21/11/2024
Música

La identidad inglesa está en el pop

Pocos países se pueden permitir el lujo de explicarse a través de sus grupos, como ha hecho Reino Unido

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La identidad inglesa está en el pop
The Smiths en 1986. Rough Trade Records
Es posible que, cuando Danny Boyle recibió el encargo de dirigir la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Londres 2012 a través de los iconos de la identidad británica, ningún otro brillara en su cabeza con tanta fuerza como la herencia cultural de la música pop. Aquel breve pero espectacular repaso a los elementos definitorios de Reino Unido, de su identidad como nación de naciones, culminaba en una impresionante sucesión de heroicos intérpretes y maravillosas canciones. Exceptuando Estados Unidos, cuya sensibilidad cultural difiere en tantos aspectos de la británica, solo un país como Reino Unido podía permitirse el lujo, acaso la frivolidad, de explicarse al mundo a través de los Sex Pistols, The Who o Blur.

Aquella gala era también un canto a la universalidad de la identidad británica. Sus artistas han conquistado los corazones de medio mundo desde mediados de los 60, y posiblemente lo sigan haciendo durante décadas. ¿Qué queda hoy de ese proverbial internacionalismo? La decisión del pueblo británico de marcharse de la UE también ha tenido un efecto psicológico y múltiples explicaciones ideológicas en forma del reinado de la identidad nacional como vehículo de las políticas públicas, el repliegue nacional, el ombliguismo de la Pequeña Inglaterra, un país partido identitariamente por la mitad, y un largo etcétera. Todo ello ha vuelto a poner sobre la mesa una pregunta eterna para toda nación: ¿qué significa ser inglés?

Steven Patrick Morrissey, vocalista de The Smiths, agitador mediático y vegetariano militante, estaría encantado de responder, a su modo, a esa pregunta. Treinta años después de la publicación de su particular obra maestra, The Queen Is Dead, pocos discos representan de forma tan fidedigna y firme la identidad inglesa, la inglesidad. Su carácter delicado y mordaz, tan sensible como devastador en su sarcasmo permanente, sirve de perfecto remache a toda una larga tradición cultural británica consistente en explotar las emociones del público como forma de transmitir mensajes delicados y brutales, siempre trazados con finura. Como Shakespeare y Lord Byron, The Smiths y su The Queen Is Dead, tres décadas después, forman parte de la espina vertebral de la identidad nacional británica.



El trazo literario no es gratuito. La historiografía reciente anglosajona, la más brillante de la contemporaneidad, lleva sumergida cierto tiempo en los estudios culturales. Al albur de la crisis de las identidades nacionales y del teórico fin del Estado-nación  —antes de que el repliegue nacional pusiera fin a la premisa—, ha surgido un reducido pero muy interesante número de estudios que han profundizado en el papel que la música pop ha desempeñado en la elaboración de la identidad nacional británica moderna. El más citado, y también el más brillante, es el publicado por Irene Morra, investigadora de la Universidad de Leicester. Su Britishness, Popular Music and National Identity: the Making of Modern Britain (Routledge, 2013) es un análisis excelente y sintomático de la importancia de la música pop en la vida diaria y en el imaginario nacional de los británicos. Pocos países del entorno pueden producir obras académicas tan profundas y documentadas en torno al pop. Ahí, además, la literatura británica se enlaza con clarividencia con la música pop.

En los 60, en medio del declive económico,  se produjo la reconquista británica del mundo cultural

The Queen Is Dead, amén de servir de relato fundacional para el indie pop británico moderno, contenía un puñado de canciones a celebrar por su capacidad para entroncar universalmente con emociones como el desamor, la angustia y la melancolía. Pero también era un pequeño homenaje a la poesía tradicional británica, muy en especial en la letra de “Cemetry Gates”, donde Morrissey, cuyas escrituras han cautivado a generaciones del mismo modo que las obras de Shakespeare lo hicieron durante la época isabelina, hacen referencia a Keats, a Yeats y a Wilde, enmarcando la música de The Smiths en un contexto muy determinado: Gran Bretaña y su producción poética.

Nuevos símbolos

Cuando los británicos tuvieron que repensar su yo colectivo después de la Segunda Guerra Mundial, las artes escénicas o la literatura habían dejado de conectar del mismo modo con la sensibilidad popular. Habían perdido influencia, quizá sepultadas a nivel mediático por herramientas revolucionarias como la televisión o la radio. En aquel momento de impasse aún no superado, Inglaterra, mucho antes que Escocia, Gales o Irlanda —que se podían aferrar a sus relatos locales, folclóricos y nacionales propios, lejos del imperio—, necesitaba encontrarse a sí misma. Perdido el imperio, no solo como manifestación territorial sino también como una forma de poder cultural, de influencia y prestigio mundial, ¿cuál debía ser el lugar de Inglaterra en el mundo? En muchos sentidos, es un dilema aún no superado. Menos aún en los años 50 o 60, cuando el declive económico contrastaba con la feliz prosperidad y el dominio occidental de Estados Unidos, antigua colonia definitivamente venida a más. El Reino Unido previo a 1945 no servía ya como marco cultural para el Reino Unido posterior a 1945, y tampoco sus símbolos e identidades.

