“Si las cosas se hubieran deslizado normalmente no habría por qué abordar de momento el tema”, escribía tres días después de la proclamación de la República el diario
Ahora en su primer editorial dedicado a Cataluña. “Normalmente” quiere decir aquí de acuerdo con lo pactado en agosto del año anterior, cuando tres representantes del republicanismo catalán (Manuel Carrasco i Formiguera por Acció Catalana, Matías Mallol por Acció Republicana de Catalunya, y Jaume Aiguader por Estat Català) asistieron al encuentro convocado en San Sebastián por varios grupos del republicanismo español, liderados por Alejandro Lerroux, Manuel Azaña, Niceto Alcalá Zamora y Álvaro de Albornoz con Marcelino Domingo. Aunque el debate sobre la cuestión catalana fue muy vivo y corrieron luego diversas interpretaciones de lo verdaderamente pactado, no resultó imposible a los reunidos llegar a un acuerdo que quedó concretado en tres puntos: que el triunfo de la proyectada revolución contra la monarquía suponía el reconocimiento de la personalidad de Cataluña y el compromiso por parte del gobierno revolucionario de dar una solución jurídica al problema catalán; que la solución del problema debía tener por base y fundamento la voluntad de Cataluña expresada en un estatuto o constitución autónoma; y, en fin, que el estatuto propuesto y votado por Cataluña sería sometido a la aprobación soberana de las Cortes Constituyentes una vez que la República hubiera sido instaurada.
República Catalana del 14 de abril
Pero tras la amplia mayoría alcanzada por Esquerra Republicana de Catalunya —un partido formado en marzo de 1931 por la fusión del grupo de L’Opinió, el Partit Republicà Català y Estat Català, bajo la presidencia de Francesc Macià— en las elecciones municipales convocadas el 12 de abril de 1931, no todo el catalanismo se sintió comprometido con lo acordado en San Sebastián. A la una y media de la tarde del día 14, los concejales recién elegidos en Barcelona tomaron posesión de la alcaldía, izaron la enseña republicana en el balcón del Ayuntamiento, pidieron serenidad a la multitud congregada en la plaza de Sant Jaume y proclamaron “la República, por Cataluña y por España”. Media hora después, sin embargo, llegaba a la plaza Francesc Macià, abriéndose paso a duras penas entre el enorme gentío que se abalanzaba sobre él pretendiendo besarle y abrazarle. Desde el mismo balcón, en el que ya ondeaba, además de la bandera de la República, la bandera de Cataluña, Macià se dirigió a aquella multitud proclamando, en nombre del pueblo de Cataluña, “la República catalana, la qual obre els braços a les repúbliques germanes d’Iberia, amb les quals establirà llaços de contacte formant una àmplia federació de nacionalitats lliures”. Ahora formaremos la República Catalana —añadió Macià— “y aquí estaremos dispuestos a defenderla hasta morir”.
Apareció entonces un alguacil provisto de una corneta, entonando La Marsellesa, coreada unánimemente por los ciudadanos, y Macià salió del ayuntamiento, atravesó la plaza y dirigió sus pasos a la diputación para firmar allí, en calidad de presidente de la República Catalana, una nota de evidente alcance constituyente en la que ofrecía a todos los pueblos ibéricos la ayuda del nuevo Estado catalán para liberarlos de la monarquía borbónica. Decía así la nota que apareció el día siguiente en
La Publicitat: “En nom del poble de Catalunya proclamo l’Estat Català, sota el règim republicà, règim que desitjo igualment per als altres pobles ibèrics amb els quals volem constituir una federació de pobles lliures. A tots ens oferim per alliberar-los de la monarquia borbònica. Desitgem fer arribar la nostra veu a tots els estats lliures en nom de la llibertat, de la justícia i de la pau dels pobles. El president de la Repùblica, Francesc Macià.”
