Una productividad solo aparente
Mejorar de verdad la capacidad productiva española, que se ha visto reducida durante la crisis, es fundamental para combatir los mecanismos que transforman el paro cíclico en estructural y lastran la economía
De acuerdo con la ley de Okun, que establece una relación de causalidad entre crecimiento económico y empleo, se sabe que la tasa de crecimiento necesaria para reducir el paro se sitúa entre el 2% y el 3% del PIB, en función del país y del periodo considerado. Con un crecimiento en torno al 3,2% en 2015, el año pasado fue excepcionalmente bueno en términos de creación de empleo en España.
Los últimos datos de afiliación a la Seguridad Social y paro registrado cifran en 85.314 los empleos creados durante el pasado mes de diciembre y en 55.790 personas la disminución del número de parados. Con estos registros, en el conjunto del año 2015 se han creado 533.186 puestos de trabajo y el paro se ha reducido en 354.203 personas hasta los 4,1 millones de desempleados (frente al máximo de más de 5 millones registrado a principios de 2013).
Las sombras vienen por el lado de la calidad del empleo generado, ya que uno de cada cuatro contratos laborales tuvo una duración inferior a siete días. El total de contratos indefinidos celebrados el año pasado representa el 8,1% del total, a pesar de que 1 de cada 10 empleos temporales se transformó en indefinido en 2015. Conviene recordar también que la tasa de cobertura (la proporción de parados que no percibe ningún tipo de prestación social) se sitúa en el 55,3%, el nivel más bajo desde 2001.
Así, el desafío al que se enfrenta el mercado laboral es triple. La creación de empleo ha de ser sostenida; debe, además, mejorarse la calidad del empleo creado; y, finalmente, tiene que prestarse mucha atención al suelo estructural que se perfila en el horizonte. Existe recorrido para reducir la tasa de paro pero ¿hasta qué nivel?
El 55% de los parados no percibe ningún tipo de prestación social, el nivel más bajo desde el año 2001
Aunque sean necesarios sesudos ejercicios de estimación para cuantificar la tasa de paro, esta no es más que un cociente entre el número de personas en búsqueda de empleo y la población activa. Lo que los economistas no tienen tan claro es a qué llaman paro estructural. Y el problema es serio, porque de su definición depende un diagnóstico acertado del mercado laboral y la toma de importantes decisiones de política económica.
El paro estructural no es una mera tendencia, resultado de alisar series temporales con algún filtro estadístico más o menos sofisticado. Y tampoco es un sinónimo exacto de paro de larga duración. De hecho, el tránsito del paro de larga duración al paro estructural varía significativamente de unos países a otros. Si en Francia, por ejemplo, un trabajador conserva una probabilidad nada despreciable de retornar al mundo laboral en condiciones razonables después de más de 12 meses en paro (esta es la convención de “larga duración”), la misma frontera supone en muchos casos un punto de no retorno en España. No digamos ya cuando se ha estado más de dos años en situación de desempleo no deseado.
¿Qué es el paro estructural?
La probabilidad de que una persona en paro encuentre empleo no depende únicamente del tiempo que lleva en búsqueda activa, aunque esto tenga un impacto determinante en la pérdida de hábitos y destrezas y en el deterioro del poder de negociación (salarios y condiciones laborales). Las opciones de encontrar un empleo también dependen de la edad, el género, el sector de actividad, la cualificación, la movilidad geográfica, el ciclo económico, etc.
¿Qué es entonces el paro estructural? Se puede definir como la mínima tasa de paro que, teniendo en cuenta las oscilaciones del ciclo económico, permite que el mercado laboral funcione sin generar tensiones insostenibles en los salarios y en el nivel general de precios. Por tensiones insostenibles se entiende, en la práctica, una inflación superior al objetivo fijado por el BCE (“próxima, pero inferior, al 2%”). De esta definición se deduce que la diferencia entre la tasa de paro y la tasa de paro estructural es el margen con el que cuenta el mercado laboral para reducir el desempleo sin llevar la inflación a un terreno indeseable.
En el caso de la economía española, actualmente la inflación interanual es nula, la tasa de paro ronda el 21% y las estimaciones más optimistas sitúan el paro estructural en el 16% de la población activa (unos 3,7 millones de personas). Otras estimaciones, como las de la Comisión Europea, lo cifran en el 18%. Las consecuencias de un paro estructural tan elevado son varias. En primer lugar, supone un drama personal para quienes no consiguen acceder a su primer empleo o reintegrarse al mercado laboral. En segundo lugar, es la constatación de una asignación ineficiente de recursos productivos que penaliza el crecimiento potencial de la economía, deprime la demanda agregada e incrementa la desigualdad en la distribución de la renta. Además, genera un coste presupuestario en forma de seguro de desempleo y gasto social que bien podría destinarse a financiar otros servicios públicos.
Inflación y contención salarial
No es intuitivo para nadie calibrar el alcance de las tensiones inflacionistas y demás desequilibrios macroeconómicos cuando está en juego encontrar un empleo. ¿Por qué la tasa de paro tiene que estar condicionada al comportamiento de los precios? A fin de cuentas, ¿no es la tasa de paro, como la inflación desbocada, un desequilibrio macroeconómico en sí mismo?
