Rafael Chirbes: Final de trayecto
Comenzó a escribir esta novela en 1996 y la finalizó en mayo, poco antes de su muerte. Su obra póstuma habla de amor y de muerte y sucede en París
La biblia de Rafael Chirbes (Tabernes de la Valldigna, Valencia, 1949 - Beniarbeig,2015) no era El capital, de Marx. Tampoco En busca del tiempo perdido, de Proust, aunque él siempre se declarara leninista-proustiano. El libro sobre el que Chirbes configuró su visión del mundo y del ser humano fue De la naturaleza, el gran poema filosófico de Lucrecio destinado a negar la intervención de los dioses en las cosas humanas y a pisotear, como escribió Virgilio, todos los temores. En la última parte de su poema, el poeta romano describió, sin ahorrar detalles escabrosos, la peste que asoló Atenas el año 430 a. C., provocando un dolor que superaba el poder de los dioses.
Paris-Austerlitz, la novela póstuma de Chirbes, iniciada en 1996 y a la que le dio muchas vueltas durante muchos años antes de ponerle el punto final en mayo de 2015, pocos meses antes de su muerte, trata de otra plaga, que en la novela no aparece mencionada por su nombre, pues Chirbes daba por supuesto que cualquier lector sabría que la peste que convierte a Michel en piel y huesos antes de arrancarle el último aliento no es otra que el sida. Pero no es solo una novela sobre el sida, aunque el propio Chirbes, en alguna entrevista, la redujera a eso. Es la novela de un amor que nace y muere, antes de cumplir el año, en el barrio parisino de Vicennes. Un amor de banlieue.
El escritor valenciano no creía que fuera el amor lo que mueve el mundo, sino la lucha de clases
Chirbes no creía que fuera el amor lo que mueve el mundo, sino la lucha de clases, y en esta, como en todas sus novelas, desempeña un papel fundamental la dialéctica de las clases sociales. Esta es una historia de amor entre dos hombres muy diferentes entre sí: un joven que, huyendo de la jaula de oro familiar, coge el tren en la estación de Chamartín y se baja en la Gare d’Austerlitz para vivir en París el sueño de ser pintor, y un obrero borracho, Michel, de cincuenta y tantos años, que fuma Gitanes sin filtro, viste siempre camisas a cuadros e, hijo de una madre que se había entregado a los invasores en la Francia ocupada y de un padre suicida, da por hecho que su alcoholismo, sus celos y sus pitidos en los pulmones son una condena hereditaria contra la que nada puede hacer. Unidos por el desamparo y por el deseo, sus diferentes edades y sus enfrentadas posiciones y aspiraciones sociales acaban separándolos. El narrador no solo es el que ha roto la relación y por tanto el que ha resultado menos dañado por la ruptura. También es el que se ha salvado de la plaga por una simple cuestión de prudencia, pese a las recriminaciones de Michel, que le afeaba que utilizara preservativos y nunca se entregara sin tomar precauciones.
París, ciudad novelada
Resulta inevitable comparar Paris-Austerlitz con Mimoun, su primera novela, publicada en 1988, en la que Manuel, un joven profesor de español, se instala en un pueblo del Atlas, donde se dedica, básicamente, a tambalearse en el filo del abismo y a beber cerveza para sobrevivir a los rayos abrasadores del sol. Ambas novelas incluyen numerosas frases en francés, con lo que se potencia la sensación de extrañeza, y en las dos el sexo se muestra sin veladuras y el alcohol se consume sin moderación, nublando las miradas de los personajes. Chirbes, además, pinta París con los mismos trazos expresionistas con los que pintó Marruecos: París como “un impasible animal de hielo, con las escamas rugosas de sus piedras y las afiladas pizarras de sus tejados” y Mimoun, la remota población marroquí, como una sucursal del infierno. Pero mientras que Mimoun, trazada con tiralíneas, se adaptaba a un esquema casi poemático, Paris-Austerlitz se despliega y se repliega como una telaraña, aunque se cierre con un portazo, como si Chirbes se hubiera hartado de hurgar en las llagas y de bracear en la oscuridad.
