30/10/2024
Música

Nueva electrónica feminista. Cuerpo, tecnología y brujería

Muchos de los pioneros de la música electrónica fueron mujeres. Aquí se traza una genealogía de productoras-compositoras desde los años 30 a hoy

Abel Hernández - 09/09/2016 - Número 50
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Nueva electrónica feminista. Cuerpo, tecnología  y brujería
Björk en la portada de ‘Homogenic’, de 1997.
No es nuevo encontrar obras sobresalientes hechas por mujeres en el campo de la electrónica. Muchos de los pioneros de este arte fueron mujeres. Puede trazarse una genealogía de compositoras que, desde finales de los años 30 y, sobre todo, a partir de los 50, abrieron o contribuyeron a abrir nuevas sendas en la experimentación musical electrónica en sus distintas fases. Como recuerda Katrin Richter en su ensayo “Women and Their Machines”, en meoko.net, muchas de ellas tuvieron un papel esencial en el desarrollo de medios y fines en esa clase de géneros musicales.

Johanna Magdalena Beyer, Teresa Rampazzi, Else Marie Pade, Daphne Oram, Ruth White, Bebe Barron, Maddalena Fagandini, Mireille Chamass-Kyrou, Eliane Radigue, Pauline Oliveros, Yoko Ono, Beatriz Ferreyra, Delia Derbyshire, Maryanne Amacher, Annea Lockwood, Wendy Carlos, Franca Sacchi, Alice Shields, Pril Smiley, Maggi Payne, Suzanne Ciani, Daria Semegen, Laurie Anderson, Christina Kubisch, Lena Platonos, Christine Newby-Cosey Fanni-Tutti, Ikue Mori, Manon Anne Gillis, Doris Norton, Gudrun Gut o Phew son solo unos pocos nombres de las pobladoras de los primeros años. A partir de los 80, comenzó una multiplicación de este tipo de propuestas musicales.

Katrin Richter escribe: “No era solo gente interesada en las nuevas tecnologías sino, más allá, compositoras con talento que se situaban en la primera línea de su desarrollo, asumiendo roles proactivos mediante la exploración de cómo podían y debían ser tocados los sintetizadores y otros instrumentos diferentes. Sigilosas, encerradas en estudios y laboratorios de sonido, muchas de estas mujeres investigarían y trabajarían para hacer progresar la capacidad de la tecnología musical, concibiendo nuevas propuestas sobre cómo podrían construirse las máquinas para, a continuación, probarlas tocándolas en vivo sobre un escenario”.

La fuga al postclub

La historia de las compositoras electrónicas en el ámbito académico ha sido profusa, pero tanto más lo ha sido su borrado de la historia oficial. El lugar que han ocupado ha sido el segundo plano en las fotos, la esquina de los grupos, el anexo en los anales.

En Women Composers and Music Technology in the United States (Ashgate, 2006) Elizabeth Hinkle-Turner denunciaba este metódico ninguneo. A la vez, se alarmaba de encontrar cada vez menos mujeres en la electrónica y la computer music académicas. Pero posiblemente perdía de vista el traspaso que, desde los 80 (inevitable pensar en la música industrial, por ejemplo) se estaba produciendo desde el medio académico hacia los arrabales de la metrópoli Pop. La obra de las jóvenes generaciones de compositoras productoras vanguardistas florecía en esa electrónica híbrida entre el club y lo experimental, en una incipiente estética post-club y no genérica. Con las dos décadas de la popularización de los medios electrónicos, digitales y computerizados de producción, el fácil acceso ha conducido a muchos artistas electrónicos a la autogestión de la experimentación. El laboratorio y estudio de sonido pueden ser caseros, en torno a un PC ya más capaz que algunos de los grandes estudios experimentales del pasado. Un PC que, además, también es un medio de difusión al conectarse a la red. Esta clase de transferencia resulta evidente en los casos de ida y vuelta entre escenas. Un buen ejemplo es la estadounidense Holly Herndon quien, tras vivir por un tiempo el clubbing berlinés, se sumergió en el campo académico para conocer más profundamente técnicas y conceptos y, tras esa depuración, ha traído una propuesta en el límite, enriquecida por ambas experiencias. Herndon puede visitar el IRCAM, pero también hacer sus complicadas operaciones musicales-sonoras con un ordenador portátil y hacerlo en un club. La inclasificable y polifacética Mica Levi o la cambiante Anna Meredith, ambas británicas, aun cuando en sus obras tienen un peso distinto la mentalidad y procesamiento electrónicos, podrían asimismo servir como ejemplos de esto.

