Islas Salvajes, un conflicto enquistado
España y Portugal se disputan la soberanía de este archipiélago con aguas ricas en caladeros de pesca
Tanto españoles como portugueses intentaron poblarlas, pero las iniciativas se revelaron imposibles. Carecían de agua potable, su acceso era difícil y su alejamiento de sus vecinos de la Macaronesia —Azores, Madeira, Canarias y Cabo Verde—, a 165 kilómetros de Tenerife y 280 de Madeira, las convertía en inhabitables. Con todo, España y Portugal incorporaron muy pronto la disputa por su soberanía a sus complejas relaciones de vecindad. La situación y la escasa visibilidad de algunos islotes eran un peligro y, a finales del siglo XIX, España quiso instalar un faro en la isla principal (Salvaje Grande) para proteger la navegación.
El argumento era la frecuencia de accidentes en la zona, que antes había sido controlada por los piratas que esperaban a los barcos procedentes de América. Pero Portugal se opuso incluso cuando España ofreció asumir los costes. Entonces se activó la disputa por el territorio que se solventó, en parte, en 1938 —con España en guerra— cuando la Comisión de Derecho Marítimo reconoció la soberanía portuguesa que, 10 años antes, el contralmirante Gago Coutinho había autoproclamado. Hasta entonces las islas eran propiedad del banquero Luis Rocha, quien ante su nula rentabilidad, acabó vendiéndolas al Estado.
A pesar de ello, pasado el tiempo, España se resistía a aceptar el veredicto de la Comisión, hasta que en 1975 acabó aceptando los derechos portugueses de superficie sobre las islas en el marco de las delimitaciones del flanco sur de la OTAN. A primera vista el problema quedaba saldado, pero en la práctica comenzaba su mayor enconamiento. Los incidentes entre barcos de pesca canarios, que se acercaban a faenar en aquellas costas, y las patrulleras lusas fueron frecuentes.
A vueltas con la soberanía
También fueron objeto de protestas de Lisboa los vuelos rasantes que aviones españoles realizaron sobre unas islas que ya habían sido declaradas reserva de la biosfera. La embajada de España pidió disculpas de manera especial cuando unos exaltados pescadores canarios, actuando por libre, arribaron a la isla Salvaje Pequeña y colocaron una bandera de España. En otras ocasiones fueron independentistas canarios los que las asaltaron, dejando banderas y otros testimonios tanto contra la presencia española como portuguesa.
Su aislamiento, a 165 kilómetros de Tenerife y 280 de Madeira, y la falta de agua potable las hacían inhabitables
La soberanía de superficie reconocida con fórceps por España afectaba a los 2,73 kilómetros cuadrados que suma el archipiélago, y ahí empezó el problema. Conforme a la legislación internacional, cada territorio lleva implícita la soberanía de 12 millas de mar alrededor y el derecho a ampliar hasta 200 la explotación de la zona económica exclusiva (ZEE) si la superficie está habitada o es objeto de actividad económica alguna. Cuando hace dos años España planteó en la ONU ampliar la ZEE de Canarias a 296.500 kilómetros cuadrados, se agudizó de nuevo el conflicto.
10.000 kilómetros cuadrados
Con la ampliación, las Salvajes se convertían en un territorio portugués rodeado por aguas españolas, puesto que, incluso partiendo de la línea media entre las dos jurisdicciones, la soberanía española rebasaba el norte del archipiélago doblemente aislado. Las autoridades portuguesas no lo aceptaron y España alegó que se trataba de islas sin habitantes ni actividad, y por lo tanto su derecho marítimo se limitaba a las 12 millas de la plataforma continental. Pero los portugueses rebatieron este argumento.
Para afianzar su posición construyeron un pequeño edificio con acceso al mar, instalaron un radar y una potabilizadora de agua y colocaron un generador eléctrico para poder alojar una mínima delegación de guardas del medioambiente junto a un destacamento de la Armada, cuyos efectivos se relevan cada tres semanas cuando un barco les suministra los medios necesarios para subsistir en aquella soledad. Esta presencia humana es la que le sirve a la diplomacia lusa para reivindicar una parte de la ZEE que España a su vez reclama.
En España el conflicto ha tenido hasta ahora poca repercusión, no así en Portugal, donde la soberanía sobre el archipiélago y sus aguas es defendida con energía desde que empezaron a surgir las dudas. Todos los presidentes —el último, Rebelo de Sousa, hace unas semanas— visitan las Salvajes en un gesto simbólico por demostrar que es un territorio portugués. Ninguno de los dos países quiere complicar las buenas relaciones, pero el arreglo pacífico, que ambos desean, tropieza con los 10.000 kilómetros cuadrados de mar rico en caladeros de pesca y dudas sobre la existencia de gas y petróleo en el fondo.