Arreglada la abundante y extensa mesa del Hotel Imperial de
Viena, en sus flancos cohabitaron el pasado 30 de octubre —por vez primera en público— el viejo Oriente Medio que tantas vidas se cobró a lo largo del siglo XX y las nuevas dinámicas de cambio en la región. Ejemplo de estas últimas fue la presencia entre los comensales del régimen de los ayatolá, el Irán vigoroso al que Estados Unidos y Europa quisieron convertir en paria y que casi cuatro décadas después ha logrado regresar al tablero internacional con los atributos de jugador influyente y decisivo. A su vera estaba
Rusia, que hace 30 años prefirió dejar entornada la puerta de la teocracia iraní e insuflarle oxígeno financiero y político a través de sus numerosas gateras.
En el rincón contrario destacó la ausencia del pueblo sirio, desahuciado de una reunión en la que presuntamente se dirimía “el futuro del pueblo sirio”. Un sinsentido, una paradoja se podría decir. O quizá no. Tal vez sea simplemente el reflejo de una realidad de la que Europa parece arrinconada, reducida a desempeñar un papel secundario pese a que probablemente sea, tras el propio pueblo sirio, quien quedará más —y peor— afectada por un drama con tintes de tragedia colosal. Porque hace tiempo ya que la guerra civil en Siria ha dejado de ser un asunto meramente sirio para devenir en un pulso geoestratégico de dimensiones planetarias. Una timba en la que se esbozan el contorno del
nuevo Oriente Medio y el entramado del orden mundial futuro. Una partida en la que Moscú y, en particular, Teherán parecen haber entrado con mejores cartas y un no disimulado deseo de
revancha.
EE.UU. es otra historia
Avanzado 1987,
Alí Jamenei, una de las escasas personas que entonces se atrevían a susurrar al oído de Rujolá Jomeini, el hombre que cambió la faz de Oriente Medio, realizó el que sería su postremo viaje a Estados Unidos. En calidad de presidente de la República Islámica, la Asamblea General de la ONU le ofrecía la oportunidad de aterrizar sin temor en Nueva York y verbalizar, en su propio suelo, la inquina que sentía por una nación a la que consideraba el peor de sus enemigos. Su filípica no decepcionó. Frío y venenoso, desgranó la extensa lista de agravios que en su opinión la Casa Blanca había infligido a Irán, remontándose incluso a los tiránicos años de la dinastía Pahlevi, que él mismo contribuyó a derrocar.
La demencia de EI y de otras organizaciones yihadistas similares se prolongará durante la próxima década
Cuentan los anales que horas antes de iniciar su diatriba un destacado diplomático europeo le abordó en los pasillos y le pidió que ayudara a reparar las viciadas relaciones con Washington. El propio Jamenei confirmó la anécdota apenas un año después y reveló que su respuesta fue tan gélida y cortante como el discurso: “Imposible. El asunto de la ONU es una historia. He venido a las Naciones Unidas para hablarle a los pueblos del mundo, y esto no tiene nada que ver con Estados Unidos. Estados Unidos es otra historia”.
Un acuerdo indispensable
Casi tres décadas después, ambas naciones han firmado —junto a otras cinco potencias mundiales— un histórico acuerdo nuclear que no supondrá, a corto o medio plazo, el fin de su mutua y enconada hostilidad. Pero con toda seguridad servirá para rediseñar la obsoleta geoestrategia mundial y reconducir la tendencia destructiva de las políticas que torturan a los pueblos de Oriente Medio. Ello no significa que el pacto, fruto de las necesidades de su tiempo, entrañe la solución inmediata de los conflictos que zarandean la región, especialmente el de Siria. Ni tampoco el deceso de una animadversión política legendaria entre dos estados con profundas heridas que suturar. Ninguna de las dos sociedades está todavía preparada para superar décadas de educación en el resquemor, la desconfianza y el odio mutuo. En especial la persa, donde aún son más ruidosos —y más útiles para el régimen— aquellos que disfrutan con el grito nacional mar, mar Amrika (muerte, muerte a EE.UU.) que quienes aspiran a
replicar —con sus virtudes y defectos— los patrones sociales de Occidente.
