La democracia conmemorativa que vivimos este último trimestre del año de gracia de 2015 va a ser un festival de efemérides. En unas pocas fechas se condensan la reasunción por Franco de la Jefatura del Estado, el 2 de septiembre; los fusilamientos del 27; la Marcha Verde de Hassan II sobre el Sáhara, el 6 de noviembre; los acuerdos tripartitos para poner fin a nuestras responsabilidades en el territorio, el 14; la segunda enfermedad y muerte del dictador, el 20; la proclamación del rey Juan Carlos I, el 22; el Te Deum de los Jerónimos con el discurso de la coronación del cardenal Tarancón, el 27, y la designación de Torcuato Fernández Miranda como presidente del Consejo del Reino y de las Cortes, el 2 de diciembre. A partir de esta designación se hizo posible que llegara, al cabo de unos meses, Adolfo Suárez a la Presidencia del Gobierno y que adquiriera velocidad de crucero la Transición.
Los especialistas en panegíricos, que habían sabido hacer de las loas al generalísimo un deporte de alta rentabilidad, fueron unánimes al ponderar, durante 40 años de “paz... ciencia” (
La Codorniz dixit), la bienaventuranza otorgada a los españoles por la Divina Providencia al enviarles un caudillo que les venía como de molde: era el reverso de los excesos temperamentales, del paroxismo hispánico. Por eso los panegiristas del halago incesante gozaban al exaltar el venturoso contraste que aportaba la frialdad e impavidez de Franco. Nuestro general superlativo, la espada más limpia de Europa, en palabras solemnes del cardenal primado, el catalán Isidre Gomá, había forjado su carrera militar en la guerra de Marruecos, con las tropas indígenas de la morisma alineadas en las posiciones de mayor riesgo y fatiga para la defensa de la civilización cristiana y occidental. Allí mantuvo “impasible el ademán”, como reza una de las estrofas del
Cara al Sol que componían por entonces, en la cripta de La Ballena Alegre, los esforzados suministradores de retórica al naciente falangismo joseantoniano.
El recurso al garrote vil y al paredón estuvo siempre disponible cuando le convenía sembrar el miedo
Convencido del “prestigio del terror”, en expresión acuñada por el inolvidado Arturo Soria y Espinosa, el general Franco se aplicó a dosificarlo según necesidades del guion. Primero en la depuración sangrienta de los años iniciales de la posguerra y luego cada vez que parecía debilitarse la disciplina de la adhesión inquebrantable. Por eso la ejecución de Grimau, el 20 de abril de 1963; la de Salvador Puig Antich, el 2 de marzo de 1974, o los fusilamientos de José Humberto Baena Alonso, Ramón García Sanz, José Luis Sánchez-Bravo, Ángel Otaegui Echeverría y Juan Paredes Manot, el 27 de septiembre de 1975.
El recurso al garrote vil y al paredón siempre estuvo disponible cuando se advertía la conveniencia de sembrar el miedo para renovar la sumisión y ahuyentar los malos pensamientos. El mismo Franco —que en 1925, siendo teniente coronel, ordenó fusilar a dos legionarios por un pequeño robo y a otro más en Alhucemas tras la mera conformación de su identidad por considerarlo desertor— presidía 50 años después el Consejo de Ministros que enviaba, un 26 de septiembre de 1975, al pelotón de fusilamiento a cinco de los condenados en tribunales militares a la pena capital. Porque esa jurisdicción seguía teniendo máximas facultades pese a que el último parte de guerra llevaba fecha del 1 de abril de 1939. Firmar sentencias de muerte era su manera de despedirse. Sobre los reos pesaban acusaciones graves de atentados a policías armados y guardias civiles, pero su proceso careció de las más elementales garantías. Cuenta uno de los defensores improvisados que en muchos casos apenas tuvieron unas horas para examinar los sumarios y que cuando impugnaron el procedimiento ante el tribunal fueron expulsados de la sala para que tomaran su relevo oficiales del Ejército.
Recordemos que en aquellos días se desató la ira internacional contra el régimen, ardieron las embajadas y el ambiente se hizo irrespirable. La decisión del Consejo de Ministros fue comunicada en rueda de prensa el viernes 26 de septiembre por el ministro de Información y Turismo, León Herrera Esteban. Con la sala desbordada de periodistas, leyó una nota burocrática seguida de una breve glosa donde aclaraba que la decisión de indultar a unos y fusilar a otros para nada exigía ser fundada al ser prerrogativa del jefe del Estado. Enseguida descalificó la reacción internacional señalando que su objetivo, a través de los siglos, siempre había sido España. Una manifestación más de la cruzada, de la lucha de la bestia y el ángel, de España y la antiEspaña. Los del búnker clamaban que en otros países se fusilaba más y nadie protestaba, es decir: preferían que nuestro país fuera medido como si estuviera en quinta división del espanto incivil donde todo se condona.
