21/11/2024
Opinión

Proceso constituyente, clamor popular y otros desvaríos

Desvarían quienes proponen la violación de la Constitución y también los que se oponen a su reforma, pero desvariados son igualmente algunos de los cambios que se sugieren

Proceso constituyente, clamor popular y otros desvaríos
Fede Yankelevich
Por lo que se puede leer en los programas electorales y en los periódicos y oír en tertulias radiofónicas o televisivas, e incluso en foros académicos, en relación con la Constitución nuestros políticos nos ofrecen tres opciones distintas: reformarla, dejarla como está o sustituirla por una nueva.

Es forzoso entender que es esta  última la que nos proponen quienes siguen predicando la necesidad de abrir un periodo, o acto, o proceso constituyente, una noción que por fortuna no aparece ya en el programa electoral de Podemos, en cuyo seno surgió, pero de la que continúan haciendo uso en la campaña electoral algunos candidatos de este partido. Esa necesidad no puede nacer de la imposibilidad de ser ese el único camino para hacer una Constitución distinta de la actual o para conseguir una amplia participación ciudadana en la elaboración de su texto. Lo primero está ya explícitamente previsto en el artículo 168 y será difícil encontrar un procedimiento más abierto a la participación ciudadana que el que este precepto establece para la reforma total.

De lo que cabe inferir que el único motivo para pedir la apertura de un periodo constituyente es la voluntad de poner término al sistema constitucional que hoy tenemos para hacer una Constitución de nueva planta con la que se ha de iniciar un tiempo nuevo. Pero si malo es que la nueva política comience así, por un regreso a nuestra vieja y triste tradición, peor aún es que no se dé explicación alguna sobre cuál es el poder que ha de llevar a cabo esa empresa, que llamaré rupturista, y cuál la finalidad que no cabe alcanzar sin ruptura.

Como los defensores de la ruptura son demócratas y republicanos no pueden confiarla, como en el siglo XIX, a la soberanía del monarca y menos aún a un golpe militar, sino dejarla en manos del pueblo. Del pueblo entero, no, como en el siglo XX, de un partido que pretenda guiarlo como vanguardia del proletariado o único representante auténtico de la nación. Pero sería absurdo pensar que la mayoría de los votantes apoyaría la decisión de recuperar el “poder constituyente originario”, por el puro gusto de ejercerlo, y no para lograr un objetivo de otro modo inalcanzable. Dados los tristes resultados del chavismo venezolano, no es probable que para nuestros rupturistas el objetivo que obliga a esa famosa “recuperación” sea hoy (quizás sí en el pasado) el de instaurar entre nosotros el “socialismo del siglo XXI”. La finalidad puede ser cualquier otra y convendría conocerla, pero sea cual fuere, será el fundamento de legitimidad del nuevo orden constitucional y en consecuencia se alzará por encima de todos los demás valores, y muy en especial del pluralismo político.  Por su sentido, como por su inicio, la nueva Constitución nos devolvería  al mundo de enfrentamientos violentos que en 1978 quisimos dejar atrás para siempre.

El “proceso constituyente” es una insensatez; la apelación a la ausencia de “clamor popular” como razón para resistirse a la reforma constitucional es más bien una necedad de la que no valdría ocuparse si no fuera porque, como prueba la reiteración del argumento, no es ocurrencia de alguien con no demasiadas luces, sino idea que ha hecho suya el Partido Popular para complementar la de la falta de consenso y que no puede ser aceptada sin poner en riesgo el pluralismo político.

