Vladimir Putin o el golpe de efecto permanente
En él nada es espontáneo, todo está calculado. Rara vez pierde su sangre fría y solo excepcionalmente muestra sus emociones. De personalidad compleja, es propenso a la paranoia y le gusta cambiar de opinión constantemente. Carece de ideología fija y su mayor temor es ser destituido por una revolución
En este ejercicio conviene ir con prudencia. En materia de “kremlinología” los errores son frecuentes. Un ejemplo: hace algunas décadas, la gran mayoría de los observadores de la Unión Soviética creían que Moscú no temía un ataque por parte de Occidente. Sin embargo, era precisamente el caso, como muestra el examen de archivos de la época. Pero no por ello es menos cierto que hoy existen suficientes análisis informados y testimonios personales para que se puedan dibujar a grandes rasgos la personalidad, las ideas y el proyecto de Vladimir Putin.
Un hombre con mil caras
Seamos claros: contrariamente a lo que sugiere una metáfora tan vieja como Rusia, Putin no es un jugador de ajedrez. Es un jugador de póker. El ajedrez es un juego de puro intelecto, de reglas inflexibles y de estrategia a largo plazo. El póker, sin embargo, es un juego en el que se va de farol hasta que llega una mano un poco favorable, un juego en el que se busca intimidar al adversario, un juego en el que la salida es a cada instante imprevisible y en el que el azar desempeña un papel más grande. La otra metáfora posible es la del judo: Putin es un especialista confirmado de este deporte en el que se desestabiliza al adversario por sorpresa y sirviéndose de sus debilidades. Otra es la del “pirata”, la del depredador que se salta todas las reglas. En Georgia y en Ucrania hemos asistido, en efecto, a actos de “piratería estratégica” llevados a cabo con una temeridad excepcional.
La atracción de Vladimir Putin por la toma de riesgos a todos los niveles no sorprende a los que han estudiado su biografía. Toda su historia personal está marcada por la violencia y el trauma. Nacido en 1952, es un niño de supervivientes y de resistentes. Un niño de las calles, un delincuente que aprendió a luchar con tenacidad hasta el final. Un hombre de físico anodino que sale a escena a luchar con las fuerzas de la naturaleza y que, generalmente, pone por delante su virilidad. Un hombre cuyo “sentido del peligro” es muy bajo, como habían señalado sus superiores de la KGB. Precisamente en el seno de esta institución se estructuró su personalidad durante la gruesa quincena de años que pasó en ella, desde principios de los años 70 hasta finales de los 80.
Frente a los avances culturales de Occidente, Moscú apoya la idea de una civilización distinta (es decir, superior)
Después Vladimir Putin soportó una serie de choques políticos: la caída del Muro (mientras él estaba asentado en Dresde); el fin de la Unión Soviética; el debilitamiento y la pretendida “humillación” de Rusia; la ampliación de la OTAN, que Moscú no pudo impedir; el bombardeo de Yugoslavia; la expulsión de Slobodan Milosevic y la independencia de Kosovo.
Esas experiencias dolorosas, junto a su formación en la KGB, han hecho de él un hombre propenso a la paranoia, tanto frente a sus compatriotas como a sus “socios” extranjeros. Han hecho de él, también, una personalidad compleja, capacitado para la manipulación, el disimulo y el camuflaje.
En Putin nada es espontáneo, todo está calculado. Controla y se controla. Rara vez pierde su sangre fría y solo de manera excepcional muestra sus emociones. “Como verdadero niño de la calle, Putin ha aprendido a esconder sus sentimientos”, escribe Vladimir Fédorovski en Poutine, l'itinéraire secret [Putin, el itinerario secreto]. Disimula sus intenciones (y sus debilidades), espera pacientemente, sorprende en el momento que elige. Es un hombre de múltiples rostros, “disimula su verdadera naturaleza tras una sucesión de máscaras”. “Putin es todo y lo contrario.” Fiona Hill, autora de una destacable biografía del dirigente ruso, va más allá: el presidente ruso “es una amalgama, un compuesto” hecho de identidades paralelas.
¿Qué quiere Putin?
En primer lugar, se puede resumir lo que Vladimir Putin no quiere: problemas, desestabilización, revolución. Como todos los dirigentes egocéntricos y autoritarios, teme a las muchedumbres hostiles: en ese sentido, la experiencia que vivió en Dresde, en 1989, cuando asistió impotente a las manifestaciones masivas de los alemanes del este decididos a reclamar su libertad, fue, sin duda, el punto de partida. Su miedo es ser destituido por una revolución: las manifestaciones populares que tuvieron lugar en varias grandes ciudades rusas en diciembre de 2011 seguramente contribuyeron a la radicalización de su poder. La huida, el 22 de febrero de 2014, del presidente ucraniano Víktor Yanukóvich, que era su aliado y su protegido, fue un momento clave. Podemos estar seguros de que el centenario de la Revolución de 1917 no será celebrado con entusiasmo.
