Si se acepta que la crisis financiera global arrancó el 15 de septiembre de 2008, el día en que tuvo lugar la quiebra de Lehman Brothers, llevaríamos ya más de siete años sumergidos en un proceso devastador. Un tiempo en el que se ha producido una transformación prodigiosa, en virtud de la cual algunas grandes instituciones financieras privadas han perdido su condición de acreedores globales en favor de los estados, que se han convertido en los nuevos grandes prestamistas mundiales. Y todo ello, además, al margen de cualquier mecanismo de control público o parlamentario, cuando no directamente a espaldas de los hemiciclos nacionales.
Esa transformación de deuda privada en pública ha provocado que los déficits de los estados alcancen cifras difícilmente sostenibles, y estos, sumados a las caídas de los ingresos fiscales provocadas por la crisis, han configurado una situación escalofriante que queda patente en la relación entre la deuda y el PIB, el verdadero indicador de la capacidad de pago que tiene un país en cada momento.
El poder financiero se ha impuesto al político y este ha faltado a las obligaciones contraídas con sus representados
Es conocida la sobrecogedora cifra de Grecia, más de un 177,1%, pero hay algunas otras que están cerca. Como las de Italia (132,10%), Portugal (130,2%), Bélgica (106,5%), España (97,7%) o Francia (95%), según cifras de la Comisión Europea para 2014. Y esos datos se registran en pleno proceso de ajustes, recortes de gasto y bajo el reinado de las llamadas políticas de austeridad que se imponen en Europa. Solo una solución conjunta en el futuro evitará que implosionen las finanzas de los propios estados.
El mundo de los derivados
Cómo se ha llegado hasta aquí tiene mucho que ver con aquellos años de alegría financiera con los que comenzó el siglo XXI. Y también con el mundo de los derivados financieros. Un invento, precisamente, de la gran banca internacional que se basaba en el dudoso principio de que dividiendo el riesgo hasta el infinito acabaría desapareciendo. Lo que ha pasado es justo lo contrario: al dividir el riesgo, este se ha multiplicado exponencialmente.
Además, estos productos se han movido siempre al margen de cualquier supervisión pública —unos controles que, por cierto, deberían ser globales, como globales son los objetos sobre los que se pretenden aplicar—, y sin los requisitos mínimos de trazabilidad y transparencia que deberían exigirse a cualquier operación financiera. Después, sobre estos derivados originales se sumaron nuevas masas ingentes de deuda. Un “engrudo” que constituyó el nutriente del famoso riesgo sistémico que ha justificado que se rescatara, con dinero público, a las grandes instituciones financieras en peligro.
Se trata, pues, de un proceso desarrollado sin el conocimiento de los ciudadanos. Por eso, sería muy curioso, por ejemplo, que los alemanes supieran de pronto algo que parecen ignorar: que la deuda de Grecia que atesoran sus arcas públicas no se deriva de la decisión soberana tomada por el Gobierno teutón para prestar dinero a empresas o instituciones helenas. Es simplemente el producto de unas operaciones de rescate realizadas sobre instituciones financieras germanas.
El resultado final es la subversión de los principios formales de orden que sustentaban la manera en que debían gobernarse los países civilizados. El poder financiero se ha impuesto al político y este último ha faltado, además, a las obligaciones contraídas con sus representados. Tanto la transustanciación financiera como el resto de los prodigios paralelos que han tenido lugar son, sencillamente, un ataque frontal al sistema democrático. Habrá que ver dónde, cómo, cuándo y quién realiza la denuncia de estos hechos y si de alguna manera la democracia puede recuperar la posición que tenía antes de esta crisis y vuelve a ser la forma más justa de gobierno que se ha conocido en la historia.