El evangelio según Carrère
El Reino es el relato de su conversión y posterior abandono del cristianismo, pero también es un libro sobre la escritura
Desde hace algo más de 15 de años, Emmanuel Carrère (París, 1957) se dedica a escribir lo que él mismo denomina “un tipo peculiar de libros de no ficción”, donde “lo que hay en común es que hablan de situaciones y personajes reales. No hay reglas. No ficcionalizo. Y están escritos en primera persona”. Esa primera persona establece un tono inconfundible, que oscila entre lo confesional y lo irónico. También facilita otra de las características de estos libros: el relato de cómo se construye el artefacto literario. La non-fiction novel de Truman Capote es una influencia reconocida por Carrère, especialmente para El adversario (Anagrama, 2001), la primera de sus obras en esta línea. Pero en su búsqueda de la transparencia hay una crítica al autor de A sangre fría, que omitió en su libro su relación con los asesinos.
Un escritor de retratos
“Me gusta la pintura de paisajes, las naturalezas muertas, la pintura no figurativa, pero por encima de todo me gustan los retratos, y en mi terreno me considero una especie de retratista”, escribe Emmanuel Carrère en su obra más reciente, El Reino. En cierto sentido, son retratos los libros más logrados del autor: El adversario, sobre Jean-Claude Romand, un hombre que fingió que era médico y trabajador de la OMS durante casi 20 años y que asesinó a toda su familia cuando el engaño estaba a punto de descubrirse, y Limónov (Anagrama, 2013), donde reconstruye la trayectoria del escritor y político ruso, que fue delincuente, vagabundo y mayordomo antes de convertirse en una estrella literaria en Francia, y más tarde en defensor de Serbia en la guerra de Yugoslavia, fundador del Partido Nacional Bolchevique y opositor de Putin. También hay retratos, y una descripción de la irrupción de la tragedia en forma de catástrofe natural y de enfermedad, en De vidas ajenas (Anagrama, 2011), donde habla de una familia que pierde a su hija en el tsunami de Indonesia y de la tarea de dos jueces que combaten las cláusulas abusivas de las entidades de crédito.
Un elemento frecuente de sus novelas es que el narrador intelectual, irónico, es capaz de volverse loco
Carrère, descendiente por vía materna de una familia de exiliados rusos e hijo de la historiadora Hélène Carrère d’Encausse, es también cineasta y periodista y está influido por el psicoanálisis. Dice que a veces le gusta colocar sus rasgos en alguno de los personajes: esos retratos tienen algo de autorretrato. “No creo que puedas ponerte en el lugar de los otros. Y tampoco deberías. Lo único que puedes hacer es ocupar el tuyo, de forma tan completa como sea posible, y decir que intentas imaginar cómo es ser otra persona, pero decir también que eres tú quien lo imagina”, ha declarado a The Paris Review.
Un elemento frecuente de sus libros es que el narrador intelectual, irónico y propenso al examen de sí mismo, es capaz de volverse loco y disfruta contemplando y mostrando la posibilidad de caer en esa locura. En ninguna de sus obras es más visible ese abismo neurótico que en Una novela rusa (Anagrama, 2008), donde el relato de una filmación en un lugar perdido de Rusia y de una investigación sobre su pasado familiar se mezclan con la descripción impúdica, metaliteraria y devastadora del final de una relación amorosa.
Esas características comunes se combinan con un elemento imprevisible y provocador en la elección de los temas y en la forma de combinarlos. “Debe tener algo que está lejos de mí, debe exigir un movimiento hacia algo que me resulta ajeno —me dijo en una entrevista de 2013, cuando le pregunté cómo elegía el tema de sus libros—. Por otro lado, debe haber algo común, algo que puede estar oculto: tengo que encontrar por qué me fascina algo tan alejado.” Limónov le permitía escribir sobre un personaje refractario a las ideas de democracia y derechos humanos, contar algunos de los acontecimientos centrales de la segunda mitad del siglo XX, como la guerra de Yugoslavia o la desintegración de la URSS, y describir cierta cultura underground. El Reino es todavía más amplio: es una exploración autobiográfica —el abismo al que Carrère se asoma en El Reino es el de la religión católica—, una indagación histórica y periodística sobre los primeros tiempos del cristianismo, un relato de aventuras y una reflexión sobre el poder de las ideas.
