Una vez, otra y aún otra más. Así, tropezando interminablemente con la misma piedra, los países occidentales han ido haciéndose corresponsables de la crisis sistémica que sufre hoy el mundo árabo-musulmán. Y ahora, con Siria e Irak en la cabeza (o, en otras palabras, con
Dáesh como principal enemigo a batir), todo parece dispuesto para añadir un nuevo error a los ya cometidos en
Afganistán e Irak.
En su origen, con Londres como hegemón mundial y con París tratando de sacar tajada de donde pudiera, la colonización europea permitió controlar unos territorios que servían como activos para competir en la liga de las potencias mundiales, para colocar a mano de obra excedentaria (colonos) y para controlar las mejores tierras, dedicadas al cultivo de productos que cubrieran las necesidades de las metrópolis europeas correspondientes (lo que incluye a Italia, en parte de la actual Libia, y hasta a España, en parte del actual Marruecos). Pero muy pronto, ya en plena I Guerra Mundial, se hizo evidente que lo más valioso que había en algunas de esas tierras era el entonces denominado oro negro: el petróleo (el gas vendría más tarde). Y desde entonces toda la estrategia occidental se ha fundamentado en garantizar la seguridad energética a toda costa.
Las reglas del juego
Con esa idea en mente, y ante el obligado proceso de descolonización impuesto tras el final de las contiendas mundiales, los países occidentales (con el sucesivo liderazgo de Londres y Washington) se han dedicado con fruición a un juego que, a grandes rasgos, se mantiene hasta la actualidad. Debe quedar claro, para entenderlo y para juzgarlo, que la prioridad fundamental ha sido siempre la estabilidad —entendida como mantenimiento del
statu quo impuesto desde su independencia— tanto de los países productores de hidrocarburos como de los que constituyen las vías de tránsito (terrestres y marítimas) hacia nuestros mercados. A fin de cuentas es allí donde se localizan al menos dos terceras partes de las reservas mundiales de petróleo y de gas.
Obama determina el nivel de implicación occidental, no solo en el plano político sino también en el militar
La primera regla, aplicando el mantra histórico de “divide y vencerás”, ha sido la creación de estados artificiales —ahí están Kuwait, Jordania, Líbano…— en los que se ha obligado a vivir juntos a comunidades que no solo no tienen ningún interés en convivir, sino que acumulan una larga lista de confrontaciones vecinales. Por un lado, eso ha bloqueado el sueño nacional de muchos pueblos —kurdo, baluchi, pastún…— y, por otro, ha alimentado la competencia interna entre actores locales deseosos de monopolizar el poder. No puede sorprender, en consecuencia, que eso haya generado una inestabilidad estructural (que ilusoriamente las potencias occidentales han creído siempre tener bajo control) con cada vez más frecuentes episodios violentos.
La segunda regla ha consistido en poner al frente de esos países (o, en su defecto, en apoyar a quien se hubiera impuesto a sus rivales por la vía que fuera) a dirigentes a los que únicamente hemos pedido que acepten su lugar subordinado en el juego, a cambio de garantizarles beneficios sin medida en la explotación de las riquezas nacionales. Más allá de las obligadas referencias discursivas, nunca ha estado en la agenda occidental la instauración de verdaderos estados de derecho, la democratización, el respeto de los derechos humanos o la atención a las necesidades básicas de unas poblaciones crecientemente frustradas con sus propios dirigentes (y, por extensión, con un Occidente que perciben como el principal sustentador de sus fracasados, autoritarios y corruptos gobernantes).
Por último, el juego se completó con la elección de aliados preferentes tan notorios como Israel (en clave de seguridad),
Arabia Saudí (en clave energética) e Irán (el de Reza Pahlevi, por supuesto, como forma de mantener el equilibrio regional frente a las aspiraciones de liderazgo iraquí). Como una simple muestra de esta última regla, lo que ha guiado la actuación occidental a partir del arranque del juego ha sido básicamente el enfoque cortoplacista, centrado preferentemente en recomponer el
statu quo imperante ante cualquier desajuste (como la irrupción de Ruhollah Jomeini, en Irán, o la victoria electoral de Mohamed Morsi, en Egipto), echando mano de actores e instrumentos circunstanciales (vistos, como Sadam Husein o Abdelfatah al Sisi, como aparentes soluciones coyunturales hasta su mutación en nuevos problemas).
