Cuando se estrenó La guerra de las galaxias en 1977 —hoy titulada Capítulo IV: Una nueva esperanza—, el crítico más popular de Estados Unidos, Roger Ebert, escribió que el gran éxito del filme es que embauca al espectador en una experiencia de la que puede formar parte: “Los acontecimientos de la película me están aconteciendo a mí”. Añadía que esa experiencia solo la había sentido con Bonnie & Clyde (1967) de Arthur Penn, Gritos y susurros (1972) de Ingmar Bergman, Tiburón (1975) de Steven Spielberg y Taxi Driver (1976) de Martin Scorsese. Automáticamente, George Lucas, que hasta entonces había dirigido THX 1138 (1971) —claro precedente del imaginario de la triología Star Wars— y la exitosa elegía generacional American Graffiti (1973), entraba en el olimpo de los grandes cineastas estadounidenses. Otro crítico, Robert Hatch, aseguraba en la centenaria revista de análisis cinematográfico The Nation que, a pesar de que se trataba de una “compilación de absurdos”, la película era un “clásico” instantáneo y terminaba diciendo: “Dudo que nadie pueda igualarla, aunque las imitaciones ya deben estar en marcha”.
Culto y nostalgia
La película, vista hoy, destila mayor encanto que excelencia. En todo caso, es imposible verla sin tropezar con su estatuto de clásico. Ninguno de los dos críticos se equivocaba. Lo que seguramente no podían imaginar es que, casi 40 años después, la formulación de la saga como experiencia sensitiva, así como su condición de modelo a seguir, alcanzaría un anclaje tan profundo y duradero en las articulaciones míticas de la cultura popular. En apenas unos días, el 18 de diciembre, aterrizará en las salas del planeta, vía 20th Century Fox (o The Walt Disney Company, que adquirió Lucasfilm Ltd. en 2012), el séptimo episodio de la saga, Star Wars: El despertar de la Fuerza, después de que la compañía de Lucas completara la primera trilogía en 1983 (con El imperio contraataca (1980) y El retorno del Jedi) y de que entre 1999 y 2005 entregara otra trinidad de capítulos en forma de precuela digital (La amenaza fantasma, El ataque de los clones y La venganza de los Sith), que cuenta con más detractores que adeptos, pero que ha profundizado en la mitología de la franquicia galáctica y reforzado tanto el culto como la nostalgia que se le dispensa.
El jefe de Disney F. Alan Horn se muestra moderado con las expectativas de taquilla —que oscilan según el Hollywood Reporterentre los 180 y los 220 millones de dólares—, pero El despertar de la Fuerza, que dirige J. J. Abrams, dominará la taquilla del año, entre otras cosas porque solo en preventas de entradas ya ha acumulado más de 50 millones de dólares. La epidemia Star Wars se ha contagiado de forma horizontal y vertical, en una suerte de expansión planetaria de carácter fandom capaz de romper barreras generacionales y aglutinar tanto a los últimos espectadores analógicos como a los primeros digitales. Resulta curioso que Ebert comparara la experiencia de Star Wars con Tiburón, pues ambas introdujeron el concepto de blockbuster en la industria, desplazando (hasta casi hacerlo desparecer) de la hegemonía cultural el cine de autor de los años 60. El cine de Hollywood que alumbraron Lucas y Spielberg, con todas sus promesas escapistas, sigue rigiendo hoy sus designios industriales, y los grandes estudios todavía andan buscando la forma de hacer otro Star Wars.
Como tantas manifestaciones de la cultura pop, la saga galáctica no obtuvo el respeto inmediato —al fin y al cabo, colocó el centro de gravedad de Hollywood al nivel emocional de un púber con acné—, pero aparte de demostrar su interminable rentabilidad comercial, sus pasiones han ocupado una buena porción del universo cultural de las últimas décadas. Ha habido
Star Wars trasciende sus películas. Es una seña de identidad generacional y el motor de un universo
todo tipo de análisis, ensayos, tributos y literatura empeñada en revelar sus secretos. La colección de ensayos Star Wars. Filosofía rebelde para una saga de culto (Errata Naturae, 2015) es el más reciente peldaño en el proceso de intelectualización de la saga, el enésimo inventario de argumentos destinados a demostrar la relación de las guerras galácticas con sus tiempos y los de ahora, en materias como política, religión, filosofía, tecnología y hasta sexualidad. Star Wars trasciende sus películas. Es una seña de identidad generacional y el motor de un universo que se ha expandido a los cómics, los videojuegos, el cine de animación y el coleccionismo. Es un negocio.
