Un bien público mundial contra los paraísos fiscales
Un registro de la riqueza en Europa y Estados Unidos es el reto esencial de la lucha por la transparencia financiera global
La lección de las filtraciones panameñas es simple: la regulación de esta industria y de los territorios que la albergan tiene que replantearse de arriba abajo. Se trata de una tarea esencial para limitar el aumento de las desigualdades y evitar el riesgo de deriva oligárquica mundial.
Preservar las fortunas es una actividad que lleva practicándose siglos, pero que ha tenido un auge formidable desde los años 80 del siglo XX. El gran cambio que ha sufrido esta industria ha consistido en explotar, bajo todas sus facetas, una manera particular de conservar la riqueza: apartándola del fisco. Hay modos legales de hacerlo —utilizar los nichos fiscales— y otros que no lo son —tener cuentas offshore no declaradas— o que están en una amplia zona gris, a veces ilegales, a veces no, sin que a menudo nadie pueda saberlo en realidad.
Hay demasiado dinero que ganar ayudando a los defraudadores y muy poco que perder en ausencia de sanciones
Las revelaciones de los papeles de Panamá han provocado una conmoción planetaria, puesto que ponen al descubierto estas estrategias de manera cruda en una época en la que las desigualdades aumentan y el crecimiento disminuye. Muestran que una pequeña élite tiene acceso a medios crecientes, sofisticados y variados para hacer fructificar sus haberes evitando los impuestos mientras la inmensa mayoría de la población debe pagar unas elevadas retenciones. Revelan a la luz del día la mecánica implacable de las sociedades oligárquicas, fundadas en la defensa de la riqueza establecida, estudiada por Jeffrey A. Winters en su obra maestra Oligarchy (Cambridge University Press, 2011, no traducida).
Hay algo más preocupante: en el corazón de la regulación financiera existe una distinción esencial, aunque ambigua, entre la fortuna legítima y la que no lo es. La regulación antiblanqueo exige instituciones financieras que identifiquen a sus clientes; que prohíban que fructifique el dinero de los traficantes de droga, de los criminales, de los oficiales corruptos, de los blanqueadores.
Todo vale en Panamá
Las filtraciones panameñas revelan multitud de instituciones localizadas en paraísos fiscales que no se preocupan por esa distinción: para ellas cualquier cliente sirve. En 2015, de las 14.086 sociedades pantalla domiciliadas en las Seychelles, Mossack Fonseca solo conocía los beneficiarios efectivos de 204. Dicho de otro modo, no solo una pequeña élite puede hacer crecer su riqueza evitando los impuestos, sino que además nada asegura que tenga legitimidad alguna. Difícilmente se puede confiar en la industria de la protección de activos para que discrimine de entrada.
Es hora de extraer las consecuencias de este hecho. Desde la creación del Grupo de Acción Financiera Internacional sobre el Blanqueo de Capitales (GAFI) en 1989, la lucha contra el blanqueo consistió en crear reglas, asegurarse de que el mayor número posible de estados se adherían y enviar algunos inspectores cada cierto tiempo. Las normas y los sistemas antilavado se han perfeccionado mucho a lo largo del tiempo, pero las recientes revelaciones muestran que las reglas de base —la identificación de los beneficiarios y de personas políticamente expuestas en particular— continúan violándose sistemáticamente.
Aunque necesario, el enfoque que consiste en confiar en los lugares offshore para hacer cumplir la ley no es suficiente. Hay demasiado dinero que ganar ayudando a los defraudadores y a los blanqueadores y muy poco que perder en ausencia de sanciones internacionales concretas.
Se necesita un nuevo acercamiento complementario. Se sabe que Panamá, las islas Vírgenes británicas, las islas Caimán, entre otras, cobijan centenares de miles de sociedades pantalla. ¿Por qué se acepta que una industria financiera tan desarrollada exista en las islas Vírgenes, sobre todo si se sabe que se utiliza, al menos en parte, con fines criminales?
Estados Unidos y la Unión Europea deberían imponer inmediatamente sanciones contra los territorios y mantener esas sanciones in situ hasta que consigan demostrar que han identificado correctamente a los beneficiarios efectivos de todas las sociedades pantalla que albergan.
Si hay una lección que extraer de la crisis financiera y de los repetidos escándalos es que una parte de los actores financieros apenas muestra escrúpulos a la hora de violar la ley si hay suficiente dinero que ganar. Un enfoque en profundidad sobre las sanciones permitiría hacer evolucionar seriamente los comportamientos haciendo el fraude y el blanqueo más costosos de lo que lo son hoy.
Identificar a los beneficiarios
La riqueza de las sociedades pantalla no está en Panamá o en las islas Vírgenes: está invertida en inmuebles londineneses y neoyorquinos, en acciones francesas o en obligaciones alemanas. Uno de los retos esenciales de la regulación financiera y de la lucha contra las desigualdades consiste en identificar a los beneficiarios efectivos de esta riqueza. Hay dos maneras.
Los activos de las sociedades pantalla no están en Panamá: están invertidos en inmuebles en Londres o Nueva York
Europa y Estados Unidos pueden pedir educadamente a los bancos suizos, a los fondos de inversión luxemburgueses o a los creadores de sociedades pantalla panameñas que les proporcionen esa información. Es el espíritu de los esfuerzos actuales emprendidos bajo la égida de la Organización de Cooperación y de Desarrollo Económico (OCDE) y del G20 para instaurar un sistema global de intercambio automático de informaciones bancarias. Algunos actores financieros cumplirán con gusto con sus obligaciones, otros, a la luz de los recientes escándalos, poco o nada.
Hay otra opción: Europa y Estados Unidos podrían tratar de descubrir por sí mismos quién tiene la riqueza que está bajo su suelo —los edificios de Manhattan y Chelsea, las acciones cotizadas en la Bolsa de París, las obligaciones alemanas—.
Concretamente, eso consistiría en establecer registros inmobiliarios y financieros que censarían a los beneficiarios efectivos de los edificios, de los terrenos o de los títulos financieros europeos y estadounidenses. Estos catastros partirían de los registros inmobiliarios actuales y se extenderían a las acciones, a las obligaciones y a las participaciones de fondos de inversión. Subirían por la cadena de intermediación financiera hasta los beneficiarios reales.
Esos registros servirían no solo a nuestras economías sino, sobre todo, a los países en desarrollo que son, por ahora, incapaces de conocer las riquezas disimuladas por sus élites en los países occidentales —algo que no parece que vaya a cambiar a corto plazo, ya que en su caso no puede hablarse de intercambio automático de informaciones bancarias—. Un registro financiero europeo y estadounidense sería un bien público mundial. Es el reto esencial de la lucha por la transparencia financiera.
Traducción del francés de Aloma Rodríguez