21/11/2024
Análisis

Los indignados balcánicos

Las protestas contra los autócratas se expanden en la región y reabren en Europa el dilema entre seguridad y orden frente a cambio político y pluralismo

Los indignados balcánicos
Partidarios de la oposición envueltos en una nube de gas lacrimógeno durante los enfrentamientos con la policía frente al Parlamento de Kosovo, en Pristina. ARMEND NIMANI / AFP / Getty
Dit i Nat es un café hípster del centro de Pristina y punto de encuentro para el sector cosmopolita de Kosovo. Hablando con Besa, periodista, sobre la preocupante crisis política en su nuevo país, la peor desde su independencia en 2008, se muestra frustrada. Como muchos jóvenes kosovares con su nivel de formación y perspectiva, Besa es contraria al Gobierno bendecido por la comunidad internacional. Un Gobierno que, como quien baraja las cartas, tiene las figuras de siempre, algunas vinculadas en su momento al Ejército de Liberación de Kosovo (UCK, en albanés) y su pasado criminal, como el presidente, Hashim Thaci. Besa y otros muchos quieren que su país pase página de esta “casta” de exguerrilleros y de la corrupción reinante. Su lectura de la situación y su perfil social la convierten en simpatizante del partido Vetevendosje (autodeterminación), temido por Occidente y que estos días es noticia por tirar bombas de gas en el Parlamento de Pristina y boicotear eventos como la propia investidura de Thaci la semana pasada.

Vetevendosje propugna la plena soberanía de Kosovo, frente a la percepción de continuo tutelaje internacional, y el fin del diálogo con Serbia facilitado por la UE, apostando por otro menos desequilibrado contra Kosovo y que evite una “mini-Serbia” en el norte del país, al modo del acuerdo de Dayton en Bosnia. Su carismático líder, Albin Kurti, plantea la unión de Kosovo con Albania, línea roja para EE.UU. y la UE, aunque los albanos no estén por la labor (ni muchos kosovares). Vetevendosje dirige la fase actual cuasirrevolucionaria de la vía de la calle para derrocar al actual Gobierno. Un respetable porcentaje de jóvenes kosovares como Besa, que no son nacionalistas, o bien lo ven como casi la única alternativa a una clase política corrupta, o no tienen fe en la política institucional para lograr cambios en Kosovo.

El perfil social de los activistas jóvenes es similar al que se pudo ver en Túnez o el Euromaidán ucraniano

Aunque no simpatice con los métodos populistas de Kurti y su gente, Besa critica la connivencia de la comunidad internacional con las élites de Kosovo. En un lenguaje que recuerda mucho a lo escuchado estos años en las calles de Atenas o Madrid, o en boca de representantes de Syriza o Podemos, Besa afirma que EE.UU. y la UE “dictan” acuerdos como el de Kosovo-Serbia (Belgrado-Pristina, en jerga diplomática) sin dejar margen a su país para explorar otras alternativas que convengan mejor a sus intereses. Teme que si Kosovo no se consolida como Estado, crecerá el nacionalismo. Algo en lo que coincide con un ministro del Gobierno quien, más tarde, en una oficina con banderas de la UE, añade el riesgo del Islam radical (hasta hoy minoritario en la región) y la necesidad de progresos en la integración europea de Kosovo, sobre todo en aspectos tangibles, como visados.

La tentación autoritaria

En una lluviosa Podgorica, a 159 kilómetros de Pristina, Milica, una activista local, cuenta que las protestas contra el Gobierno de Milo Djukanovic —quien, alternando entre primer ministro y presidente, gobierna Montenegro desde hace décadas— tienen su origen en la crisis democrática de este país candidato a la UE y en proceso de adhesión a la OTAN. Corrupción, captura del Estado por el círculo de poder y reformas estancadas, a pesar de los “Informes de Progreso” de la UE, son habituales referencias en Montenegro —y en cada uno de los países balcánicos teóricamente rumbo a la UE—. Pero actores de la sociedad civil como Milica rechazan grupos de la oposición presentes en las recientes protestas, como el Frente Democrático, que habrían convertido un movimiento cívico, pro-derechos, en protestas pro-rusas, anti-OTAN y étnicas (defensa de los serbios en Montenegro). La parafernalia de imágenes heroicas de Putin y banderas rusas es cada vez más habitual aquí y en masivas concentraciones similares en Belgrado o la Republika Srpska, la entidad de mayoría serbia en Bosnia-Herzegovina.

En Skopje, Vanya (nombre ficticio) habla en detalle de la trama de escuchas a unas 20.000 personas, incluidas oposición y sociedad civil, y que implicarían a altas esferas del Gobierno de Nikola Gruevski. La revelación de estas escuchas y la sensación de abuso antidemocrático generalizado llevaron, el pasado mayo, a miles de personas a las calles de la capital macedonia. Vanya y otros activistas ven poco recorrido al acuerdo entre Gobierno y oposición, facilitado por la UE en 2015 —que incluye nuevas elecciones y un fiscal general especial para investigar las escuchas—, y cero posibilidades de que Gruevski u otros altos cargos sean imputados. Estas fuentes subrayan que en un contexto en el que no hay libertad de prensa o separación de poderes crece el autoritarismo. Autoritarismo balcánico con tintes nacionalistas, hoy inspirado en modelos que allí se empiezan a conocer como “putinismo” o “erdoganismo”, dada la atracción de los autócratas balcánicos por los sistemas políticos “iliberales” en Rusia o Turquía. Vanya coincide con diplomáticos destinados en Bruselas al criticar una UE durante años vacilante ante este “choque de trenes” en Macedonia, país candidato a la UE y la OTAN. La decisión de esta semana del presidente Ivanov de otorgar perdón a todos los políticos afectados por las escuchas, da si cabe otra puntada más a Macedonia en su camino al abismo y probablemente llevará de nuevo a la gente a la calle.

