Cine y poesía. Imágenes al servicio del arte
Este año llegan a la cartelera tres películas centradas en poetas. No son los únicos ejemplos de relación entre las dos artes, que va mucho más allá de la ilustración de versos o del biopic
Los últimos en hacerlo han sido el británico Terrence Davies (Historia de una pasión), el chileno Pablo Larraín (Neruda) y el norteamericano Jim Jarmusch (Paterson), con tres propuestas tan lúcidas como diferentes entre sí. El autor de Voces distantes (1988), espíritu libre del cine europeo, explorador de los fantasmas de la memoria en trabajos que se revelan como genuinos poemas fílmicos, pone en escena en su octavo largometraje, Historia de una pasión, la enigmática vida de la poetisa estadounidense Emily Dickinson (1830 - 1886). Poco se sabe de ella, pues vivió enclaustrada en la casa familiar de Massachusetts desde los 17 años —cuando interrumpió sus estudios en el Seminario de Mujeres de Amherst— hasta su muerte 40 años después. Retirada de la sociedad y en permanente rebelión con el dogmatismo moral de su tiempo, escribió un poema al día durante cuatro décadas, que nunca pudo publicar en vida, y su esencial reputación en el mundo de las letras solo le fue concedida de manera póstuma.
Retrato de una erosión
En su lectura más epidérmica, Historia de una pasión es el retrato de una erosión, del modo en que la felicidad de la poeta se fue tornando en amargura a medida que su familia se iba desvaneciendo. Y es también la crónica de resistencia de una mujer asfixiada por la dominación patriarcal de un mundo en el que “las mujeres no pueden crear tesoros indelebles de la literatura”, como le escribe a Dickinson un editor en respuesta a los poemas que le envió con la esperanza de que fueran publicados. Tampoco les estaba permitido dar clases, solo casarse o llegar virgen a la tumba, como fue el caso.
Para el cine de consumo la poesía se ha centrado más en los poetas (reales o inventados) que en su arte
En una lectura más reposada, sus poemas empapan las sobrias, elegantes imágenes de una pieza de cámara que busca reproducir la luz del pintor danés Hammershoi, versos que destilan reflexiones metafísicas sobre las formas del alma, del amor, del tiempo y, sobre todo, la muerte. Davies convierte el filme en una meditación sobre las devastaciones del tiempo mediante versos de la poetisa leídos en off por Cyntia Nixon, actriz que la encarna, pero sobre todo evocando la emoción desde la puesta en escena, que avanza de la claridad a la penumbra, tan cuidada en su puntuación y cadencia como los poemas de Dickinson.
El poeta hecho personaje
Larraín busca al poeta, lo persigue, y no tanto su poesía. Aborda su inteligente biopic del premio Nobel chileno desde los márgenes de la fabulación, deslizando atmósferas y personajes del film noir y del wéstern en una ficción que se destripa a sí misma, para convertir en escritura cinematográfica un discurso histórico, político y cultural. La pregunta que le hacen al Neruda interpretado con convicción de carácter por Luis Gnecco en el arranque del filme —“¿Está usted aquí en calidad de poeta o de político?”— es sustituida a lo largo de la película por una más interesante: ¿es el autor o el personaje de su propia vida? Escrito por Guillermo Calderón, el relato se centra en los años clandestinos del poeta, bajo la presidencia del “traidor” Videla, que ordenó su persecución y asesinato. El deleite verbal y la alquimia plástica trabajan conjuntamente para construir un anecdotario de la leyenda del poeta, lejos de la hagiografía, pero tampoco especialmente deseoso por indagar en el fondo de sus demonios. Neruda es aquí el comunista y el burgués, el marido y el putero, el proletario del verso y el impostor de su propio arte. Pero es sobre todo un fugitivo huyendo de sí mismo, el héroe esquivo de un cuento que en realidad trata sobre todo de los que le rodean. El poeta devenido en personaje.
El germen del poema
En este sentido, el Neruda de Larraín y el Paterson de Jarmusch no están tan lejos, pues son dos personajes inventados a partir de sus versos. El filme del estadounidense, su obra maestra —tiene previsto su estreno en diciembre—, se propone traducir plásticamente el germen del verso, el magma cotidiano que yace en la creación de la poesía escrita, el mundo como un caudal donde se forman las imágenes que alumbrarán las palabras que escribe finalmente el poeta. Adam Driver es el chófer de autobús y poeta oculto que ocupa todas las escenas de la película. Se llama Paterson y vive en Paterson, Nueva Jersey. La invocación al vate local William Carlos Williams es continua en una película que es también una oda a la ciudad de Allen Ginsberg, de Lou Costello y de Hurricane Carter. Paterson, el poeta secreto, como Dickinson, escribe un poema cada día en su cuaderno y su mujer Laura (Golshifteh Farahani) no cesa de animarle para “compartirlos con el mundo”.
