30/10/2024
Análisis

En defensa de un Tribunal amenazado

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Aunque el Tribunal Constitucional (TC) es bien capaz de defenderse sin mi ayuda, como miembro que fui de él durante 12 años y corredactor de su Ley Orgánica, creo tener alguna legitimidad para opinar sobre la proposición de ley que pretende reformarla y la obligación de hacerlo. Sin esperanza alguna de ser  escuchado por sus autores o por quienes sin duda la apoyarán con sus votos, lo hago solo en descargo de mi conciencia, para no dejar pasar en silencio la comisión de un error que no beneficia a nadie (salvo, quizás, al independentismo catalán) y puede causar un daño gravísimo al Tribunal Constitucional. Que, dicho sea de paso, es el supremo intérprete de la Constitución pero no su garante último, como se dice en la Exposición de Motivos de la proposición.

Erróneos son el momento elegido para tomar la iniciativa, la forma de esta, el modo de presentarla y el procedimiento que se pretende seguir para convertirla en ley. Si la finalidad perseguida es la de dotar al TC de los instrumentos suficientes para adaptarlo a “las nuevas situaciones que pretenden soslayar o evitar la efectividad de sus resoluciones” y estas son conocidas desde hace muchos meses, quienes así lo crean no debieron esperar hasta el último momento de la legislatura. Y si el Gobierno comparte esta creencia, fue él el que debió tomarla  mediante un proyecto de ley: por la dignidad del órgano afectado y sobre todo para hacer posible que el juicio de diputados y senadores hubiera podido ilustrarse con los dictámenes del Consejo de Estado y del Consejo General del Poder Judicial.
 
Ahora no podrán contar con ellos y hasta cabría sospechar que puede haber sido el deseo de evitar estos dictámenes lo que ha movido a acudir a una proposición de ley suscrita exclusivamente por el partido gubernamental. Que a la presentación en el Congreso de los Diputados el portavoz del Grupo Popular acudiera acompañado del Sr. García Albiol, que no es diputado, es cosa que raya en el esperpento y que solo puede explicarse por razones electoralistas. Y por último, erróneo es el procedimiento de urgencia, con tramitación directa y en lectura única. El Reglamento del Congreso hace posible acudir a este procedimiento cuando la naturaleza del texto lo aconseje o su simplicidad lo permita. Como este texto no es simple y su rango de ley orgánica no aconseja la urgencia (en el supuesto, no indiscutible, de que la tolere), quienes han propuesto  y acordado seguir este procedimiento solo pueden considerarlo aconsejable por el temor a un riesgo inminente. 

La posibilidad de suspender autoridades sin oírlas dañará la legitimidad del TC
como órgano imparcial
 

Es más que probable que los independentistas catalanes se sientan animados al saberse así temidos y, por desgracia para quienes no querríamos ver a Cataluña fuera de España, este ánimo no se verá disminuido por la magnitud de los obstáculos que la nueva ley quiere poner en su camino con las modificaciones que introduce en cuatro artículos de la Orgánica del TC. Algunas, como las que determinan la supletoriedad de la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa o dan al Tribunal la facultad de notificar directamente sus resoluciones a cualquier autoridad o empleado público, son jurídicamente inobjetables y no perjudican al Tribunal, pero son de muy dudosa eficacia. El enunciado que atribuye valor de “títulos ejecutivos” a todas sus sentencias y resoluciones es engañoso e inexacto: la inmensa mayoría de las sentencias del Tribunal no pueden serlo porque su naturaleza lo impide. Son sentencias que anulan normas legales o reglamentarias, sentencias judiciales o actos administrativos; esto es, sentencias constitutivas que quedan cumplidas con su publicación y a las que por tanto, como bien dice la Ley de Enjuiciamiento Civil, no cabe atribuir fuerza ejecutiva. Tal vez, en cuanto puede hacer que nuestra sociedad tenga una idea falsa  de su naturaleza, esta inexactitud cause un cierto daño al Tribunal, pero no será mucho. Tampoco sería grande, si alguno, el  que pudiera ocasionar la elevación de los límites de las multas coercitivas que el TC está facultado para imponer a todas las personas investidas o no de poder público que desatiendan sus requerimientos. Antes podían ir de 600 a 3.000€, ahora de 3.000 a 30.000. Tal vez así se fuerce el cumplimiento de lo mandado, pero como estas multas se pueden repetir cuantas veces sea necesario, por ejemplo diariamente, el apremio anterior ya era considerable. Lo malo y perjudicial es que al hacer esto y sin razón alguna se elimina la posibilidad que ahora existe de hacer estos cambios por ley ordinaria.

Pero para no aburrir al lector no jurista, me limitaré en lo que sigue a lo realmente grave y nocivo para el Tribunal: las potestades de más que dudosa constitucionalidad y más que probable inutilidad que ahora se le dan para adoptar, de oficio o a instancias del Gobierno, pero sin oír a las partes, las medidas necesarias para asegurar el cumplimiento de las resoluciones que suspenden disposiciones, actos o actuaciones (artículo 92.5) y sobre todo para acordar la suspensión durante el tiempo preciso de las autoridades o empleados públicos de la Administración responsable del incumplimiento (artículo 92. 4, b). El primero de esos preceptos introduce un tremendo desequilibrio entre el Gobierno y las demás partes del proceso, que a diferencia de aquel no pueden instar la adopción de medidas de ejecución ni hacerse oír. Dejando aparte la violación del principio de igualdad de armas que impone el derecho a la tutela judicial efectiva, y sobre la que quizás el propio Tribunal se vea llamado a pronunciarse, este desequilibrio daña gravemente su imagen pública y su autoridad como órgano imparcial.

Si el Gobierno quiere ahorrarse el coste de acudir al artículo 155 y echar esa carga al TC, conseguirá destruirlo


El segundo es a mi juicio inconstitucional, pero sobre todo es estúpido porque ignora que la suspensión de funciones de las personas es inútil y ridícula cuando la responsabilidad del acto o de la omisión no es de la persona sino de la institución. Supongamos, aunque la suposición sea absurda, que el Tribunal acuerda suspender en su función al presidente de la Generalidad, que para acatar puntualmente la decisión traspasa su ejercicio a quien según la ley haya de sustituirlo, el cual mantiene la misma actitud y así hasta el infinito, pues siempre habrá personas que puedan hacerse cargo de las instituciones. Por eso, con razón, es la suspensión de las instituciones la que la Constitución (artículo 155) prevé para estos casos y por eso también la configura como decisión política, no judicial. Si, como algunos han dicho, una de las razones de la iniciativa es la de ahorrar al Gobierno el coste político de acudir al artículo 155 echando esa carga sobre el TC, solo habrá conseguido destruirlo.