Es cierto que no ha habido manifestaciones populares para pedir la reforma de la Constitución, pero tampoco, hasta donde sé, han sido manifestaciones de este género las que han impulsado las reformas constitucionales que en los últimos 50 años se han hecho en Alemania, o Francia, o Italia, o en ningún otro sitio. Ni son las manifestaciones la única vía por la que se expresa la opinión pública, ni la más adecuada para hacerlo sobre cuestiones de esta naturaleza. Según el artículo 6 de la Constitución, la función de los partidos políticos es la de contribuir a la formación y manifestación de la voluntad popular y puesto que la mayor parte de los que concurren a las elecciones incluyen en sus programas la reforma constitucional,

No hay manifestaciones para pedir la reforma, pero tampoco fue ese el impulso de los cambios en Alemania o Francia

decir que esta no es deseada por el pueblo equivale a sostener que esos partidos falsean  una voluntad que solo el Partido Popular respeta. Para escapar de esta peligrosa implicación, quienes lo utilizan podrían aducir que el  argumento no habla de falta de voluntad, sino de ausencia de “clamor”, pero con esa reducción lo hacen tan inconsistente que no tiene sentido utilizarlo a menos que, con un razonamiento análogo al de Hearst sobre los lectores de periódicos, los dirigentes del Partido Popular piensen que ningún partido ha perdido nunca unas elecciones por infravalorar la inteligencia de los votantes.

Desvarían quienes proponen la violación de la Constitución o se oponen a su reforma, pero desvariadas son también algunas de las reformas que se proponen. No pocas y por razones distintas.

La más graciosa es la paradójica propuesta que Podemos hace en el apdo. 253 de su programa de dejar a la elección popular el nombramiento de los miembros del Consejo General del Poder Judicial con el fin de despolitizarlo. La fórmula no va acompañada del razonamiento que explique la aparente contradicción entre el fin y los medios , o por qué en este caso no se considera suficiente el procedimiento de descartes sucesivos (frecuente en certámenes literarios, entre ellos el premio Goncourt) que con el mismo fin  (apdo. 232) se quiere aplicar para la designación de magistrados del Tribunal Constitucional. Una pena que no podamos conocerlo,  no para argumentar en contra, pues la curiosa propuesta difícilmente encontrará los apoyos necesarios para su puesta en práctica, sino por el gusto de ver de cerca esta nueva manifestación de nuestro viejo arbitrismo.

Menos extravagante, menos evidente, y mucho más preocupante, es  el error en que incurren las diversas propuestas de reforma que, con el fin de asegurar el cumplimiento de los derechos sociales (blindarlos, se dice en algunos casos), pretenden transformarlos en derechos fundamentales. Preocupante no solo porque cuenta con sólidos apoyos en muchos de los partidos en liza e incluso, fuera de ellos, en ONG tan admirables como Amnistía Internacional, Greenpeace o Intermón, sino porque lo muy justificado del fin que se pretende lograr ocultará para muchos lo equivocado de los medios. El error no estriba en las pocas modificaciones que se proponen para el enunciado  de estos derechos sociales sino en el propósito de encomendar su realización al Tribunal Constitucional. En la actualidad el Estado está obligado a hacer posible el ejercicio de estos derechos, pero es el legislador el que determina su contenido concreto (por ejemplo, la cuantía de las pensiones, las prestaciones de la sanidad pública, las medidas a adoptar para asegurar la utilización racional de los recursos naturales o hacer posible que todos los españoles tengan una vivienda digna  adecuada). Como esa tarea exige tener en cuenta el monto total de los recursos disponibles para todos los gastos del Estado y la necesidad de conciliar intereses contrapuestos, parece lógico dejarla en manos de quien tiene la potestad de establecer los impuestos, autorizar la emisión de deuda y aprobar los Presupuestos Generales del Estado.
 
La reforma que se propone intenta encomendarla a los jueces y muy especialmente al Tribunal Constitucional, que para llevarla a cabo habría de tener también la posibilidad de modificar los Presupuestos o de ponderar el peso relativo de intereses contrapuestos en la salvaguardia del medioambiente o en el disfrute de la vivienda  etc., etc.  En definitiva, de hacer política. El absurdo es tan evidente que creo lícito ahorrarme el esfuerzo de demostrarlo. Lo único que excusa a sus autores es que se han visto inducidos a cometer el error por el ejemplo de quienes ya lo hicieron, aunque con un sentido bien distinto, al constitucionalizar el equilibrio presupuestario y la obligación de pagar la deuda.