A diferencia de tantos novelistas, como el Cortázar de Rayuela o el Vargas Llosa de Travesuras de la niña mala, Chirbes no utiliza París como escenario romántico. El valenciano no soportaba que la novela de Cortázar, bajo todo su andamiaje, escondiera una guía de París para pijos. Si Cortázar pintó el Sena de color verde oliva, Chirbes lo pinta de color pastis. Toda la ciudad, de hecho, tiene para el narrador el color del pastis con agua, el mismo color, por cierto, que tenía Misent en Crematorio cuando la calima envolvía la ciudad levantina, aunque luego Chirbes precisara y dijera que, más que de pastis, Misent tenía color de cazalla, bebida con la que los valencianos acostumbran a caldearse los estómagos mientras preparan las paellas.
Chirbes era todo un experto en radiografiar ciudades. Les quitaba las capas, una tras otra, como si fueran cebollas. El viajero sedentario, su vuelta al mundo desde Pekín hasta Ibiza, es una excelente muestra de ello. En Paris-Austerlitz le bastan cuatro líneas para radiografiar el barrio de Vicennes: bajo la apariencia de un barrio tranquilo, dice, se ocultan “no pocas zonas de sombra: bolsas de miseria concentradas en desvanes y patios que un día fueron almacenes, cuadras y talleres, y cuyas dependencias han sido habilitadas como dudosas viviendas en las que se aprietan familias asiáticas o norteafricanas, jubilados en situación de quiebra que se ven en apuros para pagar la calefacción, gente en el filo, tipos a quienes las sombras se tragan sin que nadie los eche de menos”.
La relación entre los dos amantes de Paris-Austerlitz está condicionada por el calendario laboral de Michel. La noche en que se conocen visitan varios clubs de ambiente e incluso un local de cruising, pero después pasan la mayor parte del tiempo bebiendo en los bares del barrio. Cuando se les acaba el dinero, o bien se encierran a seguir bebiendo y a acoplarse hasta el aburrimiento en el apartamento de Michel, o bien se meten en las iglesias (en la Madelaine, en Saint-Étienne-du-Mont; en Saint-Paul, cerca de la place des Vosges, y en Saint-Gervais-Saint-Protais) para guarecerse de la lluvia o protegerse del frío, beneficiándose del sistema de calefacción de los templos parisinos. Los fines de semana y los días festivos pasean por el centro, por el bulevar Saint-Michel, por la place de la Bastille, por los jardines del Trocadéro, por la place des Innocents o por el Forum des Halles, para ver a las parejas tontear y quererse y contagiarse de ese amor que flota en el aire.
Canibalismo entre desvalidos
El sexo, en la obra de Chirbes, no solo es una forma de dominación, también es un acto de canibalismo. Por eso los amantes de sus novelas siempre están mordiéndose o mordisqueándose. “Los amantes quieren comerse el uno al otro. Lo creen posible. Enloquecen”, escribe Chirbes citando a Lucrecio.
En la obra de Chirbes, el sexo, además de una forma de dominación, también es un acto de canibalismo
En Los disparos del cazador, publicada en 1994, el hombre hecho a sí mismo que hace recuento de sus posesiones y de sus fracasos mientras espera la llegada inminente de la muerte dice, recordando a una de sus amantes: “Yo la deseo, la muerdo, la penetro, y sin embargo, pese a la violencia de nuestros encuentros, sé que ya tengo el sexo fuera de mí: en lo que me rodea y poseo”. Pero Michel y su amante no pueden tener el sexo fuera de ellos, en lo que les rodea y poseen, porque lo que les rodea es un barrio desgastado y ambos carecen de posesiones, solo se tienen el uno al otro (bueno, Michel tiene también tres tristes macetas). Ese total desvalimiento es lo que le enseña al narrador que se puede follar solo para pedir auxilio y que el calor que desprende otro cuerpo en la cama da seguridad y ayuda a conciliar el sueño. Un cuerpo, como decía Gil de Biedma, es el mejor amigo del hombre. Pero un cuerpo también es el mejor calefactor y la mejor pastilla contra el insomnio, hasta que uno ya no soporta ni el sudor ni los ronquidos de su pareja y se da a la fuga en busca de una cama más grande y solo para él.