Así, como meros ejemplos de un perverso ejercicio de cinismo y parcheo, no hemos tenido reparos en apoyar a los llamados entonces muyahidines (para forzar la retirada soviética de Afganistán, alimentando de paso la creación de Al Qaeda), a Sadam Husein (para tratar de frenar la revolución iraní), a los talibanes (para intentar pacificar Afganistán a principios de los años 90) y, siempre, a sátrapas y dictadores (ya fuera el régimen saudí o personajes como Mubarak, Ben Alí y hasta Gadafi). Aun siendo sobradamente conscientes de las carencias de ese tipo de aliados locales, nuestros gobiernos han entendido que la cruda defensa de los intereses geoestratégicos y geoeconómicos justificaba mirar para otro lado cuando violaban la ley internacional o los derechos humanos de sus propias poblaciones. Y eso explica también que tantas veces hayamos optado por jugar con fuego (bendiciendo golpes de Estado en Argelia y Egipto por temor a un islamismo político con innegable apoyo popular, desatendiendo las movilizaciones ciudadanas de estos últimos cinco años o alentando a Dáesh en su origen), por creer ingenuamente que nunca nos quemaríamos en él.
Y en ese modelo de relaciones —con las lógicas diferencias derivadas del distinto peso internacional de cada uno— se han movido desde hace décadas todos los gobiernos occidentales, gestionando (en lugar de resolviendo) los sucesivos contratiempos con la esperanza de que nada sustancial obligara a modificar unos parámetros que resultaban a la postre tan ventajosos. Por eso en este momento, cuando nos enfrentamos a un nuevo escenario de convulsión generalizada, debemos recordar que estamos atrapados en nuestro propio juego. Un juego que incluye ahora, tras los atentados de París del pasado 13 de noviembre, una acusada sobreactuación que no debe llevarnos a engaño al analizar lo que están planteando los principales actores occidentales.
Reparto de actores
Llama la atención, en primer lugar, el furor belicista que caracteriza a François Hollande. Aparentemente cómodo en su interpretación de lo ocurrido como un acto de guerra y en enfatizar que la respuesta será planteada en esos términos, parece no haber entendido que el balance de ese mismo proyecto por parte de George W. Bush nos enseñó que no basta con los instrumentos militares para enfrentarse a la amenaza del terrorismo yihadista. En su intento frustrado por contrarrestar las críticas del Frente Nacional y su aprovechamiento electoral de los atentados —como se acaba de constatar tras la primera ronda de las elecciones regionales del pasado día 6— se ha subido al tren militarista, con una gira internacional que apenas ha logrado algo más que apoyos formales.
Hollande debe saber que su decisión de emplear unos cuantos cazas más de los que ya cuenta la coalición liderada por Washington no permitirá liquidar la amenaza de Dáesh, pero aun así ha caído en la tentación de mostrar músculo militar (inadecuado e insuficiente, dado que en ningún caso asume el despliegue de fuerzas terrestres) y de reclamar la creación de una inefable coalición militar (cuando ni siquiera hay acuerdo entre los posibles participantes sobre si el objetivo es derribar el régimen sirio o derrotar a Dáesh).
Alemania, por su parte, no cuenta con la ventaja francesa de no depender tanto de los hidrocarburos de la región (gracias a su apuesta nuclear), aunque, a cambio, su falta de pasado colonial en la zona le confiere un perfil menos problemático. En todo caso, Berlín (que comparte con París el pecado original, a ojos de Washington, de haberse opuesto a la invasión estadounidense de Irak de 2003) todavía está iniciando su andadura como aliado militar en operaciones internacionales, en un intento por superar sus traumas históricos y por estar a la altura de sus responsabilidades como líder comunitario. Eso significa que su decisión de apoyar militarmente a Francia con el envío de algunos aviones de reconocimiento y de algún buque de guerra a la zona —dejando al descubierto el ensimismamiento de una España obnubilada por su campaña electoral— es lo máximo que cabe esperar en un futuro previsible.
