21/11/2024
Opinión

Reformar la Constitución

La cuestión no es convencer al que no se deja, se trata de abrir un espacio de diálogo con todos y entre todos, que es lo que ha faltado hasta ahora

Reformar la Constitución
Álvaro Valiño
Reformar la Constitución es una de las propuestas que están en el debate público para salir del callejón en que nos ha colocado la demanda independentista de algunas fuerzas de Cataluña. El Partido Popular y el Gobierno parecen considerar innecesario reformar la Constitución, más aún cuando los promotores de la independencia han dejado muy claro que están en “otra pantalla”: el modelo autonómico no les serviría ya para nada, pues solo vale la independencia; eso sería lo único a negociar o a obtener unilateralmente.
 
La cuestión, sin embargo, no consiste en convencer al que no se deja convencer, sino en abrir un momento distinto y nuevo; un momento y un espacio de diálogo con todos y entre todos, que es lo que ha faltado hasta ahora.
 
Al margen de la división del electorado sobre la cuestión de la independencia en las últimas elecciones, las encuestas muestran una realidad compleja en la que una mayoría de catalanes siente compatible la condición de españoles con la de catalanes. También hay una mayoría que quiere unas instituciones más reforzadas y el reconocimiento de algunos principios que, sin mengua de la solidaridad entre regiones, precisen más sus términos para evitar eventuales excesos.
 
Algunos de esos problemas encontraban solución en el Estatuto que el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional en muchos aspectos y reinterpretó en muchos otros más, sin que, en su mayor parte, fueran inconstitucionales por razones de fondo, hasta el punto de que podrían ser efectivos a través de pactos políticos o normas adecuadas que no fueran el Estatuto.  
Sin embargo, la evolución de los acontecimientos, determinada en buena medida por la falta de diálogo, parece hacer aconsejable en el momento actual llevar al texto constitucional mismo las modificaciones necesarias para perfeccionar la descentralización política de nuestro país, con un nivel de autogobierno compatible con el carácter federal de nuestro Estado.

Es decir, la cuestión no consiste ya solo en resolver qué queremos hacer con la reforma constitucional, sino que esta es, en sí misma, lo primero y lo relevante. Parafraseando a McLuhan, la reforma constitucional es el mensaje, con independencia del contenido mismo de tal reforma, que además es por sí misma necesaria. Es el mensaje de que la Constitución no puede ser presentada como un obstáculo para la convivencia entre todos, porque tiene resortes que la voluntad del pueblo puede activar para inscribir en su texto las soluciones a nuestros problemas actuales.
 
La Constitución es un referente indispensable e inesquivable, pero no un a priori que nos impida hablar o acordar aquello que, entre todos, comprendamos que es lo justo. No se acude a ese diálogo para encontrar soluciones poniendo la Constitución como primer, y tal vez único, argumento, sino con la voluntad de comprendernos y encontrar soluciones justas a los problemas y

Aspectos del Estatuto que se declararon inconstitucionales serían efectivos con acuerdos políticos


defectos, bien reales, que existen. Si nos ponemos de acuerdo en los problemas y en soluciones justas, luego habrá que tomar en cuenta, inevitablemente, cómo hacer todo de acuerdo con la Constitución y con su procedimiento de reforma. Para ello podría bastar el procedimiento simplificado del artículo 16, permitiendo, además, que pueda el pueblo decidir en el eventual referéndum de reforma de la Constitución y en el posterior del nuevo Estatuto de Cataluña.
 
Una Constitución no se reforma por el puro deseo de hacerlo, sino que tiene que haber aspectos que lo merezcan. En su día el Consejo de Estado realizó un informe sobre varios de ellos a los que se podrían sin duda añadir otros.
 
Ocurre que el problema que nos acucia es el que se ha suscitado en Cataluña desde la sentencia sobre el Estatuto. No todo el mundo está de acuerdo en que el tratamiento de esta cuestión territorial precise de una reforma constitucional. Pero esta es, sin duda, la cuestión en que más consenso hay, o puede haber, sobre la oportunidad de la reforma constitucional como solución del problema. Si esto es así no sería responsable introducir cuestiones adicionales que perturben o retrasen la solución de algo tan esencial.
 
Los artículos de la Constitución sobre la reforma se reducen, en el fondo, a la formalización final de una voluntad de hacerlo que habría cristalizado antes, y no necesariamente dentro del Congreso de los Diputados, aunque tenga que pasar por él. La convicción de la necesidad de la reforma surge en la conciencia social y en los partidos políticos y, por consiguiente, ese es el ámbito en que deben producirse los primeros debates para llevarlos, en el momento oportuno, al Parlamento.
 