De manera que, hacia las cinco de la tarde del 14 de abril, Francesc Macià había proclamado desde Barcelona un Estado catalán, bajo una República catalana, que anhelaba y pedía a los
El gobierno compartía la inquietud que las proclamas de Macià causaron al editorialista del diario
otros pueblos de España su colaboración para crear una especie de federación o confederación de pueblos ibéricos libres. Dos horas y media después, en Madrid, los miembros del comité revolucionario, Alcalá Zamora, Lerroux, Azaña, Fernando de los Ríos, Miguel Maura y Albornoz llegaban en automóvil al Ministerio de la Gobernación, en la Puerta del Sol, para hacerse cargo del poder previamente desertado por Alfonso XIII y proclamar la República Española. Cuando esto ocurra, y Niceto Alcalá Zamora, en calidad de presidente del Gobierno provisional de la República Española, converse por teléfono con el presidente de la República Catalana, Francesc Macià firmará todavía otra nota en la que inventará una ratificación por el presidente de la República federal española de los acuerdos adoptados en la reunión de San Sebastián y proclamará “la Republica Catalana com Estat integrant de la Federació Ibérica”.
Fueron tres declaraciones que mostraban la variedad de tendencias agrupadas en la coalición de izquierdas catalanas —“que va del separatisme sentimental de Macià i de Quimet Ventalló fins a l’espanyolisme temperat pel romanticisme anàrquic de Companys y Lluhí Vallescá”, por decirlo con palabras de Josep Pla— y un elevado nivel de improvisación acerca de qué se estaba proclamando y ante quién o quiénes se proclamaba: un estado catalán independiente de una monarquía borbónica, que dejaba para el futuro la decisión de integrarse en una federación, o confederación, de pueblos ibéricos, como se dice a mediodía; o un estado catalán que es parte integrante de una República federal española o de una federación ibérica, como se dijo al caer la noche; en cualquier caso, nada que ver con lo pactado en San Sebastián. Se comprende, pues, la inquietud de la prensa madrileña que no acababa de entender qué diablos estaba ocurriendo en Cataluña en torno a ese Estado Catalán pero temía que la naciente República Española se estrellara, como escribió
Ahora, con el mismo pleito que acabó con la primera.
Un sueño largamente acariciado
Pues, en efecto, el autoinvestido presidente de la República Catalana, saltando por encima de lo hablado y acordado en San Sebastián, había hecho realidad con sus sucesivas proclamas el sueño acariciado cuando vivía exiliado en Bruselas tras el fiasco de la insurrección que habría de seguir a una proyectada invasión desde Prats de Molló para proclamar la República Catalana en 1926. Había utilizado en aquella ocasión, como dijo el mismo Macià al subdirector de
Ahora, Manuel Chaves Nogales, en una entrevista concedida a mediados de diciembre de 1931, “la táctica que consiste en prender fuego a la mecha de un polvorín”. La policía francesa se encargó de echar agua antes de que se encendiera el fuego y Macià fue juzgado, benévolamente condenado y desterrado a Bélgica, donde concibió otra táctica, más propia del sindicalismo y de las fiestas populares revolucionarias que de un caudillo político-militar, la de sacar multitudes a la calle para proclamar la república.
En realidad, más que concebirla en abril de 1931, la recuperó, pues ya la había puesto en práctica en noviembre de 1918 cuando, a la cabeza de un “buen golpe de dependientes de comercio que daban mueras a España y vivas a Cataluña”, se había presentado a las puertas de la Diputación gritando a Puig i Cadafalch que era mentira que Cataluña entera se
El president Macià proclamó un Estado catalán e invitó a los otros pueblos de España a confederarse
pronunciara por un régimen autonómico: Cataluña desea la independencia, clamaba Macià en aquella ocasión, tras colarse —como contaba Adolfo Marsillach—en la sala del Consejo Permanente de la Diputación.
Eso había ocurrido muchos años antes; ahora, en abril de 1931, ya no se trataba de colarse a empujones en un salón, sino de tomar posesión de todos los salones llevado en volandas por aquel pueblo que había votado por la candidatura de su partido en unas elecciones municipales. El viejo sueño se transformó en la maravillosa realidad que evocará meses después ante Chaves Nogales: multitudes en la plaza “aquel día glorioso en que proclamé la República” con el propósito de que “nuestro pueblo ayudase a los demás pueblos de España a sacudir el yugo y todos juntos formásemos una federación que dictase una constitución por que habían de regirse los españoles dentro de un régimen federal”.