Todo indica que el próximo paso será la designación fáctica de Bashar al Asad como aliado imprescindible
Mientras tanto, Gran Bretaña se apunta también al bombardeo, una vez que el impacto de lo ocurrido en París permite a David Cameron superar las resistencias de un Parlamento escaldado por la experiencia de hace una década en Irak y restablecer el alineamiento militar con Washington. Londres sabe que su relación especial con el hegemón mundial le reporta unos beneficios internacionales que, en solitario, escaparían a su condición de mera potencia media; por ello hay que entender que su decisión responde más a este criterio que a su afán por bombardear a Dáesh.
Por último, el muy pragmático Obama sigue tratando de resistir la presión para no verse nuevamente empantanado más allá de lo imprescindible en Irak y Siria. Es, obviamente, quien determina el nivel de implicación occidental, no solo en el plano político sino también en el militar. De ahí que nadie vaya a ir más allá de lo ya conocido desde que en agosto de 2014 empezó a bombardear objetivos de Dáesh en ambos países. A eso se suma el envío de armas e instructores a los llamados rebeldes (jugando nuevamente con fuego), así como el despliegue de unidades de operaciones especiales.
Dado que la prioridad actual es debilitar a Dáesh, derribando su delirante califato —y nadie parece ver más allá de ese horizonte—, y que no hay voluntad para implicar tropas terrestres en la cantidad necesaria, Washington parece claramente dispuesto a sumar a su bando a todo el que esté dispuesto a colaborar. Y eso —si se considera que ni las tropas iraquíes ni las inestables plataformas sirias de rebeldes parecen suficientemente operativas— incluye cada vez de forma más visible al propio régimen sirio. Para llegar a ese punto hay todavía que vencer ciertas reticencias, como las expresadas inicialmente por Turquía y Francia, pero hoy todo indica que el próximo paso será la designación fáctica de Bashar al Asad como aliado imprescindible. De ese modo habremos llegado nuevamente al punto de partida, apostando por personajes impresentables para conjurar (que no resolver) un problema puntual. Y así una vez y otra, y aún otra más.
Rusia está en otra onda
Consciente ya durante la guerra fría de que, frente a su adversario planetario, su peso en el mundo árabe era netamente menor —apenas notable en su intento por mantener a Argelia en su órbita y en “robar” por un tiempo a Egipto de las manos de Washington—, desde hace décadas Siria pasó a ser la pieza principal de su envite en la región. Tras la salida del abismo en el que Rusia ha estado metida hasta hace una década,
Putin, con su apuesta por consolidar el poder de un fiel aliado histórico, está tratando de conjugar simultáneamente varios objetivos.
Por un lado, su apoyo a
Al Asad se explica por su interés en mantener Tartus como la base naval que le permite garantizar la presencia de sus buques de guerra en aguas mediterráneas. Además, con su creciente empeño militar —incluyendo tropas terrestres que ya han entrado en combate contra enemigos del régimen, sean rebeldes o Dáesh— intenta frenar en suelo sirio un yihadismo que teme ver mañana presente en su propio territorio (Chechenia, Daguestán…). En un plano superior hay que considerar que con su implicación busca ser reconocido como un actor global con el que hay que contar en la búsqueda de soluciones a los conflictos actuales, al tiempo que así obtiene una baza de negociación adicional para tratar de contrarrestar la creciente implicación de Washington en Ucrania.
Moscú, enfatizando que es el único grande que apoya al Gobierno legalmente constituido en Siria, se acerca así a su objetivo de doblegar la resistencia occidental a su aliado local, mientras aumenta su influencia en Irán e Irak. Queda por ver si por la misma vía logra rebajar el peso de Turquía en la ecuación regional sin poner en peligro por ello sus intereses principales: el tránsito por los estrechos del Bósforo y Dardanelos y la construcción del gasoducto Turkstream y de una central nuclear.