Una democracia conmemorativa que se precie como la nuestra ha de prestar atención redoblada a los aniversarios redondos que son los que terminan en cero. Ese es hoy el caso de la muerte de Franco, de la que se que cumplen, el 20 de noviembre, 40 años. Un régimen personal como el franquismo estaba ligado a la vida de su fundador y llevaba anillada como fecha de caducidad la del propio general. Más allá de los simuladores de la adhesión inquebrantable, la mínima lucidez llevaba a considerar que, salvada la única excepción del peronismo, se había demostrado imposible el estalinismo sin Stalin, el maoísmo sin Mao, el somocismo sin Somoza y por ahí adelante, tampoco la revolución nacional-sindicalista y el Movimiento Nacional sobrevivirían a su valedor, el general superlativo.
Por eso, el paso de los años iba haciendo cada vez más acuciante la pregunta “y después de Franco, ¿qué?”. El conde de Foxá —ahí sigue su novela
Madrid de Corte a checa—, ingenio de tantas sobremesas diplomáticas, respondía incesante: “Después de Franco, las patadas que le van a dar a Franco en nuestro culo”. Desde otro ángulo, el de los acuñadores del
Era el mundo de los eufemismos: en vez de la muerte de Franco se hablaba del “hecho biológico”
caudillismo anidados en el Instituto de Estudios Políticos, Jesús Fueyo ensayó otra fórmula: “Después de Franco, las instituciones”. Pero enseguida se confirmó que, según precisaba un buen amigo periodista, en sociología como en botánica hay instituciones de hoja perenne y otras de hoja caduca, cuya extinción está vinculada de modo inexorable a los avatares vitales del líder.
Pasaban las décadas, después de los llamados “Años Triunfales”, que empezaron a numerarse desde 1936, vinieron los años de paz que tuvieron especial visibilidad cuando llegaron a sumar 25. Eran “Años de Paz” con legislación de guerra, tribunales militares y ejecuciones de acompañamiento hasta el último momento.
La Codorniz (la revista más audaz para el lector más inteligente) acertaba en su portada al titular “Veinticinco años de paz... ciencia”. Mientras, los que estaban en la pomada de los mentideros madrileños se hacían valer filtrando informaciones sobre vicisitudes de la salud de Franco. Por ejemplo, la lipotimia que había sufrido en una montería. En todo caso, una vida expuesta al escrutinio público y organizada por Cristóbal Páez en el diario
Arriba en torno a cuatro áreas —la caza, la pesca, el golf y la audiencia— obligaba a permanentes demostraciones de impecable vitalidad. Por eso, conforme el calendario de la veda el general pasaba del pelo a la pluma, del salmón en los ríos asturianos al cachalote a bordo del yate Azor, del golf de San Sebastián al de La Zapateira en Coruña —siempre con 19 hoyos—, de las audiencias civiles a las militares. Recordemos a Mao nadando en el río Yangtsé en 1966 y otras hazañas similares con las que asombraban los dictadores.
La erosión de los años empezó a ser imposible de ocultar y empezaba a recobrarse la lógica aristotélica. Las dos premisas del silogismo, la universal “todo hombre es mortal” y la particular “Franco es hombre”, llevaban a una conclusión subversiva: “Franco es mortal”. Si el general era mortal, como el resto de los humanos, y si se descartaba que todos se vieran afectados simultáneamente por el apocalipsis del fin del mundo, se hacía necesario considerar la hipótesis de que algunos contravinieran la
devotio ibérica que obligaba a suicidarse a quienes estaban vinculados a un jefe en caso de que perdiera la vida en combate. Fue disminuyendo la proporción de quienes pensaban su ciclo vital más corto que el del franquismo y, por tanto, excluidos de lo que sucediera después —el clásico “yo ya no lo veré”— y aumentando el porcentaje de los que se sabían fuertes y lozanos y firmes candidatos a sobrevivir al caudillo.
Si todo hombre es mortal y Franco es hombre, se llegaba a la conclusión subversiva: “Franco es mortal”
Resulta esclarecedora la secuencia primero del rumor en torno a problemas de salud, segundo de la insinuación según la cual el general consideraba retirarse para dar paso al príncipe y tercero la advertencia de que se perdiera toda esperanza en boca del mismo dictador con frases bien colocadas en alguna de las efemérides del régimen donde Franco dejaba caer: “dado lo vitalicio de mi cargo”, “mientras Dios me dé vida estaré con vosotros” o “quien recibe el honor y acepta el peso del caudillaje no puede darse al relevo ni al descanso”. Pero ni siquiera ese aferramiento indeclinable al poder — “de aquí [del Pardo] solo me sacarán con los pies por delante”— evitaba atisbar el posfranquismo y el propio Franco se asomó a ese horizonte cuando ante los excombatientes concentrados en el cerro de Garabitas de la Casa de Campo de Madrid, leyendo la preocupación de quienes calculaban que serían supervivientes, les dijo en prenda de garantía aquello de “todo quedará atado y bien atado bajo la guardia fiel de nuestro Ejército”.
Era el mundo de los eufemismos. En aquel tiempo, en vez de la muerte de Franco se hablaba y se escribía del “hecho biológico” y del cumplimiento de las “previsiones sucesorias”. Pero se sucedieron la primera flebitis en 1974, la verbena de El Pardo, la asunción de la Jefatura del Estado por el príncipe Juan Carlos a título provisional, la recuperación del poder acordada en familia durante las vacaciones de agosto en el Pazo de Meirás, la segunda enfermedad al año siguiente, los fusilamientos del 27 de septiembre de 1975, la Marcha Verde animada por el rey Hasán II, la entrega a traición del Sáhara a Marruecos y Mauritania, sin atender a que el territorio estaba declarado provincia y sus habitantes tenían la condición de españoles. Resultó fallido el intento de prorrogar la vida del difunto más allá de la fecha en que el Consejo del Reino hubiera podido reelegir a Alejandro Rodríguez de Valcárcel para presidirlo, lo cual le hubiera dado cuatro años más también como presidente de las Cortes. Así se abrió el hueco que permitió situar en posición tan decisiva a Torcuato Fernández Miranda. Se desencadenaba la operación Lucero que mantuvo todo bajo control. La capilla ardiente quedó instalada en el salón de columnas del Palacio Real y un periodista ya destacado iniciaba al día siguiente su columna en el diario
Arriba “Madrid, Fernando, hijo mío, era una ciudad sitiada por la pena”. Otros sentimientos contrarios quedaron circunscritos a la intimidad por precaución. Vale.