Los intentos denodados de pedir clemencia, que un grupo de periodistas presenció en el despacho de abogados de la calle Españoleto, fueron inútiles. Entonces la conversación derivó a cómo deberían ser los entierros, momento en el que varios de ellos prefirieron dirigirse a la puerta de la Prisión Provincial de Carabanchel, en la avenida de los Poblados, donde permanecieron apostados toda la noche. Vieron llegar a los padres de José Humberto Baena en un taxi, procedentes de Vigo, para despedirse y a la mujer de José Luis Sánchez Bravo, trasladada desde la prisión de Yeserías. Al amanecer observaron cómo se disponían los coches celulares, uno para cada reo —Baena, García Sanz y Sánchez Bravo—, los tres
Bajo aquellas condiciones opresivas hubo resistentes que cumplieron con dignidad sus deberes
microbuses que transportaban los pelotones de fusilamiento y todo el aparato de escolta militar y policial. Luego comprobaron que la salida hacia la carretera de La Coruña estaba flanqueada por guardias civiles a uno y otro lado hasta la desviación de Hoyo de Manzanares y la pista de tierra del polígono de tiro de El Palancar. En un mini blanco matrícula M 0947 AD, tres periodistas —el abajo firmante del semanario
Posible, Román Orozco de
Cambio 16 y Frederich Kasseberg del
Süddeutsche Zeitung— siguieron el convoy armados con el Código de Justicia Militar. Lograron superar todos los controles exhibiendo el artículo 871, en el que se dispone que “la pena de muerte se ejecutará de día y con publicidad, a las doce horas de notificada la sentencia”. Llegaron a tiempo de oír las detonaciones y ver en tierra a los fusilados. Lo contaron en sus crónicas. Nunca lo olvidarán.
Escribe Paul Preston en la biografía que le dedica (
Franco, caudillo de España, Grijalbo, Barcelona, 2002) que Franco, como muchos militares africanistas, había llegado a asociar, durante los años de la guerra de Marruecos, Gobierno y Administración con la incesante intimidación de los gobernados. Una asociación que impregnó a colaboradores impensables vestidos con la piel de los modernizadores. Así, por ejemplo, Laureano López Rodó, el comisario del Plan de Desarrollo y ministro de Asuntos Exteriores, lumbrera de los tecnócratas (véase
La larga marcha hacia la Monarquía, Noguer, Barcelona, 1977). En esas páginas refiere los argumentos brindados al príncipe don Juan Carlos, en la audiencia del 23 de octubre de 1975, para que aceptara asumir por segunda vez los poderes de la Jefatura del Estado de forma transitoria en estos términos: “No parece que un enfermo grave pueda ejercer la Jefatura del Estado, sobre todo en unos momentos como los actuales en que el país se enfrenta a muy serios problemas: el Sáhara, el terrorismo, etc.”. Y punto y seguido añade que “siendo el ejercicio de la gracia del indulto prerrogativa personal del jefe del Estado, no cabe a un enfermo plantearle la papeleta de indultar o no una pena de muerte. Habría que tener un corazón de acero y aun así se conmocionaría ante tamaña decisión”. ¿Cabe deducir de esta conversación suasoria en el Palacio de la Zarzuela que López Rodó quería en la Jefatura del Estado a una persona sana, en plenitud de facultades y libre de conmociones a la hora de seguir enviando reos al paredón?
En estos días, cuando algunos insisten en degradar nuestro sistema democrático, presentándolo como mero continuismo del anterior, denominándolo régimen de 1978, pronosticando su inminente colapso y propugnando la apertura de un proceso de desconstitucionalización, es oportuno señalar algunas diferencias fundamentales como las que en las líneas anteriores saltan a la vista. También lo es precisar que bajo aquellas condiciones opresivas hubo entreguismos movidos por el miedo, por las ventajas de la sumisión o por ambiciones de escalar. Pero que también hubo resistentes dispuestos a cumplir con dignidad sus deberes, que nunca pusieron al cobro la cuenta de su decencia.