“Kad sam gladan, ni sam svoj” (cuando tengo hambre, pierdo el control). Hace dos años, en Sarajevo, Sumejana, una abogada bosnia especializada en derechos de prisioneros, resumía la llamada Primavera Bosnia con ese lema, usado por los ciudadanos congregados en la cercana avenida Marsala Tita. Esta chica de vaqueros ceñidos y bambas pasaba esos días entre las comisarías de policía, siguiendo casos de violencia contra los manifestantes, y las noches en asambleas o “plenums” en las que gente de todas las edades intentaba ejercer democracia directa, abordando la privatización de las fábricas, la penuria social o una nueva forma constitucional de Bosnia no basada en nacionalidades. Estas revueltas, a diferencia del inicialmente pacífico Euromaidán ucraniano, que esos días caminaba a la violencia final que acarreó la huida del presidente Yanukovich, habían estallado con violencia en Tuzla y Sarajevo. Políticos bosnios vieron sus coches arrojados al río y arder edificios públicos. Además de su temor, provocó el miedo internacional a un conflicto mayor y se sucedieron intentos interesados de manipulación étnica para deslegitimar unas protestas que no tenían nada de étnico y mucho de hastío acumulado y desesperación. Sumejana comparaba, amarga, estos cientos de personas con las multitudinarias terrazas de café en Sarajevo o con el millón y pico de bosnios empleados en una desproporcionada Administración pública, dependientes de este u otro político y de la “stela”. Stela, influencia, es el término para referirse a los contactos de los que a menudo dependen tantos trabajos públicos. Bosnia, concluía, era “un país hambriento que ha perdido su dignidad”.

Choque de realidades

Hoy es imposible estar en los Balcanes y no toparse con los indignados balcánicos, la nueva realidad. A menudo se mira a la región desde un prisma étnico o nacionalista, con el fantasma del conflicto. Hay, desgraciadamente, mucho de eso. A ello contribuyen hechos como la absolución por el Tribunal de la Haya de Vojislav Seselj, el líder del ultranacionalista Partido Radical serbio, que podría retornar al Parlamento de Belgrado en las elecciones de dentro de dos semanas. Pero estos indignados y algunas de las protestas de estos años confirman que hay además otras narrativas, con un elemento de clase y generacional. El perfil social de los activistas jóvenes, de Facebook, minoritario pero evidente, es similar al que uno encuentra en Túnez, el Euromaidán ucraniano y nuestros propios países. El descontento generalizado, que engloba a más capas sociales, surge en el fondo de un brutal choque de realidades paralelas. Por un lado, la de las élites y los llamados “intocables” (que controlan el poder y escapan a los mecanismos democráticos y judiciales); la narrativa de “progreso” y ampliación que promueven las instituciones de la UE, y, en fin, el país y sociedad reales en los que pocas cosas cambian. Esos Balcanes en los que viven los Besas, Milicas, Vanyas y otros peor posicionados, sin perspectivas de futuro a menos que uno se acerque al círculo de los intocables o emigre.

Crece un autoritarismo con tintes nacionalistas, inspirado en modelos como el “putinismo” o el “erdoganismo”

Los indignados balcánicos añaden otro elemento de complejidad a la problemática de la región. Para la UE y sus estados miembros plantean varios dilemas, empezando por uno enorme de seguridad y orden frente a cambio político real y pluralismo. La percepción es que la UE, enfangada en sus propias crisis y ante urgencias como Siria o ISIS, sin ganas de complicarse más en los Balcanes, a veces apuesta fácilmente por lo primero (soslayando los déficits democráticos de nuestros “socios”) en detrimento de lo segundo. Ello contribuye a su descrédito entre fuerzas reformistas, emparedadas entre autócratas y opciones más radicales. Por otra parte, el espectro de estas protestas es variado y suele evolucionar rápidamente. Hay elementos de revoluciones de colores en algunos casos (Skopje) y hay tintes más radicales e incluso antieuropeos en otros (como, últimamente, Montenegro), al crecer la polarización política. No es realista una diplomacia que, en esas circunstancias, apoye sin más una parte frente a otra, y menos aún que promueva revoluciones. Pero tampoco es realista esperar un progreso gradual, sin inestabilidad, conforme al modelo europeo, sobre todo cuando las élites en el poder no quieren una integración europea democrática real (podrían perder ese poder y su impunidad actual) y cuando el descrédito de ese modelo, en la UE y fuera, no tiene precedentes.

El caso es que, hoy por hoy, en los Balcanes, en la disputa entre sistemas políticos y por seducir a los ciudadanos, actores como la Turquía de Erdogan o la Rusia de Putin están ganando —de forma clara en Serbia, como muestran las encuestas y la mayor visibilidad de fuerzas ultranacionalistas y antieuropeas que piden “Savez sa Rusijom”, alianza con Rusia—. La UE pierde credibilidad, identificada, según el sector social, con el apoyo a los autócratas o la imposición de estándares “extranjeros” como los derechos LGBT. En vez de mercadear sus propios estándares, Europa en su conjunto, si de verdad quiere fomentar la democracia en los Balcanes, tiene para empezar que ser coherente con tales principios. De otro modo, seguirá atada o sometida a los autócratas balcánicos y su espiral de abusos, crímenes e irresponsabilidad, importándolos a una UE con muy frágil cohesión. Mientras, los Balcanes caminarán en otras direcciones y se perpetuarán como agujero negro en la propia Europa.