Serán las generaciones venideras las que lidien con un probable Oriente Medio de fronteras repintadas
Pero no es arriesgado subrayar que el pacto, negociado en secreto desde 2011 gracias a las legendarias artes diplomáticas del sultán Qabús de Omán, certifica el principio del fin del siglo XX; el indispensable rejonazo a una nociva geopolítica, fallida y caduca, heredera legítima de la Segunda Guerra Mundial, que dominó la centuria pasada y cuyo espectro se cierne aún sobre la región como si fuera la macabra piedra de Sísifo. Serán las generaciones venideras las que convivan con el fruto de este tránsito, las que lidien con un probable Oriente Medio de fronteras repintadas y sistemas distintos y con un golfo Pérsico y un norte de África reconfigurados. Mientras tanto, todo apunta a que la demencia político-religiosa de Estado Islámico y de otras organizaciones yihadistas similares se prolongará al menos durante la próxima década; y a que en los años venideros rebrotarán en
países como Túnez o Egipto de aquellas primaveras árabes, ahora fracasadas, que en 2011 acariciaron el sueño de la libertad y la justicia social.
El programa nuclear iraní
El
pacto, endeble e incompleto, confirma un temor que todos los implicados conocían desde hace varios años, pero que ningún político jamás se atreverá a admitir públicamente: que el programa nuclear iraní es irreversible y las sanciones, por tanto, contraproducentes e inútiles. En 2009, el entonces presidente iraní Mahmud Ahmadineyad nos invitó a un grupo de periodistas a entrar en la hasta entonces blindada central nuclear de Isfahán: vestido con una bata blanca, rodeado de su cohorte y con una ladina sonrisa anunció que los científicos iraníes habían conseguido dominar el ciclo completo de enriquecimiento. Poseían los medios y el conocimiento necesarios para manipular el uranio y convertirlo en combustible para una eventual arma de destrucción masiva. Superar el umbral de la proliferación nuclear —que alcanzarían unos meses después— se reducía ya a una simple operación aritmética: dependía del número de centrifugadoras que pudieran colocar en cascada. Una cuestión menor para un país que ya ensamblaba sus propias máquinas de segunda generación gracias a la colaboración de expertos pakistaníes y norcoreanos y al inmoral apetito de comerciantes chinos y de las exrepúblicas
soviéticas.
Fin de una estrategia fallida
Obama y su Administración comprendieron entonces que la tradicional estrategia de acoso político y aislamiento económico había fracasado. Exigir a Irán el desmantelamiento total de un programa bélico en el que tanto había invertido impedía salir del atolladero en el que estaba encepado el conflicto. La maniobra debía encaminarse, entonces, a olvidar los viejos prejuicios y aceptar a Irán, de forma discreta, en el exclusivo club de las naciones nucleares; llegar, al igual que se hizo con la extinta Unión Soviética, a una entente y convencer a la teocracia chií de que blindara su conocimiento y evitara tanto cederlo a otros como llevarlo a sus últimas consecuencias. Un pacto secreto que parece intuirse bajo las palabras del presidente estadounidense, quien insiste en explicar que no se trata de un acuerdo de confianza “sino de verificación”, como el que se estableció con Rusia. Pendiente queda, sin embargo, un resquicio que para los expertos se antoja más peligroso: la ambición balística que Irán oculta bajo su, en apariencia, inocuo programa espacial. Conseguida la capacidad de producir combustible atómico, aseguran los mismos expertos, la siguiente meta sería ensamblar las ojivas y lograr misiles que alcancen con precisión sus eventuales objetivos.
Pese a los 36 años de sanciones económicas y militares, la teocracia iraní se ha erigido en una potencia regional
En esta enrevesada partida de póker, Irán se ha inclinado por adoptar la exitosa táctica de su otro gran enemigo: Israel. Autogestión, silencio y censura de su programa nuclear pese a que pocos duden de que los almacenes subterráneos de la central de Diamona, en el desierto del Néguev, apilan cabezas nucleares. Todo apunta a que esta entente despejará la actual senda y permitirá abordar otros conflictos desde posturas menos politizadas, más pragmáticas. Pese a los 36 años de sanciones económicas y militares, la teocracia iraní se ha erigido en una potencia regional. Sus tentáculos se extienden desde Irak hasta Siria, el Líbano y Palestina. Penetran en Yemen, Turquía y
Afganistán e incluso superan la zona para deslizarse por Latinoamérica. Ha logrado, además, tender y liderar un eje chií que explica muchas de las guerras que han ensangrentado el Levante árabe.