 Mick Avory, Pete Quaife, Dave Davies y Ray Davies, The Kinks, alrededor de 1964. Columbia tristar / getty

En ese contexto la música pop británica, su regurgitación del blues afroamericano en forma de melodías saltarinas y golpes de estribillo, conquistó primero Reino Unido y después el universo. Cuando The Beatles viajaron alrededor de todo el mundo lo hicieron al compás del merseybeat, un género localista creado en el norte de Inglaterra. Cuando lo hicieron The Who y su inspirador movimiento mod, fue a lomos de la Union Jack y de una marcada estética británica, elegante, con un punto rebelde, sofisticada pero salvaje. Como explica Morra, los 60 representan la reconquista británica del mundo cultural, los cimientos de un dominio que, huérfano de influencia política o estratégica, se tornaba en un fenómeno juvenil, sentimental y absolutamente nuevo. Desde entonces la identidad inglesa está firmemente asociada a la música pop. Sin embargo, eso no significa que la inglesidad sea un vehículo artístico para sus propios grupos. El pop es inglés, cierto, ¿pero son todos los grupos ingleses, explotan todos ellos su identidad nacional? Quizá en ocasiones, pero no lo hicieron The Beatles tras Revolver, abstraídos y brillantes, ni The Who tras su giro al hard rock y su abandono de su coartada mod.

Declive y caída del imperio

Resulta pertinente centrarse en el grupo que, vetado en EE.UU. y relegado a un mediocre ostracismo mediático tras su primer éxito, “You Really Got Me”, definió la identidad británica dentro de aquel pop primerizo. Ray Davies y The Kinks dieron un giro absoluto a su carrera y, marginados por el éxito de las fórmulas musicales convencionales, acudieron a géneros populares y tradicionales ingleses para edificar sus tres obras maestras. El music hall, el protagonismo del clavicordio y los arreglos de cuerdas, el compás machacón al golpe de las guitarras, el marcado acento británico con el que los hermanos Davies se desplegaban en sus composiciones moldearon Something Else (1967), Village Green (1968) y Arthur (Or the Decline and Fall of the British Empire) (1969). The Kinks partían del vacío identitario del inglés medio tras “el declive y la caída del imperio” para recrearse en los elementos que le definen en su día a día. Ser inglés, en boca de Ray Davies, no era tanto el perdido sentido de grandilocuencia de sus élites como una jornada laboral de 8 a 5, un paseo sobre el puente de Waterloo y un té con pastas en el vecindario de Muswell Hill.

Su brillantez radica en la mezcla perfecta de todos los elementos más genuinamente británicos: desde la exaltación gris y despojada de toda épica de la clase media hasta la nostalgia por la pérdida del campo y la horrible vida en la ciudad (el inglés cuando se pasea por su mundo rural, vive en permanente ensoñación con el campo). Esa identificación de clase ha sido también anotada en trabajos académicos como Identity, Social Class, and the Nostalgic Englishness of Ray Davies and the Kinks (2006), de Nick Baxter-Moore, que analiza con acierto la obsesión de Davies con el concepto de identidad —ligado al de memoria, a su vez directamente relacionado con la nación y el sentimiento de colectividad— y su escenificación de la inglesidad. Una representación no moderna y adolescente, sino ya vieja, pese a su juventud —el grupo atravesaba la veintena—, y no de espíritu transnacional, sino tan británica como el pastel de carne. No hay nada más inglés en la historia del pop que “Afternoon Tea” o “Village Green”.