Aun así, varios hitos cinematográficos se han planteado de qué modo evocar los versos en la pantalla
No se recuerda ninguna otra película que traduzca visualmente el proceso creativo de todo un universo —la del poeta de lo cotidiano Ron Padgett— con semejante precisión y sensibilidad. Podría verse el filme como la adaptación de algunos versos del escritor de Tulsa, Oklahoma, pero la estructura de Paterson apela a la continua rima visual, a la repetición y la variación mínima de la rutina diaria de un matrimonio al otro lado del sueño americano. La obra de Padgett emana así como un perfecto canal de representación de la poesía de lo cotidiano que siempre ha estilizado Jarmusch en su obra, verdadero estandarte del cine independiente. El filme concluye —y lo hace sellando su vinculación con el lirismo japonés— para dar forma, a su vez, a un autorretrato de su propia creación. Jarmusch el poeta deconstruyendo a Jarmusch el cineasta. O viceversa.
Paterson es como una utopía embalsamada que se acerca mucho a la idea de que el pensamiento, como intuyó Virgina Woolf, se podía transmitir en formas mejor que en palabras. Y esa utopía bien puede ser un cuaderno de páginas en blanco que al ocupar el plano desborda la emoción lírica, como lo hacen algunos planos de Yasujiro Ozu o de John Ford. Jarmusch apela a todos los niveles desde los que es posible asociar cine y poesía: como adaptación de poemas, como vida de un poeta, como crónica de la creación poética. Es lo más lejos que se puede estar del “endecasílabo fotografiado”, esa rémora del cine poético en feliz acuñación de Adriano del Valle.
Más allá del verso fotografiado
Hubo un tiempo en que se consideraron los juegos recitativos de El lado oscuro del corazón (1992, Eliseo Subiela) como el paradigma de la expresión poética en la pantalla. Pero aquellos abismos románticos de Darío Grandinetti recitando a Mario Benedetti, Juan Gelman y Oliverio Girondo mientras busca una voz propia inexistente no eran sino versificación, vacua ilustración de palabras, “endecasílabo fotografiado”. El filme del sueco Roy Andersson inspirado en la obra de César Vallejo, Canciones del segundo piso (2000), encierra una mayor comprensión de cómo los universos poéticos pueden migrar de la letra a la imagen. El cortometraje de Alan Berliner Translating Edwin Honig: A Poet’s Alzheimer (2010) también busca la esencialidad del verso con las herramientas propias del arte del cine, en este caso mediante una virtuosa edición. Se trata de una suite de seis piezas con las que Berliner, epítome del diario fílmico, dedica un encendido tributo a su mentor y amigo Honig, celebrado poeta estadounidense, traductor de Lorca, Calderón y Pessoa, que a pesar de haber perdido su memoria y su dominio del lenguaje por culpa del Alzheimer todavía conserva un innato sentido de la musicalidad y de la rima.
Las cintas más sugerentes han surgido a partir de miradas indirectas más que de biopics
En un melodrama tan carismático y conmovedor como Poetry (2010), del coreano Lee Changdong, una anciana también con principio de Alzheimer descubre que su nieto ha cometido el más abyecto de los crímenes y gestiona esa información tratando de encontrar la belleza del mundo asistiendo a clases de poesía. La película trata de conciliar el terror y la belleza, lo monstruoso y lo mundano, haciéndose eco de las palabras del profesor: “Para escribir poesía, hay que saber mirar”. De hecho, las obras más inspiradas del cine contemporáneo alrededor del fenoméno poético han surgido a partir de miradas indirectas y oblicuas, más que de retratos frontales o películas biográficas. Están más cerca de las insinuaciones de Andrei Tarkovsky, que acostumbraba a introducir poetas como personajes de sus filmes —El espejo, Nostalgia, Stalker…—, que a retratos directos de figuras literarias, aunque el ruso firmó uno de los mejores biopics nunca dedicado a un poeta, Andrei Rublev (1966). En La profesora de parvulario (2014), el israelí Nadav Lapid quiso llamar la atención sobre la poesía en un mundo que parece haber perdido cualquier lugar para ella. Lo encuentra en la convicción de Nira, profesora del título, cuando entiende que su pequeño alumno Yoav es el nuevo Mozart de la poesía, capaz con cuatro años de articular versos conducidos por un sistema de pensamiento erudito.
Vida de poetas
Las producciones que conectan con un público más amplio, o bien se integran en trabajos porosos a premios académicos o bien discurren por los conductos más prosaicos del arte poético. Filmes como El club de los poetas muertos (1989, Peter Weir), Tierras de penumbra (1993, Richard Attenborough) y más tarde El cartero (y Pablo Neruda) (1994, Michael Radford) instauraron una forma “digerible” de deslizar versos en la pantalla, si bien el interés de todas ellas por la creación poética respondía a una coartada cultural y de prestigio más que a un deseo de integrar la poesía en el lenguaje del cine. Sus méritos, si los tienen, están en otra parte: en el relato de educación sentimental, en la tragedia romántica, en la historia de amistad, etc. Siguiendo la tradición de la gran épica histórica de Doctor Zhivago (1965, David Lean), que narraba la vida de un poeta imaginado por Boris Pasternak en su novela homónima, nunca han faltado producciones que se han atrevido a poner al frente de sus relatos vidas tan poco cinemáticas, en principio, como las de un escritor, como la infravalorada El asado de Satán (1976) del prolífico R. W. Fassbinder, cuyo retrato de un poeta anarquista acaba emergiendo como un ejercicio noir de contenido político y melodramático.
