El armario
Toda la planificación de la mudanza iba bastante bien hasta que llegó la hora de decidir el futuro del armario. Había intentado por todos los medios que se viniera conmigo, pero no cabía en ninguna de las habitaciones de mi nuevo domicilio. Me resultaba imposible deshacerme de ese armario. Intenté convencer al nuevo inquilino, que iba a ocupar mi vieja casa, de las ventajas de quedarse con ese armario, pero su “no lo quiero” fue implacable. Intenté venderlo por internet, pero todas las tiendas con las que contactaba me decían que no compraban armarios de ese tamaño. La única persona que vino a verlo fue un comerciante de muebles de segunda mano que observó el armario detenidamente y decretó que ese armario era “indesmontable”. Hice notar su valor, que yo creía mucho más alto de lo que me dijo el mueblista. No era de caoba, como yo había supuesto siempre, sino de pino. No obstante, era un armario de pino macizo, de mucha calidad, pero de difícil venta dado su tamaño, a lo que se añadía el inconveniente de su rara armazón, con bisagras que el mueblista no había visto nunca. Y un pino macizo muy pesado, e incluso peligroso para un suelo endeble.
Pasé varias noches durmiendo mal, por culpa de no encontrarle ningún destino al armario, algo que no supusiera su destrucción o su abandono. Ahora me veía solo frente a ese abismo de madera de pino macizo, con esas bisagras oscuras y fosilizadas, que ya me parecían símbolos de algo, aunque no sabía de qué. Cuando me levantaba por las mañanas intentaba esquivar su presencia y no lo miraba al pasar cerca de él. Cuando regresaba del trabajo, me ponía a ver la televisión y pensaba en lo bien que iba a vivir en mi nueva casa, en las ventajas de mi nuevo domicilio, entre las que se encontraba la luz. Además iba a comprar un televisor nuevo, de pantalla de plasma. En medio de esa felicidad futura, justo entonces, regresaba el fantasma del armario. Era como una incomodidad constante que laceraba mis ganas de vivir. Y se acercaba el día de la mudanza.
Murió allí, en esa cama que está al lado del armario. Primero mi madre, que nos dejó solos, y luego Clara
Retrasé la mudanza una semana bajo el pretexto de una gripe. Hice lo mismo con el nuevo inquilino. Y para que todo fuera verosímil llamé a la oficina y dije que tenía 39 de fiebre. Dudé entre 38, 39 y 40. Estaba muy nervioso. Todo había encontrado destino en mi nueva casa menos el armario. Curiosamente, no me importaba deshacerme de la televisión y comprar una nueva, aunque la televisión, al igual que el armario, también había sido de mamá. La televisión era grande y anticuada, pero el foco de gravedad estaba en el armario. Me levantaba por las noches varias veces, con una angustia inconcreta. Iluminaba las bisagras con una linterna. Ya no lo esquivaba sino que lo iba a ver, pensé que sería mejor coger el toro por los cuernos y enfrentarme a mi miedo. Así que iba a ver el armario, que estaba en la habitación en donde durmió ella durante sus últimos años. Clara era mi hermana pequeña. Murió allí, en esa cama que está al lado del armario. Primero mi madre, que nos dejó solos, y luego Clara, con sus vómitos blancos. De mi padre nunca supe nada, mamá lo despreciaba, dijo que nos abandonó y que era un mal hombre. Incluso decía que era el mismísimo demonio, cosas de mamá. No le perdonó. Vivimos los tres juntos, pero ahora me han ascendido en la oficina y me trasladan de ciudad. No podía decir que no por un armario, y sin embargo he mentido. He dicho que estaba enfermo y no lo estoy.
Pude retirar lo que el armario guardaba, hasta ahí sí pude. Por eso estaba tan animado y tan convencido de que la mudanza iba a ir bien. Mi prima María me ayudó con la ropa, porque tampoco sabía qué hacer con la ropa. Le hice prometer que daría un destino noble a la ropa que contenía el armario, a cambio ella me pidió que le dejara seis horas a solas en mi casa. Lo hice. Vino con una maleta y cajas, aunque no muchas, cosa que me extrañó. Yo no pregunté. Confiaba en mi prima María, siempre lo he hecho. Pero con el armario me dijo que no podía ayudarme. “Ese armario no es como la ropa”, dijo María. María me impone respeto, porque tiene 20 años más que yo. Ella incluso llegó a conocer a mi padre, aunque nunca me dijo nada relevante de él. María es soltera. Y solo quedamos María y yo.
Ya han pasado cinco días desde que fingí estar malo. Sigo durmiendo fatal. Voy a la habitación del armario y paso mis insomnios a su lado, a oscuras. Al lado de un armario. A veces, en la oscuridad, acerco mi alargada mano hacia sus puertas, las abro y oigo el crujir de las bisagras. Me da miedo encender la luz, porque entonces lo veo.
Hoy es el sexto día, y se acerca el día de la mudanza y yo no puedo dejar aquí este armario. No puedo abandonarlo. Acaba de llamar María con una misteriosa noticia: “Tengo la solución, no te muevas de casa, irá un hombre a verte en un rato”. Y ha colgado, y su voz sonaba lejana.
Tengo en este instante delante de mí, en la puerta de mi casa, al hombre cuya visita me ha anunciado María. Es un hombre viejo. Muy viejo, diría yo. Lleva una maleta de herramientas tan viejas como él en una mano. Por fin habla. Y dice: “No me apetecía venir, nunca quise volver, pero solo yo puedo ayudarte a desmontar el armario, no te preocupes, sé cómo se hace, nadie en este mundo podría desmontar un mueble tan complejo como ese, porque yo lo monté hace casi 50 años”.
El hombre no me mira, yo ya no le importo. Mira al armario. Sonríe al verlo. Lo acaricia
No le contesto. Le dejo pasar. No le miro. Caminamos hasta el armario. Allí está esa mole de madera de pino macizo. El hombre no me mira, yo ya no le importo. Mira al armario. Sonríe al verlo. Lo acaricia. “Se lo regalé a tu madre cuando era una jovencita”, dice el hombre. “Es tan hermoso, ha permanecido, es el fruto de la tierra.” Abre la maleta con sus herramientas y procede a desmontarlo. Trabaja con mimo. Mira dentro de los cajones. “Están iguales”, dice. Pide una escalera. Cuando regreso con la escalera, no veo al hombre por ninguna parte. ¿Adónde habrá ido? Abro la puerta del armario. Y al abrirla siento como una angustia erótica, como una maraña de insectos que buscan mi boca. Y allí hay una senda de madera, que se pierde por el fondo donde cuelgan perchas forradas de terciopelo negro y volantes amarillos y veo un desfile de cajones, y de las perchas cuelgan trajes viejos, camisas, sábanas, toallas de mamá, y de los cajones sobresalen dos camisones, y descubro entonces que María me ha engañado, que jamás sacó la ropa del armario sino que la arrojó hacia dentro del armario, muy adentro, para que ellas pudieran cambiarse de ropa cada día y estar siempre hermosas y limpias. El amor profundo no desaparecerá jamás, me dice mi hermanita Clara desde el dolor, envuelta en su sudario de madera de pino.