Todos querían ser ingleses

En aquella década de excesos y estrellas mundiales, The Kinks fueron una pequeña pero singular excepción. Hubo otros, sin embargo, que coquetearon con otros elementos de la tradición musical británica. Aquí es obligatorio acudir a la amplia panoplia de conjuntos que fusionaron elementos vanguardistas —rock progresivo, psicodelia— con los preceptos clásicos del folk rural británico. Grupos como Fairport Convention, Comus o Mellow Candle —o, de forma puntual, Led Zeppelin y Black Sabbath y sus escarceos acústicos y arcanos— realizaron el camino inverso a The Small Faces o The Rolling Stones, explorando de forma más y más profunda sus raíces culturales —y no alejándose de ellas—. Sus discos resultan hoy una declarada forma de inglesidad, aunque centrada, al contrario que la de Ray Davies, en una identidad reunida en torno a la parroquia del pueblo y la dignidad del campesino, más cercana a la sensibilidad de la Inglaterra ya perdida tras la revolución industrial y en permanente desaparición a merced del éxodo rural. La oleada de grupos folk británicos era moderna, en tanto que vanguardista, pero antigua. Ante todo aspiraba a rellenar el mismo espacio identitario que The Kinks, alejado de la impresión del imperio y la Gran Bretaña que asombra al mundo.

The Smiths abanderaron la construcción de una identidad nacional opuesta a la oficial

No todas las manifestaciones de la inglesidad son de aire tradicionalista. Las identidades nacionales son tan múltiples como mutables. El fin del sueño de una noche de verano de los 60 se tradujo en una profunda resaca, en términos creativos pero también económicos y políticos, durante los 70. Y si bien es posible identificar algunos elementos de pura britishness en David Bowie o Marc Bolan, la recuperación del concepto, aunque desde una perspectiva revolucionaria y casi destructiva, llega de la mano del punk. No hay nada de aventurado en definir a Sex Pistols como una banda intrínsecamente británica, inexplicable lejos de su contexto socioeconómico, como no hay nada de extravagante en hacer lo propio con el largo espectro de grupos destartalados y reivindicativos que pusieron la escena cultural británica patas arriba en apenas dos años. Si Johnny Rotten se debía a una acción anarquista y revolucionaria, aquella debía ser la vejación sarcástica de la reina como símbolo de una Inglaterra en la que todo estaba mal, una en la que la única salida posible era la anarquía, el caos. No serían los últimos en señalar a Isabel II como la contraposición violenta a la auténtica inglesidad, la de la clase obrera, pero sí los más ruidosos. Hicieron lo propio The Jam reivindicando, además, la estética galán del mod, y se desplegaron por los mismos terrenos The Clash, cuyo Londres natal es el escenario de tantas y tantas canciones y batallas.



Aquel punk era el otro estertor de la inglesidad: la versión barriobajera y depauperada a la que la reconversión industrial dejaba de lado y que tenía tan pocas simpatías hacia la clase dirigente como hacia los iconos de la modernidad representados en los 60. Una inglesidad de clase obrera, al fin y al cabo, un elemento central de la creación del Reino Unido moderno, pionero de los movimientos de clase y de la revolución industrial. El punk y la nueva ola de heavy metal británico, ejemplificada en Iron Maiden y Judas Priest, recuperaron la bandera británica, ajada en su versión de los hechos, y la auparon a la cima del orgullo obrero. Cuando miles de británicos cantaban “breaking the law” bien podrían hacerlo teniendo en mente la icónica figura de Eddy, el monstruo que ilustra todas las portadas de Iron Maiden, portando afanosamente, cual cuadro de Delacroix, la Union Jack. Fue la reinvención de la inglesidad.

Contra Thatcher

A finales de los 80, asentado y olvidado el polvo del punk, The Smiths recogieron el testigo de Joe Strummer, Bruce Dickinson y compañía. La escenificación popular, obrera y eminentemente de izquierdas de la identidad nacional británica no entiende de géneros. La carrera de The Smiths, pero sobre todo The Queen Is Dead, es un recorrido por la desazón de vivir en el norte de Inglaterra y enfrentarse a la decadencia minera y a las políticas de Margaret Thatcher. Fue Morrissey la punta de lanza, pero detrás de él siguieron otros tantos grupos, desde Half Man Half Biscuit hasta The Stone Roses, quienes llevaron el sentir de las clases populares a un espacio identitario despojado de bandera y orgullo patriótico, pero pleno de reivindicaciones políticas. The Smiths y Morrissey abanderaron la construcción de una identidad nacional opuesta a la oficial propulsada —y finalmente victoriosa— por Thatcher, por más que hoy hayan terminado absorbidos por un establishment cultural en el que todas las variantes del pop refuerzan la identidad oficial.

Las distintas visiones de la inglesidad parecen hoy más enfrentadas que nunca, pero nada de esto se traslada a la escena pop. Reino Unido es hoy un país más urbano y posindustrial, donde las identidades culturales y políticas superan con creces a las nacionales. Su música hoy es fruto de esa mezcla y de la superación de discursos de carácter nacional, ahondando en la experimentación con géneros exóticos. ¿Qué espacio queda en la discusión para lo que significa ser inglés? Quizá la nueva identidad nacional británica vuelva a explorar el discurso identitario a través de sus grupos pop.