Conviene detenerse en la inconveniencia de exigir en esos momentos previos, pero decisivos, demasiadas precisiones y concreciones a las distintas fuerzas políticas sobre el contenido de sus propuestas. En efecto, la reforma, para que sea viable, debe ser una propuesta común de todos. Cuanto más concretas sean las posiciones iniciales de unos y otros, más difícil será la reforma. No debemos olvidar que uno de los éxitos de la actual Constitución radicó en que todas las fuerzas políticas se opusieron en 1977 a un intento de que el borrador inicial de Carta Magna fuera redactado por el gobierno del presidente Suárez. Dicho borrador gubernamental habría desnaturalizado el debate constitucional mismo y frustrado el consenso. Todos coincidían en que nos teníamos que dar una Constitución, pero poco se sabía de su contenido concreto, salvo las ideas de democracia, derechos fundamentales, descentralización y algunas más. El contenido se construyó entre todos. Y porque la Constitución, desde el primer borrador, se hizo entre todos ha perdurado y nos hemos reconocido en ella.
 
Es preciso llamar a todos —sin condiciones previas ni guías de ruta— para encontrar desde el principio, entre todos, la solución. No son necesarias demasiadas precisiones para concurrir a ese debate. Eso no quita para que en la sociedad, en los medios de comunicación, entre los expertos, universidades, comentaristas, etc., se formulen opiniones y propuestas al respecto. 
Es en este terreno, precisamente, en el que aquí debe considerarse que la reforma constitucional del modelo territorial tendrá que abordar algunas cuestiones clave. Así, la cuestión de la simetría o asimetría entre todas las comunidades autónomas. Desde luego, deben descartarse todo tipo de privilegios, como debe descartarse todo tipo de situaciones de insolidaridad. Pero la diferencia no significa ni privilegio ni insolidaridad. La solución de una disposición adicional específica para Cataluña es perfectamente compatible con esa idea, como también lo son algunas asimetrías competenciales. Si algo significa la descentralización política, más en el modelo autonómico, es precisamente la posibilidad de diferencias entre autonomías, perfectamente constitucionales mientras no se refieran a las condiciones básicas de todos los españoles.

Si algo significa la descentralización es la posibilidad de diferencias entre autonomías


En materia de distribución de competencias debería encontrarse un sistema que disminuya drásticamente los conflictos que hasta ahora se han producido, propiciados a veces por los excesos en que podrían haber incurrido las leyes de bases o la dificultad de determinar su alcance.
 
La reforma tiene que respetar la idea de un auténtico autogobierno dentro de un Estado de corte federal, también auténtico. En definitiva, debe haber espacio para el autogobierno de las partes y debe haber espacio también para el gobierno federal, como ocurre en todos los países de tal naturaleza.
 
Debe reconsiderarse la idea de que cuanto más poder para las autonomías, mejor; así como la contraria de que cuanto menos poder para ellas, mejor. En los estados federales que nos pueden servir de modelo ninguna de dichas ideas se admite.
 
Hay que revisar algunas tendencias últimas del Estado que con el argumento, por ejemplo, de la unidad de mercado está desfigurando la decisión política fundamental de descentralización recogida en la Constitución de 1978.

Dos cosas finalmente. La primera, el momento de la reforma. La segunda, los sujetos de la misma.
 
El diálogo sobre la reforma es indispensable, pero no puede precipitarse. Hay que valorar cuál es el mejor momento para iniciarlo. Las elecciones del 27 de septiembre o las generales de diciembre y su resultado pueden afectar al calendario, pero en algún momento habrá que abrir ese debate.
 
En cuanto a quiénes han de participar en el mismo, en el escenario político nuevo y fragmentado que se avecina tras las generales lo lógico es la participación de todos sin exclusiones de nadie. Todos deben ser llamados; incluso quienes no parecen hoy estar a favor de esa reforma por unas razones u otras.
 
No es asumible que la reforma no sea consensuada por el más alto número de partidos políticos. Todos deben ser convocados sin hacer de ello un arma partidista.

El problema se suscitará si pese a todos los intentos hubiera partidos que se descuelgan del eventual consenso. Habría que tratar de encontrar siempre el mínimo común denominador  de todos que no desvirtúe la esencia de lo que se busca. Si no se encuentra tal mínimo, pese a los sinceros y leales esfuerzos para lograrlo, se abre la interrogante de si podemos sustituir una Constitución tan unánime por otra con menor acuerdo en el tema territorial. Se trata de una gran cuestión. No podemos perder de vista que probablemente nunca más lograremos un acuerdo tan unánime como el que apoyó la Constitución de 1978. Y sin embargo, en el futuro debe buscarse a toda costa el consenso más amplio posible como garantía de legitimidad de cualquier reforma, sin que tal consenso muy amplio pueda constituir tampoco un límite legítimo para la reforma. No debemos ser esclavos de reglas que no resuelvan los problemas, aunque obtuvieran en el pasado un alto consenso; tampoco debemos cambiarlas sin un esfuerzo leal, sincero y denodado por lograr los máximos apoyos.