Árboles de Madrid
La población arbórea forma parte del patrimonio de la ciudad y la política ambiental urbana debe ocuparse de ella, como se hizo en siglos anteriores
En Madrid, sin embargo, se supo de árboles. El ramo de Arbolados (antes de Paseos y Arbolados) llegó a ser uno de los más importantes del Ayuntamiento, con un naturalista a su cabeza, tan importante que en los años centrales del siglo XIX solía estar sujeto a los cambios políticos.
“Plazas, verdaderas plazas, que sean para el vecindario y no para el jardinero”, reclamaba el paisajista Winthuysen
Primero los Sitios Reales rodearon de espacios abiertos y verdes el apretado caserío del Madrid histórico: monte de El Pardo, la Zarzuela, la Moncloa, la montaña de Príncipe Pío, el Campo del Moro, la Casa de Campo, al oeste y al sur, el Retiro al este, todos formando parte del enorme patrimonio de una realeza “terromaníaca”, como la calificó Richard Ford. Pasaron paulatina y tardíamente a ser de uso público y propiedad municipal. Los monarcas se cuidaron también de crear paseos arbolados, con árboles robustos, para poner en contacto unos sitios con otros, a muchos con el río, embellecer, favorecer el paseo y permitir la transición de la ciudad al campo y la naturaleza.
Las calles arboladas fueron un elemento esencial del diseño barroco: el mejor ejemplo madrileño es el Salón del Prado, tan maltratado hoy. Se creó con olmos trasplantados de Aranjuez, vigilados por los jardineros reales, quienes denunciaron a menudo podas indiscriminadas, excesivas y rutinarias, que destrozaban los árboles. El diseño del paseo arbolado fue recuperado para la ciudad en la segunda mitad del siglo XIX y primer tercio del XX por algunos de los grandes arquitectos paisajistas, como Forestier, Olmsted, Winthuysen, autores de los planes de varias grandes ciudades, algunas españolas.
Cuando Madrid se emancipó de la tutela monárquica, el servicio de arbolado se profesionalizó y sus directores (Arias, Sangüesa, Tormos) se ocuparon de multiplicar las plantaciones, atendiendo a la selección de especies adecuadas, la localización y la densidad, siempre pendientes de la disponibilidad de agua y de la conservación adecuada. Como Alphand, el gran arbolista de París, pensaban que la variedad de árboles urbanos debía ser restringida con preferencia por los que crecen deprisa, dan mucha sombra, son hermosos y resistentes a las plagas: se plantaban para dar sombra en verano, templar en invierno, proteger de la inclemencias, por razones ambientales de salubridad y de comodidad. El gran botánico Mariano Lagasca no se engañaba: el arbolado en España es un ramo de un interés infinitamente mayor de lo que se cree. Cuando se separó el ramo de Caminos del de Arbolados, se supo que se iba a dar prioridad a la circulación rodada en detrimento de las plantaciones.
Luego se plantaron las calles y bulevares de los ensanches. Los urbanistas de los ensanches, empezando por Castro y Cerdá, se cuidaron mucho de determinar el número de filas de árboles según tamaño de las aceras y altura de los edificios. Los proyectos iniciales se frustraron por la forma especulativa en que se fueron construyendo los ensanches. Pero se seguían distinguiendo especies y disposiciones según las funciones que se pedían a los árboles y dónde se ponían: olmos —tras su enfermedad, sustituidos por acacias—, robinia, plátanos en las calles y parques históricos, pinos preferentemente solo en bosquetes y espacios periféricos, céspedes y praderas en los parques de estilo inglés, como el del Oeste, a los que primero se llamó jardines apaisados.
No tardaron en aparecer elementos que desvirtuaban la función primera del arbolado —grandes coníferas ornamentales, como las del Prado—, no se sabe si para realzar los edificios o deslucirlos, que fueron objeto de grandes controversias. Pero sobre todo fueron apareciendo por la ciudad praderas de césped, jardincillos con praderas recortadas, todos muy necesitados de agua y muy inapropiados para climas como el madrileño, árboles y arbustos exóticos, algunos extravagantes, mosaicocultura, macizos de flores…
El gran paisajista Javier de Winthuysen, vinculado a la Institución Libre de Enseñanza y, junto con Rubió i Tuduri, el mejor conocedor de los jardines españoles y mediterráneos y de su carácter particularmente adaptado a la naturaleza, no ahorró las críticas. Denostó el formalismo ornamentalista, las actuaciones que se hacían más para gloria de los jardineros que para el bienestar de la población, la mala colocación de los árboles y el uso de algunos inadecuados. Todo ello en Madrid, decía, donde hay tanto que tapar y tanto que defender de los vientos fríos y del calor. “Plazas, verdaderas plazas —reclamaba— que sean para el vecindario y no para el jardinero.” El urbanismo de bloques abiertos no contó con las plantaciones de árboles como elemento de urbanización.