Ser productivos no consiste en producir mucho, sino en hacerlo de la manera más eficiente posible
Conviene hacer un par de precisiones a este respecto. En primer lugar, no hay una ley ni un resorte técnico que impida reducir la tasa de paro por debajo de su nivel estructural. Solo sabremos que hemos llegado a ese punto cuando observemos una disminución significativa en la creación de empleo que sea achacable al incremento de los salarios. No se trata de obligarnos a pisar ningún freno, simplemente observaremos que reducir la tasa de paro será cada vez más costoso, hasta que presumiblemente se estanque en torno a ese nivel que llamamos estructural.
La segunda precisión nos remite al eterno debate entre el aumento de los salarios indexados con la inflación o vinculados a la productividad. Es tentador pensar que vincular los salarios a la evolución del IPC garantiza per se el poder adquisitivo del trabajador (de hecho, lo hace en el corto plazo). Sin embargo, en el largo plazo un escenario de incremento salarial y creación de empleo sin tensiones inflacionistas solamente es posible en dos casos: bien a costa de reducir la inversión empresarial y/o los dividendos (algo que, más pronto que tarde, deprimirá la actividad económica), o bien gracias a un incremento de la productividad. Los demás escenarios conducen a una espiral inflación-salarios nada deseable: los salarios crecerían porque lo hacen los precios, y los precios crecerían porque lo hacen los salarios.
Ser productivos no consiste en producir mucho, sino en producir de manera eficiente (el mucho o el poco es una cuestión de escala). Se trata de obtener el mejor resultado posible dados los recursos de los que se dispone. De ahí que frecuentemente se tome como indicador de productividad el cociente entre la riqueza generada y el número de trabajadores equivalentes a tiempo completo u, opcionalmente, el número de horas trabajadas. Este cociente recibe el nombre de productividad aparente del trabajo y es objeto, a menudo, de interpretaciones incorrectas.
Las apariencias engañan
En los años más duros de la crisis, la disminución del empleo en España fue significativamente mayor que la reducción de la riqueza generada. La consecuencia directa fue un incremento notable de la productividad aparente. ¿Significa esto que las empresas modificaron sus sistemas de producción u organización, que los trabajadores adquirieron nuevas destrezas o que alguna innovación tecnológica generalizada permitió que menos trabajadores hicieran más? Evidentemente, no. El incremento experimentado por la productividad del trabajo desde el inicio de la crisis responde principalmente al ajuste de plantillas en un esfuerzo por financiar el desendeudamiento empresarial. De hecho, la evidencia empírica muestra que la productividad en sentido estricto (la variación de la producción que no es debida al incremento del capital ni del empleo) ha disminuido en la economía española desde el inicio de la crisis.
Que las empresas puedan, de manera flexible, ajustar sus plantillas a la evolución del ciclo económico es algo necesario para su propia supervivencia y para el buen funcionamiento de la economía en su conjunto (algo que no debería entrar en contradicción con esquemas eficientes de protección social). El problema surge cuando se pretende estirar la productividad aparente dilatando la jornada laboral y aumentando la carga de trabajo de cada empleado más allá de lo razonable. Forzar el proceso de ajuste de plantillas conduce, a menudo, a rendimientos marginales decrecientes y a malas prácticas empresariales que deterioran el clima laboral y lesionan los derechos de los trabajadores.
En cualquier caso, no se debe confundir la ganancia de competitividad derivada de un ajuste de plantilla con las ganancias de productividad en sentido estricto. De hecho, puede que la evolución reciente de la inflación en España tenga una lectura inquietante. Aunque los precios siguen sin crecer, al menos si nos referimos al IPC interanual, esto se debe esencialmente a la caída del petróleo. Descontando este efecto se tiene una inflación subyacente en el entorno del 1%. No es un valor preocupante en sí mismo, pero su comportamiento en relación al promedio de la inflación subyacente en el área euro es alarmante. Si, como todo parece indicar, nuestra inflación subyacente crece más deprisa que la de nuestros socios europeos, resultará que la tan sufrida devaluación salarial no habrá sido más que una herramienta de ajuste en el corto plazo.
Cambio de paradigma
Y es que la capacidad de una economía para competir en precios no viene determinada por el mero ajuste de plantillas. Hay vida más allá de la contención salarial. La competitividad en el largo plazo depende de aspectos organizativos, de la profesionalidad en la gestión empresarial, de la delegación en la toma de decisiones, de la racionalización de nuestros absurdos horarios laborales, del valor y la gestión del capital humano, de la innovación, del aprovechamiento de las tecnologías existentes y de la búsqueda de economías de escala (incremento del tamaño de nuestras PYMES).
El aumento de la productividad bien entendida es uno de los caminos para combatir los mecanismos que transforman el paro cíclico en paro estructural, un estímulo para que las empresas vean oportunidades de creación de empleo y el escenario más realista para esperar un incremento de los salarios. El potencial de la economía española en este sentido es enorme, pero necesita un cambio de paradigma que involucre a trabajadores y empresas.