Cuánto queremos a la Guerra Fría
Nuestro lenguaje político sigue dominado por los clichés de la Guerra Fría
Poco después de las elecciones municipales, Esperanza Aguirre acusó a la lista Ahora Madrid de pretender "construir soviets en los distritos" en caso de que su número uno, Manuela Carmena, llegue a ser alcaldesa. Probablemente no fuera nada más que un chiste malo ("soviet" significa 'consejo', y existieron con ese nombre varias instituciones rusas durante el siglo XIX, mucho antes de la revolución de 1917), pero también es posible que fuera un síntoma más de un rasgo dominante en nuestra política: las enormes dificultades que estamos teniendo para hacernos con un lenguaje ajeno a la Guerra Fría.
“Fascista” sigue siendo un insulto habitual para los conservadores, aunque también lo reciba en ocasiones la izquierda. En el mundo anglosajón es relativamente habitual oír hablar de "islamofascistas", como si los islamistas actuales fueran una continuación lógica de la Italia de los años 30. También disponemos, por supuesto, del término "cristofascismo" para referirnos a los conservadores católicos. En cuanto tuvo serios problemas en casa, Putin volvió a la vieja retórica que acusaba de todos los males a la OTAN, América y Occidente en general. Algunos republicanos estadounidenses particularmente conservadores sueñan con volver a la política exterior de Reagan pese a que su mayor enemigo ya no está, y hacen aspavientos cuando Obama hace concesiones ante un enemigo minúsculo como Cuba. Algunos países sueñan aún con recuperar la dignidad de los "no alineados". Como decía el filósofo estadounidense Mark Lilla hace unos meses: "La verdad es que no hemos reflexionado lo suficiente acerca del fin de la Guerra Fría y, en especial, acerca del vacío intelectual que dejó atrás. Aunque no sirviera para nada más, la Guerra Fría hacía que nos concentráramos. Las ideologías que estaban en conflicto, cuyos linajes podían remontarse a dos siglos atrás, ofrecían puntos de vista claramente opuestos a los de la realidad política. Ahora que ya no existen, se esperaría que las cosas tuvieran mucha más claridad. Sin embargo, al parecer ocurre justo lo contrario. Nunca, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y tal vez desde la Revolución rusa, el pensamiento político en Occidente había sido tan superficial y tan desorientado. Todos intuimos que están ocurriendo cambios desastrosos en nuestras sociedades y en otras sociedades cuyos destinos desempeñarán una función importante en moldear la nuestra. Sin embargo, carecemos de conceptos adecuados o, incluso, del vocabulario apropiado para describir el mundo en que vivimos. La conexión entre las palabras y las cosas se ha roto. El fin de la ideología no significa que haya desaparecido la oscuridad. Ha traído una niebla tan espesa que ya no podemos leer lo que está justo frente a nosotros".
Incluso los relativamente jóvenes como yo nos acordamos de ese mundo de destrucción mutua asegurada que salía en la película Juegos de guerra; de los boicots americanos y soviéticos a los juegos olímpicos de Moscú y Los Ángeles respectivamente; de la lucha por la conquista del espacio, la perrita Laika, el Sputnik y su pulso con la NASA. Probablemente era un mundo más peligroso que el nuestro, pero era más ordenado. Había divisorias claras. Muchos políticos de nuestro tiempo, como Aguirre en la derecha y muchos en la nueva izquierda, añoran esa claridad, aunque disfracen su nostalgia de ironía.
Pero la Guerra Fría ya no está aquí y debemos inventar, más de un cuarto de siglo después de su fin, un nuevo lenguaje. Es difícil saber del todo qué es Podemos y sus marcas asociadas, pero no es un partido comunista. El conservadurismo del PP es en ocasiones exasperante, pero no es una forma posmoderna de fascismo. La nueva socialdemocracia que el PSOE anda buscando sin encontrarla puede ser un ente escurridizo, pero no es un "desviacionismo" de aquellos que los marxistas buscaban con lupa (hay quien sigue con ella en ristre). Está por ver si Ciudadanos es un partido liberal, pero quizá debamos dejar de utilizar el insulto "neoliberal" como si siguiéramos en 1985.
No es fácil llenar el vacío intelectual que se produjo después de casi 50 años de Guerra Fría. Pero seguir jugando a que unos son Kennedy y los otros Castro, unos Thatcher y los otros Gorbachov, es una forma extrema de pereza. Con frecuencia repetimos que la política es la lucha por conquistar el futuro. Ahora mismo, parece más bien que estemos enfrascados en querer conquistar el pasado.