Fue un debate absurdo, increíble: dos candidatos que debían mostrar ideas y defender propuestas sobre asuntos fundamentales que afectan al Estado, al sistema político, a la sociedad y a la economía españolas, mirando cada cual a su parroquia, transmitieron de nuevo la imagen del “y tú, más” que los ha llevado a la ruina. Un duelo a garrotazos, como síntesis de una legislatura, ignorantes ambos del hastío y la desafección que esa estúpida pelea provocaba en ciudadanos interesados en ver y escuchar a dos responsables políticos debatiendo con firmeza, desde luego, pero también con serenidad, el cúmulo de problemas que la gestión desastrosa de una crisis sin precedente en nuestra democracia ha arrojado sobre la cabeza de los españoles. Mil veces se les había advertido de que la desafección rampante de millones de ciudadanos era un paso sin retorno ante formas de hacer política que consistían básicamente en tratar de destruir al adversario.
Pues nada, aquí está ya la situación que con tanto ahínco han buscado los dos principales partidos de ámbito estatal: el PP ha ganado las elecciones perdiendo 3,6 millones de votos y el PSOE, que ya había sufrido una espectacular caída en 2011, continúa su imparable descenso perdiendo otro millón y medio. Y tan grave como este retroceso es la calidad de los votos perdidos: en grandes capitales, entre las nuevas cohortes de electores y en Cataluña y Euskadi, lo que erosiona sin remedio, por una parte, su potencial de futuro y, por otra, su capacidad para liderar los inaplazables procesos de reforma. Es evidente que los garrotazos transfirieron votos de un PSOE incapaz de recuperar su norte y su lugar a un Podemos en ascenso entre los segmentos más vivos del electorado; y de un PP acorralado hasta el último minuto por la corrupción a Ciudadanos, a pesar de las evidentes limitaciones de que hizo gala Albert Rivera, nervioso y en ocasiones balbuciente ante cuestiones mayores. Hemos asistido, en todo caso, al fin de nuestro peculiar bipartidismo y al comienzo de otra cosa.
¿Qué cosa? Lo primero, porque no había costumbre, es que la transformación del sistema de partidos ha eliminado de un plumazo la automática designación del presidente de gobierno,
Aquí está ya la situación que con tanto ahínco han buscado los dos principales partidos de ámbito estatal
convertida en los últimos años en mera formalidad. Solo en 1996 la escasa diferencia en votos entre PP y PSOE y las tormentosas relaciones entre el primero y los nacionalistas catalanes y vascos, únicos posibles apoyos, sembraron durante unos días la duda sobre la posibilidad de un pacto de legislatura entre nacionalistas y socialistas, duda pronto despejada por Felipe González.
Ahora la situación es por completo diferente, aunque sea cierto que con sus 123 escaños, muy lejos de la mayoría absoluta, el partido más votado deba intentarlo antes que ningún otro. Pero al recordar tal obviedad, lo único que busca Pedro Sánchez es ganar tiempo, pues para que el PP finalmente gobierne necesitará al menos la suma de dos abstenciones, la de Ciudadanos y la del PSOE. Si los socialistas votaran en contra y mantuvieran ese voto hasta el final, el PP no podría formar gobierno y el encargo recaería sobre ellos, que necesitarían para asumirlo con éxito tejer una coalición, además de muy heterogénea, muy fragmentaria, con Podemos —más Compromís, más En comú y más Mareas, que no son exactamente lo mismo— y con la guinda de IU, hoy cerca de la irrelevancia a pesar de ser el quinto partido en número de votos.
Dejando aparte cuestiones de programas, siempre susceptibles de negociación en cuanto a contenidos y tiempo, el primer problema al que se enfrentaría una coalición de todas las izquierdas, liderada por el PSOE, para formar gobierno es que necesitaría el apoyo del PNV y la abstención del resto de partidos nacionalistas.
El conjunto resultaría muy caro desde cualquier punto de vista, incluso en el caso de que todos los implicados en esta operación se comportaran como italianos; o mejor, todavía más si se comportan como italianos, pues, al cabo, la famosa
finezza de la que alardeaba Andreotti acabó convertida en el manto que cubría toda clase de corrupciones, desde el complicado reparto, o
lottizzazione, de apetitosas parcelas de poder hasta la construcción de una gigantesca Tangentopoli. A la italiana, pues, ni siquiera con italianos.
Pero, en fin, estamos en España. Y aunque sea cierto que falta cultura de pacto y sobra de garrotazo, no es en el ámbito de la cultura donde radica el nudo del problema. Siempre, en política, lo
Aunque es cierto que falta cultura de pacto y sobra de garrotazo, el nudo del problema no radica ahí
que llamamos culturas son poco más que construcciones ideológicas destinadas a legitimar, haciendo de la necesidad virtud, los virajes estratégicos de los partidos: cambian de cultura con la misma rapidez con la que se modifican las prácticas, como ya demostró Aznar cuando presumió de hablar catalán en la intimidad.
La conciencia, escribió famosamente Marx, no determina el ser, sino que es el ser el que determina la conciencia. Pues eso: no es la cultura política la que determina la práctica, sino esta la que determina a aquella. Y tal como ha quedado el Congreso, y puestos a soñar, una práctica hoy posible consistiría en alcanzar un acuerdo que, arrancando de los dos primeros partidos, incluyera a todos los demás —y todos quiere decir también catalanes y vascos— en el común propósito de implementar un programa de reformas que comprenda desde la Constitución y los procedimientos de elección de vocales y magistrados de altas instituciones del Estado hasta las leyes electoral y de partidos o la financiación de las comunidades autónomas.
Por supuesto, es una propuesta utópica: ni los dos ex grandes partidos disponen hoy de agilidad y musculatura suficiente para emprender ese camino, ni los aspirantes a grandes se sienten empujados a participar en esa empresa.
Pero la composición de este Congreso recuerda lejanamente al de la legislatura fundacional de nuestra democracia, con una diferencia que en teoría debía favorecer el debate y la aprobación de un común programa reformador de las instituciones gastadas por el uso y envilecidas por malas prácticas: la distancia entre la suma de votos de los dos primeros y la de los dos segundos es solo de seis puntos.
El problema es que aquellos decaen y estos crecen. Eso, que es un obstáculo para cualquier acuerdo, no quita, sin embargo, para que se intente. Y puestos a intentarlo, PP y PSOE siguen teniendo, aunque no por mucho tiempo y siempre que no se empecinen en la cultura del garrotazo, la última palabra.