De República Catalana a Generalitat de Catalunya
La inquietud que las proclamas de Francesc Macià despertaron en el editorialista de
Ahora era más que compartida por el Gobierno provisional de la República y movió a su presidente, Niceto Alcalá Zamora, a convocar a primera hora de la madrugada del 17 de abril una reunión extraordinaria del consejo de ministros exclusivamente dedicada al estudio del problema. Los ministros hablaron de restablecer la Mancomunidad abolida por la dictadura de Primo de Rivera, fórmula que no satisfacía ni subyugaba a nadie, como escribió Marcelino Domingo, pues ni por su origen, ni por sus límites, ni por su fin, constituía la Mancomunidad una aspiración, sino más bien un enorme desencanto y una burla afrentosa. Alguien debió de recordar entonces la Generalitat, una institución que evocaba la plenitud de la personalidad de Cataluña, su glorioso pasado y su autonomía política, razón suficiente para que de manera unánime llegara el gobierno, a altas horas de la noche, a la conclusión de que esta era la fórmula que se ofrecería al presidente de la República Catalana: el nombre de Mancomunidad tenía ecos de vilipendio, escribe Domingo; el nombre de Generalitat tenía, sin embargo, magníficas resonancias.
Y a Barcelona volaron tres ministros del gobierno provisional, el mismo Domingo, Lluís Nicolau d’Olwer y De los Ríos, en el trimotor que hacía la travesía diaria y que aterrizó en el aeródromo del Prat del Llobregat poco antes de las doce de la mañana. Macià, que no había dado su brazo a torcer en las diversas conversaciones que mantuvo por teléfono con Alcalá Zamora, había aprovechado la víspera para nombrar un consejo de gobierno, firmar varios decretos y presentar su recién nacida República al exterior enviando al presidente del consejo de ministros de Bélgica un telegrama para agradecerle, “al posesionarme de la presidencia de la República Catalana, cordialmente unida por lazos federales a la República Española, la acogida benévola y entusiasta que Bélgica había dado a los exiliados catalanes”.
El presidente Macià invitó a los viajeros a una comida en el palacio de la Diputación. Se sentaron a la mesa el capitán general López Ochoa; el gobernador civil, Lluís Companys; el alcalde de Barcelona, Jaume Aiguader; el presidente de la Audiencia, Anguera de Sojo y los consejeros del gobierno de Cataluña, Gassol, Campalans, Vidal Rosell, Serra Moret, Carrasco y Casanovas, con Xirau, del Comité de la Universidad. Bien dispuestos los ánimos, comenzó tras el almuerzo un duro debate entre los partidarios, más numerosos, apasionados e irreductibles —según testimonio de Domingo—, de mantener la República Catalana con los que abogaban por transformar la República Catalana en Generalitat. Anguera de Sojo parece
Los tres ministros enviados por Alcalá Zamora lograron cambiar la República por la Generalitat
haber desempeñado un papel principal a la hora de ir venciendo la intransigencia hasta que el mismo Macià, símbolo del secesionismo catalán y la más egregia autoridad del separatismo, aceptó la fórmula propuesta por el Gobierno provisional de la República a cambio de unas concesiones que en todo caso estaban dispuestos a proponer los tres ministros enviados a negociar.
Y así, fruto de este segundo pacto que venía a ampliar el de San Sebastián, a las nueve y cuarto de la noche se levantó la reunión con la firma de una declaración conjunta en la que se expresaba la conveniencia de avanzar en la elaboración de un Estatuto de Cataluña que el gobierno provisional se comprometía a presentar como ponencia ante las futuras Cortes Constituyentes, y el consejo de gobierno de la República Catalana aceptaba denominarse en adelante con el nombre “de gloriosa tradición, de Gobierno de la Generalitat de Catalunya”. Se trataba, pues, de reiniciar el proceso, dar como nula o no sucedida la proclamación de un Estado catalán, fuera independiente de o integrado en una republica federal o confederal de pueblos ibéricos, para partir del reconocimiento de la Generalitat de Catalunya por el gobierno provisional de la República Española, que asumía además el compromiso de aprobar en las Cortes constituyentes el Estatuto de autonomía que presentara la Generalitat catalana. De los Ríos, Domingo y Nicolau pudieron regresar a Madrid con la satisfacción de la misión cumplida. El editorialista de
Ahora pudo celebrar que el “buen sentido del pueblo catalán” y “el ambiente cálido de simpatía y comprensión al que respondía el resto de España” habían evitado en esta ocasión que el pleito se envenenase dando lugar a esas graves contingencias evocadas tres días después de proclamadas la República en Barcelona y en Madrid.