Desde aquel 14 de noviembre de 1975, hace ahora 40 años, cuando se firmó en Madrid el acuerdo tripartito por los gobiernos de España, Marruecos y Mauritania, arrastramos una mala conciencia invencible. Fue entonces, en la linde del deshonor, en la agonía de Franco, cuando el gobierno suspendió el ejercicio de los deberes que nos incumbían como potencia administradora del territorio, a tenor de la Carta de Naciones Unidas. Esa firma precipitó el abandono fulminante del Sáhara sin atender a su condición de provincia, adquirida por decreto de la presidencia del gobierno el 10 de enero de 1958. Idéntico abandono hizo antes del territorio de Ifni que, erigido en provincia por el mismo decreto, fue retrocedido a Marruecos mediante el acuerdo de Fez del 4 de enero de 1969, ratificado por las Cortes españolas el 22 de abril.
La declaración de estos territorios como provincias seguía la senda del salazarismo respecto de las posesiones portuguesas de ultramar. Su objetivo era evitar la rendición de cuentas ante el Comité de los 24 de la ONU, competente en materia de descolonización. Otra cosa es que el embajador de Franco ante la
ONU, Jaime de Piniés, ignorara la pretendida provincialidad y cumplimentara bajo cuerda las peticiones del mencionado comité.
Ahí están los documentos gráficos acreditativos de la presencia en el hemiciclo de las Cortes orgánicas tanto del consejero nacional del Movimiento, enviado por los camaradas nómadas, como de los otros dos procuradores de Representación Familiar que, a tenor de la Ley Orgánica del Estado de 1966, eran elegidos por los cabezas de familia, empadronados en las tribus del desierto. Eran muy de ver con sus atuendos blancos y azules del cuello a los pies, agrupados en escaños contiguos sin atender al estricto orden alfabético. La crónica desde El Aaiún de un buen amigo periodista, escrita en el número 27 del semanario
Posible del 17 de julio de 1975, remite al origen de nuestra mala conciencia.
Se titulaba “Nadie quiere morir por el Sáhara”. Empezaba así: “Dijo Kissinger ‘el Sáhara para Marruecos’. Y la luz se hizo”. Pronosticaba que “el reparto del territorio acabaría en genocidio” y que “Hasán II tendría que enfrentarse a la guerrilla”. Señalaba que, a tenor de los discursos oficiales, aquel trozo entrañable de España estaba en trance de dejar de serlo; que en esas condiciones nadie quería morir por el Sáhara, que era gratuito el nerviosismo revestido de halago al Ejército por parte de algunos patrocinadores del abandono al galope, y que sobre aquellas arenas había un pueblo con el que debería contarse en todo caso. Pero fue traicionado.