Asfixiados
Hoy los árboles madrileños no gozan de buena salud: a menudo son raquíticos, están deformados, lesionados, enfermos, viejos, desplazados. Caen víctimas de las obras urbanas como si fueran daños colaterales inevitables. La ampliación de calzadas y la ocupación de las mismas por terrazas y chiringuitos; los estacionamientos en superficie y, sobre todo, los subterráneos, cuya construcción cambia las condiciones de humedad, ventilación y desarrollo de las raíces; la pavimentación de paseos y parterres; la selección de especies inadecuadas; el pequeño tamaño de los alcorques que a menudos asfixia a los árboles y los daños causados por los coches o por los vecinos contribuyen al mal estado de los árboles urbanos. Pero son sobre todo las podas indiscriminadas y excesivas las que deforman las copas arbóreas hasta la caricatura, las descompensan, dan lugar a que se pudran los árboles desde las heridas, hacen aparecer densos chupones que arrancan de los cortes: los árboles, cuya función es ambiental y estética, son tratados como si fueran productores, como si fueran frutales. La atroz poda madrileña, decía Winthuysen en 1927, ha convertido Madrid en un plantel de patas de gallina. Estas tareas las llevan a cabo servicios subcontratados, tanto en las calles como en los parques. Proliferan los talleres de poda (casi siempre de árboles frutales), mientras desaparecen los que sabían podar: algún naturalista del siglo XIX había dicho que se prohibiera cortar una sola rama mientras el hacha no la llevara una persona muy inteligente.
Los daños advertidos no serán por falta de conocimientos y de modelos a copiar, fundados eso sí ahora en la fisiología vegetal (aunque a veces parecen redescubrir enunciados de la tradición decimonónica). Alex Shigo, el padre de la nueva arboricultura surgida a finales del siglo pasado, basó su conocimiento en la disección de miles de árboles a partir de la zona de corta, para ver cómo se comportaban ante las agresiones y cómo se compartimentaban ante el avance de la pudrición. En 1992 el Ministerio entonces de Obras Públicas publicó un libro que analizaba pormenorizadamente las causas de los daños para proponer buenas prácticas: Árboles de la ciudad. Fundamentos de una política ambiental basada en el arbolado urbano.
Los árboles madrileños no gozan de buena salud: son raquíticos, están deformados, enfermos, viejos
Ninguna operación compleja tiene respuestas simples. Por eso, ni siquiera una operación como la del soterramiento de la M-30 y el llamado Madrid Río resultante puede resolverse con una sola opinión. El soterramiento de la autovía urbana ha devuelto calidad de vida a los vecinos de la ribera del Manzanares, liberados del tráfico, y les ofrece a los madrileños un largo paseo lineal al que no estaban acostumbrados. Pero ni es una operación sostenible para la ciudad por la deuda a que ha dado lugar ni, sobre todo, se puede admitir que se considere en particular ambiental y paisajística. Se presentó como una operación ecológica, de recuperación de la naturaleza del río, complementada con el enterramiento del tráfico y ha sido sobre todo esto último: lo que se llevó el dinero fueron las tuneladoras. Y desde el punto de vista arbóreo, se empezó por destruir el magnífico parque de Arganzuela, que tenía cinco espléndidas filas de plátanos, y se ha puesto mucho granito.
En cuanto a los árboles, no deja de ser contradictorio hablar de un “salón de pinos” cuando la característica del salón es una bóveda formada por las copas de árboles corpulentos y de hoja caduca, con algunos espacios abiertos. No plantaciones en hilera de pinos de poco porte, porque son los únicos que pueden soportar que sus raíces no se puedan desarrollar por la proximidad de las losas de hormigón tan cercanas. Túneles, pues, más que árboles: una solución urbanística medrosa a estas alturas, cuando en ciudades más avanzadas se está alejando el tráfico de la ciudad.
Los árboles en la ciudad son un patrimonio importante y su instalación, mantenimiento y buen cuidado son uno de los fundamentos de la política ambiental urbana. La política del arbolado urbano debe dirigirse a la mejor calidad ambiental y estética de los espacios abiertos.