Planes desmedidos de ayer hipotecan el urbanismo de hoy
El conflicto no es exclusivo de la operación Chamartín, hay muchos otros casos en Madrid y en prácticamente cualquier ciudad española
El conflicto no es exclusivo de la operación Chamartín, hay muchos otros casos, en Madrid y en prácticamente cualquier ciudad o municipio español. Surge cuando los cambios en la realidad o en las prioridades y los objetivos urbanos aconsejan, e incluso prácticamente obligan, a revisar a la baja las previsiones del planeamiento urbanístico aprobado en su día.
El conflicto es estructural y conceptualmente simple, aunque en la práctica lo sea menos porque la capacidad de complicar las cosas con infinidad de argumentos jurídicos diversos ha demostrado ser ingeniosamente inagotable. Tiene que ver con un “Santa Rita, Rita, Rita, lo que se da no se quita” al que lleva la legislación urbanística vigente. Veamos.
Cuando un ayuntamiento aprueba su plan de ordenación dice dónde, qué y para qué se puede construir
Cuando un ayuntamiento aprueba su plan de ordenación dice dónde, qué y para qué se puede construir y cuánto; pero al decirlo, lo quiera o no, lastra sus futuras decisiones con una responsabilidad económica descomunal. El plan tiende sobre la realidad un espeso velo de ficción económica según la cual, si se lo modifica o cambia a menos, cualquier propietario de suelo, aunque no haya hecho nada o casi nada y más aún si ha hecho algo, tiene derecho a ser indemnizado con un importe calculado en función del beneficio (diferencia entre valor del suelo en su origen y el que tendría terminada la actuación) que habría obtenido si hubiese hecho, en plazo, lo que el plan decía. Y sus teóricos derechos son aún más firmes e indemnizables si ha conseguido la aprobación definitiva de sus planes. Hay matices, pero no muchos. Por eso, y como resultado, cuando los ayuntamientos quieren corregir el dibujo de la ciudad se encuentran con que no tienen goma de borrar, o con que les puede salir carísima. (Cabría hablar de otro tipo de revisiones al alza a los que pocos se oponen y que en bastante más de un caso han sido terreno fértil para enriquecimientos repentinos y corrupciones probadas).
Añadamos otra ficción. La Ley del Suelo dice que antes de construir cualquier edificio los propietarios tienen que haber terminado toda la obra de urbanización más las adicionales que puedan haber pactado en su día, que en actuaciones grandes pueden no ser pocas ni pequeñas (soterramientos de tramos de viario e incluso de autovías, grandes nudos o enlaces viarios, prolongaciones y/o estaciones de metro, equipamientos extra...). Mucha inversión y mucha capacidad de gestión, tanta que sería un milagro que quienes eran propietarios de un suelo rústico o en todo caso no urbanizado, que normalmente ni tienen fortuna bastante ni son gestores, puedan llevarlo a cabo por sí mismos. Por eso, antes de que la cosa comience y haya necesidad de invertir en serio, muchos prefieren hacer caja y vender a quienes teóricamente pueden hacerlo, y así el grueso del suelo se concentra en manos de fondos inmobiliarios, bancos, entidades financieras o grandes promotoras con mucho poder económico y de presión.
Conviene además tener en cuenta que los vientos provocados por las inmensas cantidades de capital inmobiliario global precrisis inflaron sin medida las velas del optimismo. Todo parecía posible, seguro y próximo: los solares se venderían antes de urbanizar y las viviendas, con tan solo el plano, y a veces incluso sin él (la SAREB, el banco malo, ha sido destino final y es carísimo testigo de aquel sueño tornado en pesadilla cuyo despertar ha costado decenas de miles de millones de euros de dinero público).
Y como se creyó o se hizo como si se creyese que todo era posible, muchos municipios, aplaudidos y presionados por propietarios de mucho suelo, incluyeron en sus planes actuaciones cada vez más grandes, llegando a miles de viviendas sobre cientos de hectáreas... La operación Chamartín es grande (17.000 viviendas y 800.000 metros cuadrados de oficinas sobre 585 hectáreas), pero las hay mayores. En el sudeste de Madrid, la mayor de todas (Valdecarros, con 51.000 viviendas y otros usos en 1.933 hectáreas) preveía lo equivalente a desarrollar de una sola tacada y bajo iniciativa y control privado una ciudad casi instantánea del tamaño de Salamanca, Huelva o Tarragona, y mayor que León o Cádiz. Por tamaño que no quede. Y el Ayuntamiento presumió de ello: “El mayor proyecto de urbanización desarrollado hasta ahora en la ciudad de Madrid”.