Entenderse con el retrógrado pero pragmático régimen iraní, pese a que sea uno de los principales depredadores mundiales de los derechos humanos, se antoja esencial para poder avanzar en la lucha contra amenazas actuales como Estado Islámico; también para acabar con la guerra fratricida siria, paliar el drama humanitario de los refugiados, reparar la injusticia palestina o detener la sangría que atribula a Yemen. Contribuirá también, posiblemente, a reducir la perniciosa preponderancia de Arabia Saudí y del wahabismo, numen y origen del yihadismo internacional. No significa que Teherán vaya a sustituir a Riad en la escala de aliados regionales de Washington, pero sí dificultará que la casa de Saud pueda justificar políticas hasta la fecha injustificables. La guinda de esta hipotética transformación sería que a ambos países se les exigiera el mismo respeto a unos derechos fundamentales que violan con igual contumacia.
Rivales y perdedores
Los grandes damnificados del giro geoestratégico que emprende la región son la propia Arabia Saudí e Israel, los dos socios tradicionales de Estados Unidos. En teoría rivales, ambos gobiernos han compartido políticas y estrategias durante las últimas décadas. Y con similar tenacidad han tratado de impedir el acuerdo nuclear, recurriendo a todo tipo de tretas y subterfugios. Incluso cuando este ya estaba firmado.
Los expertos alertan de un nuevo peligro: la ambición balística que Irán oculta bajo su programa espacial
En plena campaña de Obama en busca de apoyos para su ratificación en el Congreso, la plutocracia saudí deslizó en la prensa una llamativa noticia: los servicios secretos habían capturado —20 años después— al autor del atentado con camión bomba que en 1996 mató a 19 soldados estadounidenses en la localidad petrolera saudí de Khobar. Ahmad Ibrahim al Mughasil, un chií adscrito a la rama saudí del movimiento Hizbulá, financiado por Irán, había sido arrestado en Líbano.
Expertos en la región aseguran que fueron las conversaciones con Irán la razón por la que el actual rey saudí, Salmán bin Abdulaziz, suspendió su visita a Estados Unidos en mayo pasado y torpedeó una
reunión en Camp David con los países del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), el organismo que la propia Arabia Saudí creó en 1981 para intentar frenar los deseos de Jomeini de expandirse por la península Arábiga. Consciente de que la marcha atrás es imposible, el autócrata saudí viajó el pasado septiembre a Washington con una contrapartida en mente: más armas estadounidenses —Arabia Saudí es el cuarto país del mundo en gasto armamentístico—, y en particular un escudo de misiles ante el previsible fortalecimiento de la República Islámica.
Salmán llegó acompañado de su hijo, Mohamad bin Salmán Al Saud, actual ministro de Defensa, y tres preocupaciones en su cabeza. La primera, relacionada con quien aspira a que sea su sucesor: su vástago está al frente de la compleja guerra en Yemen, que Arabia Saudí, pese a su poderío militar, no ha podido hasta la fecha ganar. Todo lo que no sea un amplio triunfo sobre los hutíes socavará las aspiraciones del clan Bin Salmán frente a sus primos y hermanastros.
Los principales damnificados del nuevo giro geopolítico en Oriente Medio son Arabia Saudí e Israel
La segunda enlaza con la cohesión del CCG y las relaciones de los países que lo componen —Kuwait, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Omán y Qatar— con el nuevo Irán. Algunos han comenzado a acercarse a Teherán. Es el caso de Qatar, movido por las grandes reservas de gas —las mayores del mundo— que ambos comparten bajo el lecho del mar Arábigo.
Siria, escenario principal
La tercera preocupación del rey saudí guarda relación con la guerra civil siria, escenario principal del combate político que el país suní más influyente y el único Estado chií libran desde los años 80. Tras el acuerdo nuclear, y en medio de la vorágine de negociaciones secretas que domina la región, Alí Mamlouk, asesor de Seguridad Nacional de Bashar al Asad, viajó meses atrás a Omán, donde según fuentes de los servicios secretos europeos se reunió con responsables saudíes en busca de un acuerdo.
Acosado por el avance de Estado Islámico, los esfuerzos de
Turquía para establecer una zona colchón en la frontera septentrional y el desplazamiento de la
oposición armada laica hacia zonas alauíes, el régimen sirio afrontaba entonces la enésima encrucijada. Según las mismas fuentes, Mamlouk exploró la posibilidad de iniciar un proceso de reconciliación nacional, con elecciones y reforma del régimen, a cambio de un menor apoyo saudí a la oposición islamista y de la creación de un frente común contra la amenaza de Estado Islámico. Riad, por su parte, exigió una reducción de la dependencia siria de Irán y la salida de Bashar al Asad, condición esta ultima que rechazan, de momento, Rusia e Irán, y que Estados Unidos ya no defiende con tanta vehemencia. Elementos todos ellos que llenan aún el tapete ensangrentado de un partida que se antoja larga y dura, y en la que siguen faltando los propios sirios.