No es difícil encontrar entre las compositoras una hermandad en las afueras de la tradición cultural

El fenómeno que hoy se observa en ese campo de la electrónica del pop outsider propone una continuidad y una reivindicación del legado de las compositoras pioneras. Una sabiduría heredada. Muchas de las citadas y otras productoras-compositoras incorporan descubrimientos y el sentido experimental y vanguardista de esas pioneras. Se acercan a esa historia de la electrónica escondida como si de conocimientos ocultos se tratara. A poco que se observa, resultan evidentes las filiaciones y parentescos.

Esta influencia es notable también en la tendencia clara hacia lo sintético o la abstracción de algunas compositoras que, tras dar sus primeros pasos en ámbitos más cercanos al rock o postrock, han ido incrustando materiales experimentales y procesuales hasta hacer virar su obra hacia terrenos limítrofes. Como la cantautora noruega Jenny Hval (lo que prometen los adelantos de su inminente disco Blood Bitch así lo confirman) o la colombiana Lucrecia Dalt, que ha encontrado un camino muy particular en lo textural y extractado desde lo orgánico. Otros casos son la siempre desbordante y experimentadora Björk, Julia Holter (incluso cuando su música parece haber desembocado en un pop psicodélico y surreal desde latitudes más experimentales) o Haley Fohr-Circuit des Yeux (aunque el pop de la estadounidense tenga un pie en los rocks estadounidenses y otro en lo camerístico, y su uso de la electrónica sea más ornamental). Por este camino se abre una senda que lleva a Liz Harris (Grouper), Eva Saelens (Inca Ore) y hasta grupos como Broadcast, con la malograda Trish Keenan como elemento esencial.

Quizá ese rol secretamente heroico que aquellas  desempeñaron haya producido un efecto llamada, estimulando una tendencia fronteriza, una salida de los cánones, un comportamiento artístico fuera del foco de la industria pop y de los roles asignados históricamente a las mujeres (cuando no cierta tendencia hacia la desaparición). No es difícil encontrar aquí un linaje continuado de artistas que se asocian más allá del centro, una hermandad en las afueras de la tradición cultural.

No se trata de una música electrónica “femenina”. Tal cosa no existe y, de hecho, hablar con uno u otro subterfugio de “toque femenino” sería lo contrario de lo que se escucha en estos casos. Precisamente lo que se aprecia a menudo es una posición de antagonismo hacia la idea identitaria y esencialista de género. Quizá la pregunta adecuada sea: ¿por qué mucha de la música electrónica que hoy transmite una excitación distinta, que capta algo inesperado y además resulta que está hecha por mujeres, resulta no solo personal y artística sino que también me interpela? Y quizá la respuesta podría ser: porque rompe abiertamente o juega con lo que autoras feministas como Judith Butler llamarían performatividad.

De eso habla el vibrante ensayo “Dismantling Womanhood: Electronic Music and the Artificiality of Identity”, en thefourohfive.com, en el que Simon Chandler afirma que “es alentador comprobar el aumento de compositoras cuya obra desafía explícitamente los estereotipos de género que con demasiada frecuencia les son impuestos […] que directa o indirectamente cuestionan la noción de género como un concepto estable. Lo más interesante es que han logrado esto casi exclusivamente mediante música electrónica”.

Si se siguen las ideas de Nancy Fraser sobre la identidad y diferencia como algo inherentemente represivo y excluyente, el feminismo no debe construir una identidad o un sujeto colectivo feministas sino lo contrario: deconstruir todos los discursos hechos con la excusa de las mujeres.

Contra los roles de género

Frente a la enorme visibilidad de los atributos “femeninos” propia de la música popular, la ocultación parcial en el anonimato de las nuevas compositoras-productoras conlleva una clara toma de partido. En parte es como si estas tomaran con orgullo, como una parte más de la herencia recibida, esa vida más a la sombra que en su día les fuera impuesta a aquellas aventureras electrónicas que las precedieron.

Pero, además, en muchos casos aparece un bloqueo de la construcción del estereotipo esencialista de género mediante un desvío o détournement de los atributos corporales y sexuales que se le suponen propios. Es el caso de Copeland o FKA Twigs (esta en parte gracias a la distorsión de imagen que facilitan realizadores visuales como Jesse Kanda). Todo ello se conecta con la estética queer de Arca, Lotic o Boychild.