Una de las cualidades de Carrère es el dominio de la narración. Confía en la potencia de su prosa
Carrère es autor también de una biografía de Philip K. Dick —al que admira— colaboró en la escritura de Les Revenants y en su literatura hay un elemento siniestro. Dick es una influencia en El bigote (Anagrama, 2014), una novela sobre un hombre que se afeita el bigote pero nadie se da cuenta. Una semana en la nieve (Anagrama, 2014), que escribió cuando no lograba encontrar el tono adecuado para El adversario, es un relato preciso e inquietante que protagoniza el hijo de un pederasta. Uno de los episodios más perturbadores de El Reino ocurre en la primera parte, cuando, poco después del nacimiento de su segundo hijo, Carrère contrata a Jamie, una niñera con cierto aire a la Kathy Bates de Misery. Cuando descubre que trabajó como canguro para Dick y que es cristiana, Carrère, todavía religioso, decide contratarla. El primer día, Jamie no acude a buscar al hijo mayor al colegio. Es el principio de un relato cotidiano y aterrador.
El grueso de El Reino es una investigación en torno a los primeros tiempos del cristianismo
El comienzo del libro es la crónica de una conversión, y resulta curioso compararlo con Sumisión, donde Michel Houellebecq cuenta la historia de un profesor que abraza el islam. A comienzos de los años 90, Carrère se hizo cristiano. Iba a misa todos los días, convenció a su pareja —que había conseguido escapar a una estricta y traumática educación católica— para casarse por la iglesia, dio un nombre cristiano a su hijo, era partidario de la interpretación literal de la Biblia y escribió 18 cuadernos de anotaciones sobre el evangelio de san Juan. Después abandonó la fe, como quien se cura de una enfermedad, y regresó a una especie de agnosticismo.
El grueso de El Reino —el epílogo vuelve a situarse en el París contemporáneo— es una investigación en torno a los primeros tiempos del cristianismo, a partir de la reconstrucción de las andanzas de san Pablo y de san Lucas, el médico griego fascinado por el mundo judío que se convierte en evangelista y en cronista de los hechos de los apóstoles.
Abandonó la fe, como quien se cura de una enfermedad, y regresó a una especie de agnosticismo
Inspirado en la Historia de los orígenes del cristianismo de Ernest Renan, Carrère reconstruye la atmósfera del Mediterráneo oriental unos años después de la muerte de Cristo. En el mundo romano las religiones del este tenían un encanto comparable al de las filosofías asiáticas en la actualidad, explica Carrère, aficionado al yoga y a las artes marciales. Muestra también un contraste entre una idea más bien relajada de la religión, propia de los romanos y el espíritu más intolerante de los cultos monoteístas, con la variante, en el cristianismo, de ser una religión en ciertos sentidos antinatural, que rechazaba el sexo o la lucha contra los enemigos. Uno de los aspectos más interesantes es la descripción de las controversias de los primeros propagandistas cristianos, divididos entre aquellos que creían que la nueva religión debía ser solo para los judíos (como Santiago) y quienes pensaban que debía ser universal, católica (como Pablo). Es un episodio de un trayecto misterioso y fascinante: cómo las creencias excéntricas de una pequeña secta judía se transformaron en una de las fuerzas más decisivas de la historia de la humanidad.
Un libro de libros
Al igual que en otras obras del autor, lo que se cuenta es cómo se escribe un libro: el texto que está escribiendo Carrère, y los textos que escribió Lucas. Hay un momento en el que el autor se lanza a imaginar lo que ocurre a sus personajes durante dos años. Carrère se siente cerca de Lucas: un extranjero, con una mente más atenta al detalle concreto que a la distinción teológica, y también un escritor que emplea distintas fuentes para construir su relato.
Carrère emplea textos bíblicos e históricos, como la obra de Flavio Josefo, lobista transformado en general judío y luego en colaborador y cronista de la guerra de los judíos contra los romanos, o los epigramas de Marcial, que describen la vida en la capital del imperio. Contrasta teorías, como las de Hyam Maccoby, y aclara contextos y establece paralelismos con elementos de la cultural popular (como el péplum, Lucky Luke o La vida de Brian) y la historia contemporánea (hay una analogía recurrente entre las facciones del primer cristianismo y las luchas entre los comunistas). A menudo las comparaciones —molestas para el crítico Pierre Assouline, que calificó el libro de “ego-péplum”— son divertidas y útiles. Al mismo tiempo, parecen señalar que Carrère se avergüenza un poco de de su tema. Pero pocos autores están tan cómodos mostrando su incomodidad.