El amor como la peste
El amor comienza a resquebrajarse cuando el joven de buena familia se reconcilia económicamente con sus padres, consigue un buen trabajo y concierta una exposición de sus pinturas en una galería de prestigio. Es decir, cuando deja de necesitar el ajustado sueldo y el asfixiante piso interior de Michel para vivir. Es entonces cuando se desvanece el discreto encanto del proletario que sedujo al joven burgués. Michel, el perro fiel, no puede ofrecerle otra cosa que su cotidianidad y su cuerpo de campesino normando cada vez más deteriorado. Pero al aspirante a pintor le aburre la fidelidad perruna del obrero y le aterra la posibilidad de quedar atrapado en esa rutina alcohólica, menesterosa y barrial. Se ha cansado de jugar a ser un paria en París, aunque como experiencia ha sido algo divertido e instructivo.
A Chirbes lo que menos le interesa es la trama sentimental, aunque la novela no carece de ella. Lo que él hace es practicarle la autopsia al cadáver de un amor y examinar sus distintas fases, desde “los prodigios de la primera etapa”, con las “engañosas prestidigitaciones de la carne y juego de disfraces” hasta el puro y simple agotamiento.
El mal fario que desprende la place des Innocents, construida sobre un antiguo cementerio y uno de los lugares predilectos de la pareja, no solo es un velado anuncio de la tragedia que está por venir. Chirbes también está diciéndonos que no debemos olvidarnos de que la muerte respira bajo nuestros pies, a la vez que insinúa la naturaleza necrófaga del amor. En las novelas de Chirbes no hay ni un solo tornillo suelto. El escritor más riguroso y menos dócil de su generación era un obrero altamente cualificado de la industria novelística, además de un consumado forense.
Como todos los cascarrabias, Chirbes en el fondo era un sentimental. La canción que pone en boca de Michel, aunque no revele su título, es “I’ve Seen That Face Before” (He visto esa cara antes), el “libretango” de Astor Piazzolla que adaptó e hizo popular, a comienzos de los años 80 del siglo pasado, Grace Jones, musa de la cultura gay. Es una canción que describe el lado más oscuro de la vida parisina y la cara más triste del amor, y cuyo estribillo dice: “¿Qué buscas? ¿Encontrar a la muerte? / ¿Quién te crees que eres? Tú también odias la vida”.
Jorge Herralde, que además de a uno de los mejores autores de su catálogo ha perdido a un buen amigo, decía de Chirbes que era un francotirador que disparaba, con muy certera puntería, donde hace daño. Pero bajo el pesimismo, la negrura y la ferocidad, en todas las novelas del francotirador valenciano, y esta no es una excepción, hay un fondo de ternura. Chirbes no se arrodillaba a los pies de sus personajes, como hacía Dostoievski, sino que les miraba directamente a los ojos, de igual a igual.
De todas las novelas de Álvaro Pombo, la que más valoraba Chirbes era Contra natura, sin duda la novela española que ha abordado la homosexualidad con mayor intensidad, complejidad y hondura. En el epílogo, Pombo decía que su libro no era inocente ni era un relato pesimista, a pesar de que el desarrollo de la acción conducía con frecuencia a la tragedia o al absurdo. La mirada de Chirbes es siempre ideológica, mientras que la de Pombo, antes que ideológica, es filosófica. Pero en una y en otra novela se expresan, con vigor y crudeza semejantes, las relaciones entre homosexuales de distintas generaciones.
En el último número de la revista Turia aparecen unas notas de lectura de Chirbes. Una de ellas está dedicada a su regreso, en italiano, al Decamerón. A Chirbes le sorprende la potencia con la que Boccaccio describe los efectos de la terrible peste negra de 1348. En sus lecturas anteriores del Decamerón, Chirbes no había sido consciente de “la desolación de Boccaccio por los sufrimientos, por el horror de que ha sido testigo”, ni de la tremenda modernidad que hay en esa escritura que combate el miedo y la angustia por sus pérdidas irreparables.
Podría decirse que en Paris-Austerlitz hay esa misma proximidad entre el mal y su curación, pues el narrador es un superviviente que se levanta sobre el cadáver de su examante “para entender que vivir es seguir contándole la vida a alguien, transmitir, y sobreponerse a esa deformación que han dejado en la mirada la acumulación de horror y dolor, y tantas cosas indeseables como se han visto y sufrido”. En Chirbes, igual que en Boccaccio, la escritura es consuelo, medicina y resurrección. Pero de Paris-Austerlitz no se puede decir —como sí puede decirse del Decamerón— que sea una invitación a que la fiesta continúe. Después de leer la novela póstuma de Chirbes lo que menos le apetece a uno es salir a bailar.
Rafael Chirbes
Anagrama,
Barcelona, 2016,
160 págs.