Diversas artistas (como Pharmakon, Gazelle Twin o Jenny Hval) niegan la noción del cuerpo como capital-espectáculo, como apariencia perfectamente controlada propia de las estrellas de la música popular con la que se consolidan los ideales de juventud-salud, seducción-placer. Conectan con lo carnal incluyendo y aceptando enfermedad, decrepitud y muerte, se acercan a los procesos del cuerpo en cuanto que organismo autónomo y a la desconexión de lo racional con lo orgánico.

Mientras, otras artistas como Holly Herndon se fijan en la deconstrucción del atributo por excelencia: la voz. Herndon propone una lectura de las nociones poshumanistas de embodiment de Katherine Hayles. En discos como Movement o Platform, Herndon manipula, desfigura y fragmenta la voz hasta depurarla de buena parte de los atributos asignados por la construcción identitaria femenina. En realidad las propuestas feministas poshumanistas de Hayles pueden rastrearse en obras de muchas de estas compositoras.

Empoderamiento técnico

En El tecnofeminismo (Cátedra, 2006), la socióloga Judy Wajcman advierte de la infrarrepresentación de las mujeres en los campos científico y tecnológico y de cómo, paralelamente, el uso de la tecnología contribuye decisivamente a la supremacía masculina. Contra la consideración de que las mujeres no entienden de ciencia, de técnica, y por ello tampoco saben usar la tecnología, y ni mucho menos está a su alcance diseñarla, Wajcman ha explicado cómo a principios de los 70 las teorías de la inferioridad de la mujer en estos campos aún pretendían sustentarse en supuestos estudios científicos. La ciencia ya no avala tales infundios, pero la mentira permanece flotando en el aire, todavía ampliamente extendida incluso entre la población mejor educada y más desprejuiciada.

Las compositoras-productoras de electrónica, en especial las que también programan o desarrollan las técnicas (sumemos a las ya citadas otras como JLin, Fatima Al Qadiri, Beatrice Dillon o Helena Hauff…), están resquebrajando la idea de vínculo natural de la mujer con determinadas facetas humanas y artísticas. Se empoderan mediante apropiación de un territorio históricamente negado a las mujeres. De modo que la creación de lógicas, técnicas y/o métodos electrónicos para componer y producir música se convierte en un terreno igualitario para la transformación.

Haberlas, haylas

Las consecuencias liberadoras de este empoderamiento son significativas. Como explica con detalle Silvia Federici en Calibán y la bruja (Traficantes de Sueños, 2010), hacia el fin del feudalismo, cuando se reprimía el creciente poder de un campesinado europeo que amenazaba con cambiar el orden, se desató una campaña de terror contra las mujeres. Desde mediados del siglo XVI y durante 200 años, cientos de miles de mujeres (hasta varios millones según algunos autores) fueron masacradas y sometidas a las más crueles torturas. La mujer independiente, que a menudo encabezaba revueltas contra la injusticia y el hambre impuestas por los poderosos, la mujer sabia en conocimientos ancestrales, la que estaba sexualmente emancipada o la que, simplemente, resultaba inservible en lo laboral o lo reproductivo se convirtieron en un estorbo cuando no una amenaza para el poder y, por ello, algo a exterminar.

Lo que se aprecia a menudo es una posición de antagonismo hacia la idea identitaria y esencialista de género

En esta genealogía de mujeres que producen y han producido música electrónica hay algo de reivindicación de la imagen de la bruja. El paso del rol femenino pasivo, incluso de la imagen afeminada sexualizada, hasta nuevos modos de emancipación del cuerpo-voz, el empoderamiento mediante la conquista del saber técnico, el trabajo en la oscuridad, la invisibilidad y el uso de lo oculto, su reunión en las afueras de la cultura dominante (la académica y la popular de consumo), la transmisión fuera incluso de la academia de ciertos saberes o influjos…, todo ello encajaría bien con estas compositoras del extremo.

La etimología siempre puede ayudar. Las brujas son mujeres que hacen hechizos y usan fetiches con fines mágicos. Hechizo y fetiche (su derivación pasada por Portugal) tienen su origen en el latino facticius, participio del verbo facere: o sea, hacer. Como sustantivo, hechizo significa “encantamiento, encanto, acción que pretende tener algún poder mágico” y como adjetivo “artificial, no natural, falso”. ¿Es posible que sean brujas aquellas que seducen con su arte musical electrónico, brujas que hacen música? Son mujeres heterodoxas que conocen profundamente la naturaleza del cuerpo y la mente y desean intervenir mágicamente en la realidad mediante la creación no natural, artificial, tecnológica, de pócimas, hechizos y fetiches, de sigilos hechos con sonidos.