En este contexto, cuando un ayuntamiento quiere corregir un planeamiento que no cree idóneo, por excesivo y hoy prácticamente irrealizable, el problema está servido. Por una parte están los grandes promotores/propietarios que presionan por la aprobación definitiva de su plan, tal cual, para ponerlo en marcha o —especialmente en el caso de bancos e instituciones financieras— para consolidar el valor contable de sus activos y aumentar su liquidez. Por la otra, están los responsables del planeamiento urbano que, a la vista del cambio radical de condiciones urbanas tras la crisis y con nuevos objetivos, buscan reconducirlo hacia la sensatez con la enorme dificultad de estar sometidos al marco de una legislación poco sensata.
Como resultado, en la disyuntiva actual el marco legal les obliga a un diálogo difícil en el que los interlocutores hablan idiomas distintos: el de la ordenación de la ciudad y el de la hoja de cálculo; el de los planos y el de Excel. El diálogo se tensa aún más si el planeamiento fue desde el principio cosa de dineros surgida, sin razones urbanas que la avalaran, de una hoja Excel desmedida, con el objetivo de obtener todo el aprovechamiento inmobiliario que hiciese falta para saldar grandes deudas históricas o llevar a cabo inversiones cuya causa o razón nada o muy poco tienen que ver con la ciudad en sí, y aún menos con los futuros empleos y residentes del lugar en que recaería la sobrecarga de edificación.
Superar la enorme hipoteca urbana que lastra el presente con decisiones eufóricas del pasado reciente no es ni de lejos tarea fácil. A corto plazo, y aun movilizando todos los recursos técnicos, legales, administrativos y políticos disponibles, parecería que los posibles acuerdos estarían limitados a un escenario insuficiente e insatisfactorio de compromisos y equilibrios: reducir los aprovechamientos concedidos a los propietarios y pulir lo más duro de sus diseños a cambio de transigir o renunciar en parte a alguno de los objetivos urbanos y suprimir o costear con dinero público las obras extra más costosas. En breve: enmendar planos y reducir costes para hacer más llevadero el trance.
Pero para quien aspira a la mejor ciudad eso no debe bastar. La ciudad debe saber entender, y utilizar a favor, que la realidad está de su parte y que como lo inviable no es viable, tratar de hacer lo que en su día se dijo, tal cual y en los plazos previstos (legalmente el no cumplimiento de plazos cambia mucho las cosas), sería perseguir una arriesgadísima quimera que anuncia desastre... y contrariar la oportunidad de hacer las cosas bien.
Superar la enorme hipoteca urbana que lastra el presente con decisiones del pasado no es una tarea fácil
Estas historias, sea cual sea su resultado final, dejan lecciones. La primera y tal vez la principal es mirar y asimilar aquellos casos en que la iniciativa pública ha llevado a cabo sin problemas, con control también público de la gestión y el diseño y con saldo positivo para todos, actuaciones igualmente grandes, algunas modélicas: barrios, poblados y actuaciones de vivienda social a partir de los 50 o 60 por toda España; cambios urbanos coordinados de la Barcelona del 92; consorcios urbanísticos en la Comunidad de Madrid a partir de los 90; recuperación urbana de la Ría de Bilbao y el eminente desarrollo de su isla de Zorrotzaurre... Las grandes actuaciones, bien llevadas, no tienen por qué ser negativas (las enormes, probablemente, sí).
Hay más lecciones: se deben resolver con acierto las hipotecas urbanas indebidas y evitar en lo posible las nuevas, hace falta más realismo y análisis crítico en lugar de ensoñaciones de futuros que todo lo harían fácil, medir los tiempos, no más actuaciones enormes de iniciativa privada con completa cesión de su diseño urbano, más apoyarse en las propias fuerzas y menos hacer las cuentas del Gran Capitán con los dineros que aún no son. Y sin duda hay otras.
La tarea pendiente más urgente y políticamente difícil es la de revisar a fondo la Ley del Suelo, e incluso cambiarle el nombre, para que su objetivo básico sea facilitar el planeamiento y conseguir unas ciudades y una vida urbana mejores, sin desigualdades forzadas, y social, productiva y medioambientalmente idóneas. El régimen jurídico y económico del suelo importa, pero el de la ciudad importa mucho más. El reto está ahí y son tiempos de cambio.