Lo que Putin tampoco quiere es la balcanización, es decir, el derrumbe de Rusia. El jefe del Kremlin aspira a cerrar el paréntesis de los años de Gorbachov y Yeltsin, asimilados a la “época de la inestabilidad” de finales del siglo XVI y principios del XVII.
Una Ucrania soberana e independiente en su territorio, dotada de instituciones que funcionen, ese es un escenario que Putin quiere evitar a cualquier precio, sobre todo si esa evolución llegara para ofrecer al “país hermano” una perspectiva de entrada en la Unión Europea o en la OTAN.
En resumen, Putin no quiere un orden mundial en el que los regímenes autoritarios corran el riesgo permanente de caer: es tan hostil a las “revoluciones de colores” como a las intervenciones destapadas como “cambios de régimen” (Irak, Libia) y a los movimientos comparables con la Primavera Árabe.
Cómo ve Putin el mundo
Todos los testimonios coinciden: este hombre no tiene una ideología fija. Su comportamiento está “dictado por el imperativo de adaptarse y responder a las circunstancias, sobre todo a las imprevisibles”, escribe Fiona Hill en su libro Mr. Putin. Operative in the Kremlin [Mr. Putin. Operativo en el Kremlin]. No “está encadenado a ningún lastre ideológico”, confirma el filósofo Michel Eltchaninoff en Dans la tête de Vladimir Poutine [En la cabeza de Vladímir Putin], una excelente obra breve en la que analiza las influencias intelectuales del antiguo agente del FSB.
Putin no quiere un orden mundial en el que los regímenes autoritarios corran el riesgo permanente de caer
Aun así, mediante una aproximación objetiva al poder ruso actual se pueden identificar algunos patrones: el conservadurismo, el imperialismo, el mesianismo. Frente a los avances culturales de Occidente, Moscú defiende la idea de una civilización distinta (es decir, superior), fundada en un “código genético” propio, conservador y tradicionalista. Frente a sus avances geopolíticos, el Kremlin promete irredentismo, “la idea de imperio y la apología de la guerra”, escribe Eltchaninoff. Esta visión reanuda un mesianismo propio de Rusia (y del que el comunismo era, en el fondo, una moderna encarnación), el de la “Tercera Roma”, cargada de la redención de Occidente —tras la caída de Constantinopla (1453), Moscú fue descrito como la “nueva Constantinopla” por el patriarca de Moscú (1493), y posteriormente como la “Tercera Roma” por el monje Filoteo (1510)—. Los rusos representan “una civilización aparte” y son “los últimos portadores de los valores de la antigua civilización europea y romana”, afirma el ministro de Cultura Vladimir Medinski. “La visión rusa del mundo está fundada en una concepción del Bien y del Mal, de las fuerzas superiores, del principio divino”, proclama Putin.
El presidente ruso no tiene un maestro a la hora de pensar o de hablar. Pero tiene en quién inspirarse. El primero de todos fue sin duda el filósofo contemporáneo Igor Chubais (nacido en 1947), cantor de la Rusia eterna y promotor de la agrupación de las tierras rusas en una “nueva Rusia” (tema central del “Discurso del milenio” de 1999, que fue la primera expresión de un proyecto personal de Putin). El jefe de Estado preconiza asimismo la lectura de los promotores de la “idea rusa”, Vladimir Soloviev (1853 – 1900) y Nikolai Berdiayev (1874 – 1948).
Más allá, las inspiraciones del “señor” de Rusia parecen encontrarse a la vez en las corrientes “eslavófilas” y “euroasiáticas”.
La primera (que se opone, como es sabido, al “occidentalismo”) puede comprenderse, según Michel Eltchaninoff, a través del análisis de la obra de dos pensadores claves: Nikolai Danilevski (1822 – 1875), representativo de la segunda generación de eslavófilos, que desean la unión de los eslavos contra una Europa identificada con el mal y la guerra, e Ivan Ilyin (1883 – 1954), filósofo materialista e imperialista, anticomunista y religioso, al que a Putin le gusta citar. La segunda corriente, el “euroasianismo”, asume las raíces tártaro-mongolas de la civilización nacional y promete la integración de los pueblos no rusos (Turkistán, Mongolia…). De alguna manera constituye una fusión de “Ana Karenina y Gengis Kan”, como señala Walter Laqueur en Putinism. Russia and its Future with the West [Putinismo. Rusia y su futuro en Occidente].