Galaxia de contradicciones
Uno de los aspectos que quizá hace tan fascinante la saga de Lucas es la ambivalencia que ha ido desarrollando, a pesar de su imagen candorosa y transparente, hasta el punto de que se puede definir (y hasta entender) a partir de sus contradicciones. La cadena de franquicias y derivaciones comerciales de George Lucas emerge como la máxima expresión del capitalismo, a pesar de que Lucas siempre ha pretendido que la saga se entienda como una crítica al imperialismo político y cultural, al statu quo y a la hegemonía estadounidense dominante.
El espíritu de Star Wars también entra en contradicción cuando se analiza desde la vertiente tecnológica, que tanto peso adquiere en la space opera por excelencia del siglo XX y parte del XXI. Los rebeldes de la trilogía original, defensores del bien, luchaban con energías místicas, medios rudimentarios y estrategias de guerrilla —de ahí su vinculación original con la rebelión vietnamita—, mientras que el Ejército Imperial, del Lado Oscuro, representaba la amenaza del desarrollo tecnológico con sus soldados blancos, mecanizados, organizados en interminables filas para habitar un plano digno de Leni Riefenstahl. Sin embargo, la saga se ha revelado extraordinariamente dependiente de la tecnología, más bien alumbradora de ella.
Desde los cuarteles de Industrial Light & Magic, Lucas prácticamente monopoliza el sector de efectos visuales y animación de Hollywood. La precuela se convirtió en el amanecer del nuevo siglo en un campo de exploración de las aplicaciones digitales cinematográficas, es decir, las imágenes generadas por ordenador.
Como sostiene el profesor británico Dan North, especializado en el ilusionismo cinematográfico, quizá la razón más profunda de que Jar Jar Binks, esa mezcla de cabra, burro y rana que hizo su aparición en La amenaza fantasma, sea el personaje más odiado de la saga es que se trata del primer actor 100% digital de la historia del cine. Estaba llamado a convertirse en el pionero de los actores virtuales, en el final de una investigación de 20 años. Pero los furibundos ataques que recibió de los fans obligaron a Lucas a quitarle presencia en el resto de la trilogía, hasta convertirlo en un personaje satélite. Junto al lavado de cara digital de Yoda, verdadero santo de devoción de la saga, fue el primer mal paso de una precuela que partía de un punto de vista interesante: el trayecto hacia el lado tenebroso de Anakyn Skywalker, es decir, contar la historia del padre, el antihéroe, el villano. Pero esa oscuridad, diría Ebert, no “nos aconteció”. Los ecos mesiánicos de la saga revelaron que Darth Vader, como Jesucristo, había nacido inconcebible. “No tiene padre, un día nació y ya está”, dice su madre, esclava de Tatooine.
Mutaciones ideológicas
Si la historia del cine es también la historia de su técnica, en el caso de Star Wars ese aforismo resulta vertebral para su plena comprensión. El desarrollo de efectos especiales contenido en la saga corresponde a la traducción visual y sonora (la introducción del sistema Dolby) del desarrollo de la tecnología cinemática de los últimos 40 años, si bien Lucas, en lo que algunos espectadores consideran una herejía irreversible, emprendió un proceso de borrado y reconstrucción al restaurar y modificar la trilogía original introduciendo aplicaciones digitales para reestrenarla en salas y editarla en DVD con el estreno de la precuela en 1999. El Blu-Ray traería más “correcciones”. Lucas convirtió así sus películas en objetos infinitamente mutables, sin un texto fijo y canónico.
Lo cierto es que muchas de las modificaciones y añadidos a la trilogía original (que tal y como se realizó entre 1977 y 1983 es hoy inencontrable) tienen una difícil justificación narrativa, reforzando la actitud ambivalente que la saga mantiene respecto al poder de la tecnología. Puede que los héroes rebeldes seudoespirituales y aliados con la Fuerza desconfíen del desarrollo tecnológico, pero Lucas desde luego lo ha abrazado hasta convertirlo en la piedra filosofal de su odisea galáctica.
Las mutaciones ideológicas en el contenido dramático de Star Wars también son el reflejo, consciente o no, del tiempo político en que fueron realizadas. En la trilogía original, la Fuerza
Uno de los aspectos que hace tan fascinante la saga de Lucas es la ambivalencia que ha ido desarrollando
era una energía libre, asociada al Tao, si bien en la precuela, al medirla empíricamente mediante la cantidad de midiclorianos en un individuo, convierte la Fuerza en su opuesto: una instancia de control igual de opresiva que el Imperio Galáctico contra el que luchan las fuerzas rebeldes.