En las siempre difíciles adaptaciones biográficas, que convierten a vates de todo tipo y condición en carne de biopic, hay para todos los gustos. Desde el erudito, mágico y extremadamente poético modo en que Tarkovsky glosó la vida y obra del pintor y poeta ruso del siglo XV Andrei Rublev hasta la roma, obvia y exhibicionista forma en que Julian Schnabel y Javier Bardem trasladaron el via crucis existencial del poeta cubano Reinaldo Arenas en Antes que anochezca (2000), que más bien conquista su dudoso lugar de honor en el cine de temática gay. Los problemas con la moral dominante son también el argumento maestro de Wilde (1997), de Brian Gilbert, crónica de los tormentos padecidos por el poeta y dramaturgo con la justicia por su condición sexual. Son películas que buscan el drama de unas vidas maltratadas, su condición de rebeldes culturales o la relevancia histórica de sus obras, pero en ningún caso se plantean trasponer el verso escrito en lenguaje fílmico, como sí hacen Davies o Jarmusch con sus últimas creaciones.
Películas como El club de los poetas muertos instauraron una forma “digerible”de deslizar versos en la pantalla
En ese abanico de biografías merece la mena destacar el filme de Jane Campion sobre la relación amorosa que durante tres años mantuvo el poeta John Keats (Ben Wishaw) con Fanny Brawne (Abbie Cornish) Bright Star (2009), que vuelca la sensibilidad romántica del autor británico en los intercambios epistolares. Agnieszka Holland entendió en Vidas al límite (1995) que lo que hace interesantes a Paul Verlaine (David Thewlis) y Arthur Rimbaud (Leonardo DiCaprio) no eran sus prodigiososo poemas, sino sus personalidades extremas y comportamientos grotescos, y por ello concentró su película en su tormentosa relación romántica y sexual, que acabó con Verlaine en una cárcel belga por sodomita y con Rimbaud huido en el desierto etíope hasta prácticamente el final de sus días. El retrato que Rob Epstein y Jeffrey Friedman hicieron de Allen Ginsberg en Howl (2010) tiene la virtud de reivindicar el poder de la palabra (o del aullido) al decidir que James Franco recite el poema Howl en su integridad, de modo que los versos se convierten en los protagonistas, y no en meras herramientas, de la sintaxis cinematográfica.
En la búsqueda de grandes biopics de poetas conviene retroceder hasta 1969 y desplazarse a Armenia, donde el gran Sergei Parajanov filmó una obra cumbre del género, Sayat Nova. El color de la granada (1969), una hiperestilizada, cuasi surrealista biografía del trovador armenio Sayat Nova, cuya vida se hace forma en la pantalla mediante una amalgama de imágenes poéticas no narrativas. Entre los méritos más recientes del género destaca sin duda Papusza (2013), dirigida por Joanna Kos-Krauze y Krzysztof Krauzebout, que narra desde la inteligente fragmentación episódica el auge y caída de la poeta poloca-gitana Bronislawa Wajs, Papusza, y la relación con su descubridor, el escritor Jerzy Ficowski. El retrato casi pictórico, en blanco y negro, del personaje y la comunidad gitana hace gala de sabiduría cinematográfica para implementar las revoluciones de los versos —maldichos por su propia comunidad— en la personalidad de su autora, interpretada por la escritora Jowita Budnik. Por derroteros similares, a pesar de la distancia que separa ambos filmes, transitaba el retrato del poeta y cineasta Pasolini que armó Abel Ferrara hace un par de años, a pesar de todas las controversias que generó su puesta en escena del misterioso homicidio.
En los intercambios entre cine y poesía siempre quedará acudir a las películas filmadas por reconocidos poetas que encontraron en las imágenes otras formas de canalizar sus inspiraciones. The House is Black (1963) de Forough Farrokhzad se cuenta, según el prestigioso crítico Jonathan Rosenbaum, entre las mejores obras de la historia del cine. La poeta iraní extrajo una inexplicable, inolvidable belleza filmando el horror de la degradación en una casa de leprosos. Soy Cuba (1964), coescrita por el poeta ruso Yevgeny Yevtushenko, también ocupa un lugar importante entre los hitos del cine (aunque más por razones técnicas que de expresión poética), y la trilogía órfica de Jean Cocteau —La sangre de un poeta (1932), Orfeo (1950) y El testamento de Orfeo (1960)— sigue hablando hoy con la frescura y la profunidad de un poeta que podría haber escrito el mismo verso que Rafel Alberti: “Yo nací —respetadme— con el cine”.