representativas (donde, por ejemplo, los movimientos sociales se han normalizado como forma de expresión de demandas políticas) ni más visibles las minorías sociales. Hay, en fin, virtudes en el desorden.
Si la constatación de que la política está sometida a unos límites —derivados de su impotencia constitutiva y agravados por una impotencia sobrevenida con el aumento imparable de la complejidad social— lleva aparejada alguna prescripción, solo puede ser la de reeducar nuestras expectativas como ciudadanos. Paradójicamente, ese difícil aprendizaje de la frustración tiene que servirnos para hacer política mejor y, con ello, una mejor política. Un ciudadano realista es más capaz de comprender los desafíos a los que se enfrentan sus representantes y se siente menos inclinado a abrazar las falsas soluciones populistas. Para ello hay que renunciar a la idea teológica del poder que todo lo puede heredada del pasado. Hecho esto, podremos reivindicar la potencia, relativa pero indudable, de la política.