La precuela representa el reverso de la trilogía original, lo que no deja de ser un éxito desde el punto de vista conceptual. La saga galáctica pasa del proindividualismo —encarnado en Han Solo, que carece de un personaje equiparable en la precuela— al antiindividualismo —presente en los trayectos hacia la Fuerza de Luke Skywalker y hacia el Lado Oscuro de Anakin Skywalker—, de manera que, interpreta el escritor Tony M. Vinci, se convierte en un reflejo de cómo las actitudes antiestablishment de finales de los 70 han dado paso a una atmósfera política más reaccionaria a principios de este siglo.
Los designios de la secuela
Con la tercera de las trilogías que nace ahora, uno de los grandes interrogantes es de qué modo va a gestionar la saga sus ambigüedades y contrasentidos, aunque en el fondo lo que realmente interesa a sus adeptos es que sea capaz de recuperar la vibración y el entusiasmo por el gran cine de aventuras. A su modo, Star Wars resurge como la sublimación de la estrategia posmoderna del pastiche lúdico, un totum revolutum de referencias, géneros y narrativas que a partir de la suma de muchas tradiciones —la mitología griega, el western, la literatura serial, la ciencia-ficción, la tragedia shakesperiana, el cine de capa y espada, El Mago de Oz, los samuráis japoneses, la screwball comedy, la leyenda del rey Arturo y hasta el Evangelio según San Mateo— logró conquistar algo que parecía completamente nuevo. Bajo la coartada narrativa de “Hace mucho, mucho tiempo… En una galaxia muy, muy lejana…”, Lucas se aseguró de que la imaginación como reflejo deformante, romántico o hiperbólico de nuestro mundo no tendría murallas. Y en el corazón del relato colocó la tragedia paterno-filial —el famoso “Yo soy tu padre…”— a la que finalmente todo se reduce.
¿Qué ocurrirá ahora con ese trayecto del hijo al padre? ¿Regresará un Darth Vader espectral? Hace 15 años Lucas aseguró que no habría secuela, al menos no una que él fuera a dirigir. “La historia de Star Wars es la tragedia de Darth Vader —dijo—. Esa es la historia. Una vez que muere, no regresa a la vida, el Emperador no es clonado y Luke no se casa…” Pero la contradicción se ha vuelto a imponer. Ha trascendido, según confesión del propio Lucas, que Disney no quiso llevar a la pantalla los tratamientos de tres nuevos episodios que el cineasta entregó en 2012 al venderles su productora, y que presuntamente tenía escritos desde los años 80. La secuela se ha entregado a las nuevas generaciones de cineastas, aunque con la implicación de viejos conocidos como Lawrence Kasdan, responsable del guion de El imperio contraataca y del de El despertar de la Fuerza, coescrito con el director.
La elección de J. J. Abrams al mando de la nueva entrega aporta en principio determinadas garantías. Abrams es el creador de series como Alias y Lost, o el más destacado heredero creativo de Steven Spielberg (ahí está la película Super 8 para demostrarlo). También el hombre que rescató para la gran pantalla la saga Star Trek, con dos entregas que han resucitado el entusiasmo de los trekies y la vigencia de Vulcano y las teletransportaciones. Si algo se puede esperar del séptimo episodio de la franquicia —las especulaciones se han disparado a partir del tráiler— es la búsqueda de un equilibrio entre la nostalgia y la innovación, entre el drama y el humor, entre el espectáculo y el relato. Nuevos personajes convivirán con Luke Skywalker, Han Solo y la princesa Leia —que regresan habitando sus personajes envejecidos, como hizo Indiana Jones—, mientras que Rian Johnson (autor de Looper) escribirá y dirigirá la octava entrega y Colin Trevorrow (Jurassic World), la novena.
El fenómeno que rodea Star Wars es el síntoma de una generación, o dos, que se resiste a crecer, a planear indolente sobre los mundos de fantasía. El éxito creativo y cultural de su regreso habrá que medirlo en su capacidad para, recordando a Ebert, romper de nuevo el espejo de la pantalla y sentir que los acontecimientos en ella operan sobre nosotros, que la fuerza (del cine) nos acompaña. Pero toda forma de intelectualización alrededor de la saga es la prueba de que esas generaciones gestionan su madurez sin rechazar reencontrarse, y psicoanalizarse, con el niño que fue hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia no tan lejana, pero desde luego inalcanzable.