Una de las cualidades de Carrère es el dominio de la narración, también palpable en El bigote o Una semana en la nieve, dos novelas anteriores publicadas el año pasado por Anagrama. En libros como Limónov o El Reino se ve a un escritor confiado en la potencia de su prosa, en que lo que dice va a atrapar el interés del lector, por arbitrario que parezca. La seriedad documental no está reñida con el humor y lo lúdico. Gradúa los elementos principales con los que parecen secundarios, y juega con las digresiones, como cuando dice que se ha dado cuenta de que en cualquier discusión los únicos argumentos válidos son los argumentos ad hominem o las interrupciones y las conexiones inesperadas. La reflexión sobre el retrato a partir de un cuadro de Rogier van der Weyden que muestra a san Lucas y a la Virgen da paso a la descripción de un vídeo porno que Carrère ve decenas de veces, antes de enviárselo a su pareja, que diagnostica: “En principio, y lo divertido es que da la impresión de que ni siquiera te das cuenta de ello, es algo completamente sociológico. Si esta chica te gusta tanto es porque en tus fantasías la concibes como una burguesa extraviada entre las proletarias del porno”. Uno de los placeres de leerlo es ver cómo acaba recogiendo hilos y procedimientos discursivos que lanza de manera aparentemente gratuita.
En ocasiones Carrère muestra algo bello y enigmático en las palabras y parábolas de Jesús, y también en sus aspectos absurdos. “Mi posición, en síntesis, es que buscar el sentido de la vida, el lado oculto de esta realidad última a la que con frecuencia se designa con el nombre de Dios es, si no una ilusión (‘No sabes nada al respecto’, objeta Hervé, y yo lo admito), al menos una aspiración a la cual algunos son propensos y yo no”, escribe. Uno de los elementos más discutibles del libro es cierta inhibición, como si Carrère sospechara que hay algo, una forma de conocimiento o de experiencia, que pertenece a la religión y posee una profundidad inalcanzable de otro modo. “¿Por qué tiene que ser tan inteligente a toda costa?”, le pregunta una psicoanalista, y esa inteligencia, explica Carrère, es algo negativo: “Con esto se refería a que era incapaz de la simplicidad, era tortuoso, alguien que busca tres pies al gato, que se adelanta a objeciones que nadie piensa formularse, que no puede pensar una cosa sin pensar al mismo tiempo lo contrario y luego lo contrario de lo contrario y que con este tejemaneje mental se extenúa para nada”. Esa ambivalencia recorre este libro extraordinario, donde Carrère realiza una descripción racional y técnicamente asombrosa de su atracción por lo irracional.
El Reino
Emmanuel Carrère Traducción de Jaime Zulaika
Anagrama , Barcelona, 2015,
520 págs.
Novelas sin apetito de ficción
“No tengo un punto de vista ideológico, como otra gente que dice que la novela está muerta. Me gustan las novelas, las leo, pero creo que ya no escribiré ficción”, ha declarado Carrère. A diferencia de otros autores —como Javier Cercas, un escritor con el que se le podrían encontrar algunos parecidos—, no considera que los libros que escribe sean novelas. Tampoco cree que sea algo novedoso. Piensa que entronca con algunos de los autores que más le gustan: Montaigne, Sterne o Diderot. Esa escritura sobre lo real se puede ver en otros autores contemporáneos franceses, como Jean Echenoz, autor de Correr, sobre Emil Zatopek, o Relámpagos, sobre Nikola Tesla. Carrère ha dicho: “Recuerdo que una vez hablé de eso con Jean Echenoz. Él decía: ahora, en este momento de mi vida, no tengo apetito de ficción. Respondí: yo tampoco. Lo que es extraño es que, cuando estás convencido de que sigues tus impulsos más íntimos y eres muy fiel a ti mismo, levantas la cabeza y descubres que estás haciendo lo mismo que todos los demás”. Uno de los problemas de ese tipo de literatura es cómo afecta a los demás. Ese es uno de los temas centrales de Una novela rusa: “Hice las peores cosas que puede hacer un escritor y produje las peores consecuencias”, ha declarado. “Pienso que, como regla general, no deberías hacer daño a la gente. Es una regla que transgredo. Con ese libro hice daño a gente y sabía de antemano que iba a ser así. Pero eso no significa que esté en contra de la regla: creo en esa regla, aunque no la respetara esa vez.” O, como ha dicho alguna vez: “No me comporto especialmente bien, pero soy una persona muy moral”.