El autoritarismo y el nacionalismo, el imperialismo y el mesianismo, la eslavofilia y el eurasismo, la paranoia antioccidental justificada con teorías geopolíticas confusas… “Putin ha sintetizado toda una gama de conceptos”, advierte Fiona Hill. Ha recurrido a “una mezcla ecléctica de ideas y argumentos sacados del fundamentalismo cristiano ortodoxo, del conservadurismo europeo del siglo XIX, del nacionalismo ruso blanco del siglo XX, del tradicionalismo integrista, del dualismo bolchevique y del triunfalismo soviético de la posguerra para devolver el espíritu colectivo ruso hacia el pasado”, resume el analista alemán Andreas Umland.
El método Putin
Al presidente ruso le gusta cambiar de opinión constantemente. A veces busca dar miedo, otras tranquilizar. De manera ocasional puede ser de una gran sinceridad, pero también puede mentir de manera descarada. Le gustan las fórmulas ambiguas. Es un camaleón: adapta su discurso a las circunstancias y a sus interlocutores. Como buen antiguo miembro de los servicios secretos, domina perfectamente el efecto espejo: es lo que quieren que sea. Manipula las fobias de su auditorio: en el exterior, multiplica los ejercicios militares y los recuerdos de la potencia nuclear rusa para medir la reacción de Occidente; en el interior, juega con el complejo obsidional de la población. A fin de cuentas, nadie sabe lo que piensa. Vladimir Fédorovski describe ese fenómeno común a muchos regímenes autoritarios: “A fuerza de inventar fobias, tanto en el interior como en el exterior, todos terminan por creerse sus propias mentiras”.
Una de las principales obras de Ivan Ilyin se titula La resistencia al mal por la fuerza. En el caso de Putin, la obsesión por la fuerza es constante. “La calle de Leningrado me ha enseñado que cuando el altercado es inevitable, hay que golpear el primero”, proclama. Pero esta fuerza debe estar calculada y ser discreta: el presidente ruso no pierde una oportunidad para subrayar su admiración por los servicios secretos —los servicios que eran, según él, “la fuerza más organizada del país” en las últimas décadas de la URSS—. Llega a afirmar que “la alta policía lo ha hecho todo en este país”.
La manipulación está en el corazón de la estrategia de Putin y recuerda al método llamado del “control reflexivo” elaborado en los medios militares rusos hace unas décadas. Desinformación, intimidación, provocación y humillación son los instrumentos del ejercicio cotidiano del poder. Putin tiende trampas a sus adversarios y los hay que caen en ellas, como fue el caso de Mijail Saakachvili en 2008, pero también, sin duda, de Recep Tayyip Erdogan en 2015: es más que probable que las incursiones de la aviación rusa en el espacio aéreo turco fueran deliberadas, con el riesgo de que un caza fuera abatido, lo que efectivamente se produjo el 24 de noviembre de 2015 y permitió a Moscú establecer una zona de control al norte del territorio sirio.
Como buen antiguo miembro de los servicios secretos, domina el efecto espejo: es lo que quieren que sea
Putin no duda en humillar a sus socios más comprensivos. Angela Merkel lo aprendió a su costa: su anfitrión ruso sabía perfectamente de su fobia a los perros cuando en diciembre de 2007 dejó a su labrador Konni entrar en la habitación en la que se desarrollaba la conversación entre los dos dirigentes y olfatear a la canciller alemana. Una actitud nada sorprendente viniendo de un hombre que un día había explicado: “Un perro huele cuando alguien le tiene miedo, entonces, muerde. [En política] es lo mismo. Si tienes miedo, [tus adversarios] pensarán que son más fuertes. Solo hay una cosa que funciona en esas situaciones: ser ofensivo. Tienes que golpear primero y golpear tan fuerte que tu adversario no pueda volver a levantarse”. Merkel fue capaz de conservar la calma con Konni; también se mantuvo estoica el día de las celebraciones de la victoria de 1945 en Moscú, mientras el presidente ruso no dudó en, delante de ella, rehabilitar el pacto Mólotov-Ribbentrop. Sin duda, para él fue una manera de afirmar que Rusia ha asumido su pasado, no tiene que disculparse por sus elecciones estratégicas —sobre todo ante Alemania— y pretende defender sus intereses por todos los medios.
