El hombre que se creía el Gordito Relleno
–Ya. Te entiendo —dijo ella.
–Es un animal encerrado.
–¿Y él te mira también?
–Creo que no. Luego sigo andando y entro en el Parlament. Justo en la parte en que el zoo linda con el edificio del Parlament creo que están los animales de granja, te lo juro. A veces, hay gente manifestándose a la puerta del Parlament y cuando gritan les responden rebuznos.
–Muy ilustrativo.
–Ya —dijo él—. Da mucho juego, pero nunca lo he metido en un artículo. ¿Otra caña?
–Yo estoy bien.
Él sacó el móvil de la gabardina. No había sonado, pero abrió el correo para ver si tenía algo. Nada. Alargó el brazo para mirar la hora. Pidió otra.
–Tú estás bien y yo no estoy bien. ¡Pon unas chips también, por favor! Pero me da palo ir al médico.
–Ya.
–Sí. Es que a lo mejor no es de médico. ¿Tengo buen aspecto?
–Muy buen aspecto, te encuentro estupendo. Se te ve bien, en serio.
–¿No me ves más gordo?
–Pues no. Igual que siempre.
–De hecho no he engordado. Me peso mogollón de veces al día. Estoy enganchado a la báscula. Y siempre peso lo mismo. Es digital. ¿Las digitales son de fiar, no?
–Entonces, ¿por qué piensas que estás más gordo?
El camarero le sirvió al hombre la cerveza y las patatas.
–Ey, tú, Cuadrado. ¿Tú me ves más gordo últimamente?
–No.
–Y, sin embargo, os juro que estoy convencido de que me he vuelto obeso.
–Pero la ropa, ¿te sirve la misma? El cinturón, ¿te lo sigues poniendo por el mismo agujero?
–Todo eso sí.
–Nadie se vuelve obeso de un día para otro —dijo el camarero.
–Hace años que peso 70 kilos. Eso según la báscula.
–Entonces, ¿cuál es el problema? —dijo ella.
–Es que creo que me he convertido en el Gordito Relleno. Mírame la nariz, Cris. Yo me veo un círculo con rayas. De las de tinta, quiero decir.
–No. Tu nariz es normal.
–Pero también soy calvo... Yo quiero otra caña. ¿Hoy comes en el diario?
–Sí, tengo la bicicleta ahí fuera.
Otro día Caparrós andaba por la calle Consell de Cent y se paró en el escaparate de Discos Gong. Miraba una selección que habían puesto de música antigua. En una ocasión, Cris le había invitado a un concierto de L’Arpeggiata en el Auditori y le gustó mucho, sobre todo porque las canciones eran muy cortas comparadas con las sinfonías de música clásica. Entonces le echó valor y buscó su reflejo en el cristal de la tienda. Tenía que hacerlo antes o después, ya que llevaba dos semanas rehuyendo los espejos. Y se encontró con lo que se temía. La camisa blanca, la pajarita negra, la chaqueta de cuadros... Iba completamente vestido como el Gordito Relleno. Cuánto tiempo llevaba con esa ropa no lo sabía. Sí que recordaba que, al principio, se la ponía con los ojos cerrados para no ver lo que sospechaba, para no ser consciente por sus propios ojos. El terror fue en aumento y últimamente había empezado a acostarse con la ropa puesta para no tener que buscarla a tientas cada mañana.
Entonces le echó valor y buscó su reflejo en el cristal de la tienda. Tenía que hacerlo antes o después
Las aceras calientes de Barcelona, su sol incansable, solitario en un cielo vacío como en las viñetas de Pulgarcito. De tanto ir por la calle, la calle se había convertido en su único hábitat, como la jaula de aquel leopardo. Una vez, Caparrós se encontró de repente, pero no en esta calle, sino en Diputació, en la de abajo, con un compañero del diario que caminaba taciturno con un puro sujeto entre los labios, que aún conservaba firme buena parte de la ceniza. Al verlo preocupado le preguntó qué le ocurría. Resulta que su amigo llevaba dos días sin conexión a internet en casa, y los de la compañía telefónica no le hacían ni puñetero caso. Todo el rato le daban largas. Entonces Caparrós fue incapaz de evitarlo, le dijo algo de los routers y se ofreció para arreglarle la conexión, él mismo se estremecía de pavor al escucharse pronunciar unas palabras de ayuda que no controlaba, a cuya altura sabía muy bien que no podía estar. Sin embargo, su rostro era la máscara de la jovialidad. Subieron las oscuras escaleras del piso de Enric Granados, frente a los jardines del seminario conciliar. Era una casa que apenas estaba amueblada. Una mesita con una lámpara de pie en medio del pasillo. Un sillón de orejas en medio de una habitación. Abierta sobre un brazo del sillón, fondeaba la novela Moby Dick, en la traducción de Valverde para la colección Libro Amigo, la del gato negro en el lomo. Más de cuatro horas se tiró dale que te pego con los cables, introduciendo ristras de números en pantallas, hasta que al final, cuando el ordenador dejó de encenderse, desistió y le recomendó a su amigo que cambiase de compañía. Salió del piso con un ojo a la virulé. Pero no era la primera vez que le ocurría esto. Al contrario, le pasaba a diario. Cada vez que salía a la calle. No podía contenerse, iba ofreciendo su ayuda a diestro y siniestro, sin venir a cuento, no porque creyera en un mundo mejor sino llevado por una fuerza extraña, que hacía las veces de su fracasado instinto de supervivencia. Cuanto más desdichado se sentía, más feliz le creía la gente. Otra vez, considerando que su pajarita y su aspecto orondo (que de alguna forma se manifestaba aunque él siguiera pesando lo mismo) le hacían el modelo idóneo de afiliado a Convergència Democràtica de Catalunya, se dirigió a la sede embargada de la calle Còrsega. Pero justo aquel día, la ejecutiva estaba planteándose por enésima vez cambiar el nombre del partido, que es como cambiar de partido. ¿Qué podía hacer? Él gritaba y la jungla le respondía con un rebuzno.
–Estoy planteándome trasladarme a Madrid, allí tienen fama de tirar bien la cerveza.
–Yo no digo nada —dijo el camarero.
–Igual allí dejo de engordar. Cada día que pasa me siento más grueso. Si sigo engordando así me va a dar un infarto.
–Qué dices. Si estás igual que siempre.
–Eso es lo que parece visto desde fuera. Me estoy quedando sin amigos, Cuadrado. Hace un calor aquí... Oye, ¿a ese ventilador qué le pasa?, ¿no funciona?, ¿quieres que te lo mire?
El camarero rodeó la barra y lo puso en marcha. Solo estaba desconectado. Caparrós dejó la caña a medias y salió a la calle como un felino en busca de alguien a quien ayudar. La larga crisis había convertido el mundo en un sitio todavía más injusto de lo que era antes. La pobreza campaba a sus anchas por las calles. Y él no paraba de engordar, aunque nadie se diera cuenta. Y eso le hacía sentirse culpable.