John Berger (Londres, 1926) es escritor, pintor y crítico de arte. En julio de 2013 murió su mujer, la editora Beverly Bancroft, y a ella le dedica el conmovedor, breve e intenso
Rondó para Beverly (Alfaguara, 2015), que se abre y se cierra con textos del hijo menor Yves Berger, también pintor. El libro también contiene cuadros del padre y del hijo (retratos de Beverly, cuadros para ella), y algunas fotografías. El rondó es una forma musical basada en la repetición. El tema sobre el que se vuelve una y otra vez en esta elegía, como el propio Berger reconoce al comienzo del texto, es la constatación de la ausencia de la esposa y la madre, la compañera, la editora. La tristeza se ve aliviada cuando, cuatro semanas después del fallecimiento de Beverly, “durante casi nueve minutos, por lo menos [
lo que dura el rondó n.º 2 para piano de Beethoven], fuiste ese rondó, o ese rondó se convirtió en ti. Contenía tu levedad, tu persistencia, tus cejas arqueadas, tu ternura”.
Félix Romeo escribió del suicidio del escritor Chusé Izuel en
Amarillo; Delphine de Vigan trata de explicar quién era su madre después de encontrarla muerta en su casa en
Nada se opone a la noche; Brigitte Giraud también se enfrenta a la muerte de su pareja, después de un accidente de moto, en su novela
Ahora. La literatura del duelo es casi tan vieja como
la propia historia de la literatura. Se hacen
listas y se escriben
reportajes. Fernando Savater
recomendaba hace unas semanas dos libros que hablan de la pérdida, a los que podría añadir
Rondó para Beverly.
En este delicado libro, Berger comparte algunos momentos de intimidad con el lector: “Cuando te duchabas y te lavabas la cabeza, entrabas luego en la cocina y te sentabas en una silla al lado de la hornilla para que yo te secara el pelo con un secador que enchufábamos a la derecha de los fogones”; “Te ponías guantes para protegerte las manos de las ortigas. Echabas pestes cuando te picaban”. También se enfrenta con dignidad y ternura a la muerte, y es capaz de componer un hermoso y emocionante retrato: “Cuando solo te podíamos alimentar a bocaditos, siempre con la misma cucharilla, una que tenía un mango que te gustaba, cuando había que lavarte seis veces al día, cuando ya solo orinabas o defecabas en pañales, cuando te frotábamos los talones y los codos para evitar que te salieran escaras, estabas incomparablemente bella. Y esa belleza incomparable emanaba de tu valentía”. John Berger se despide del lector con una cita de Spinoza y cede las palabras finales a su hijo, para cerrar el volumen con un retrato de Beverly que John Berger le hizo en 1993; quizá capture uno de esos “momentos que ya eran eternos cuando ocurrieron”.