La reorganización del instrumento militar ruso forma parte, naturalmente, de aspiraciones mayores de poder. El presupuesto de defensa ha crecido enormemente desde 2001 hasta alcanzar cerca del 5% del PIB en 2015. Después de los años dedicados a mejorar el reclutamiento y el entrenamiento, el Ejército empezó, en 2012, a modernizar sus equipamientos. La Marina rusa se beneficia, además, de facilidades de acceso a varios puertos mediterráneos y más lejanos (Nicaragua, Vietnam…). Por eso la utilización visible y a gran escala de la vía militar solo se ha privilegiado de manera esporádica. Moscú prefiere el chantaje económico, la instrumentalización de las milicias locales, la manipulación de los grupos terroristas (al punto de haber suscitado, tal vez, la exportación deliberada en Oriente Medio de yihadistas caucásicos).
¿Es Putin un estratega? Sí, en la medida en que tiene objetivos y trata de calibrar sus medios para satisfacerlos. Pero en su caso sería mejor hablar de “visión” que de “estrategia”, en tanto que improvisa y aprovecha las oportunidades que se presentan. Crimea es un buen ejemplo: pensaba sin duda desde hace tiempo en apoderarse de ella, las fuerzas estaban preparadas, pero, según numerosos testimonios, la invasión no estaba planificada como tal. Putin es el golpe de efecto permanente. Y un maestro táctico más que un estratega sin igual.
La elección siria
El caso sirio ilustra bien el modus operandi del Kremlin. Intervenir en Siria permitía cumplir numerosos objetivos. En ese momento la crisis ucraniana había bajado un poco la intensidad. El efecto de las sanciones conducía a Putin a una cierta prudencia sobre el terreno, con el riesgo de dejar de alimentar el relato de una Rusia victoriosa. Sin embargo, “para mantener la influencia del régimen sobre la sociedad era indispensable pasar de una guerra a otra sin un periodo de vacío”, dice Françóise Thom.
En esa elección había una dimensión geopolítica clásica: al pasar a la acción, Rusia avanzaba sus peones en el momento en el que se dibujaba un acercamiento entre Washington y Teherán (el acuerdo nuclear de julio de 2015); salvaguardaba sus intereses militares y económicos en Siria (sobre todo, la base de Tartús); aparecía como un protector creíble en la región (al contrario que Estados Unidos); mostraba que no sabríamos cambiar los regímenes autoritarios por la fuerza; y continuaba dividiendo Europa y debilitando Turquía (el asunto de los refugiados). Vladimir Putin podía mostrar así los efectos de la modernización de los equipos militares rusos e impresionar por la brutalidad de las acciones de Moscú sobre el terreno (con el desprecio de las poblaciones civiles).
¿Qué prepara Putin? ¿Cuál será su próximo golpe de efecto? Si las sanciones ligadas a la crisis ucraniana se perpetuaran, se puede apostar a que el presidente ruso se inscribiría todavía más en una lógica de guerra, única vía ahora mismo de poder hacer soportables al pueblo los sacrificios económicos. Así podría multiplicar las intervenciones y las provocaciones a Oriente Medio para tratar de suscitar una remontada “psicológica” de los precios del barril de petróleo. Por ejemplo, interviniendo masivamente contra Dáesh junto al mariscal Al Sisi, en el Sinaí o en Libia. O simplemente podría continuar con su estrategia de debilitamiento —es decir, de sometimiento— de los países vecinos: retomar la ofensiva en el sur de Ucrania para hacer de “unión” con Crimea; anexar Transnistria; desestabilizar Kazajistán, cuya existencia ha cuestionado ya en tanto que verdadero Estado; debilitar las repúblicas rebeldes del Cáucaso y de Asia central.
Garri Kasparov, que conoce bien al jefe del Kremlin (y también rechaza la metáfora del jugador de ajedrez porque “en el ajedrez hay reglas”), llegó a decir que para Vladimir Putin la agresión es como una droga: “Está obligado a aumentar las dosis, lo que aumenta los riesgos”. Por algo recuerda que los dictadores nunca se preguntan por qué sino por qué no.
Si el ajedrez es un invento oriental, el póker es una innovación occidental. Hay que reaprender a jugar. Ir de farol, desestabilizar, asumir riesgos por una buena causa. Los líderes democráticos saben utilizar esos métodos muy bien en sus países, pero curiosamente a veces olvidan que hay que utilizar los mismos en el exterior para defender sus intereses.
Una versión ampliada de este texto fue publicada en el nº 151 de la revista Politique Internationale
Traducción del francés de Aloma Rodríguez