Crisis institucional, crisis política
El intento de celebrar las recientes elecciones autonómicas de Cataluña en clave plebiscitaria, impulsado desde el Gobierno de la Generalitat, ha contribuido a consolidar el convencimiento de que el sistema político español se enfrenta a una crisis irreversible, de la que solo podría recuperarse mediante una reforma de la Constitución. Seguramente la reforma es a estas alturas inevitable, pero eso no significa que la totalidad de los problemas institucionales que padece el país tenga solución a través de una renovación del pacto constitucional. Entre otras razones porque la crisis actual no responde tanto a debilidades del texto del 78, inevitables en esta como en cualquier Carta Magna, como a la deliberada estrategia política de explotarlas adoptada por los partidos, nacionalistas o no nacionalistas, tradicionales o emergentes.
Mientras los partidos no renuncien a esa táctica, poner en la reforma constitucional todas las esperanzas para recomponer el sistema político puede conducir al fracaso y a la frustración. Ninguna Constitución puede salir indemne de una instrumentalización como la que ha llevado a cabo el Partido Popular con el texto del 78, primero apropiándoselo para combatir el terrorismo y luego transfiriéndole los costes de sus propias decisiones (o indecisiones) políticas; tampoco de la trivialización desde la que en ocasiones la ha tratado el Partido Socialista, unas veces procediendo a reformas de urgencia vinculadas a la coyuntura económica y otras contemporizando con la posibilidad de sortear aquello que no ampara mediante lecturas imaginativas, como sucedió con el estatut. Y entre los partidos emergentes, alguno ha sugerido que bastaría con suprimir los artículos relativos a la monarquía para transformar España en república, mientras que otro ha hablado de abolir el Tribunal Constitucional.
No es el descrédito de las instituciones establecidas por la Constitución del 78 lo que ha provocado el de la política, sino al contrario. Por consiguiente, es la política lo que debería cambiar en primer término, con independencia de que tarde o temprano resulte inevitable emprender una reforma de la Constitución. Si algo ha demostrado el intento de imponer una clave plebiscitaria en las recientes elecciones catalanas por parte de la Generalitat es que el sistema institucional del 78 es más sólido de lo que se daba por descontado, pero también que algunos partidos han adoptado estrategias políticas para provocar su colapso con excepcional determinación. Durante las pocas semanas que restan de la actual legislatura los partidos pueden optar por librarse a una subasta de ocurrencias apresuradas para reformar las instituciones o por reconsiderar las estrategias políticas que, manipulando su composición y desactivando el equilibrio de poderes y contrapoderes, han desembocado en una crisis tan profunda como la actual.
De esa opción depende, sin duda, la recuperación del prestigio tanto de las instituciones como de la política. Pero depende, además, la viabilidad de uno de los últimos recursos de los que dispone cualquier sistema democrático en crisis, también el español: la reforma constitucional.