Todo está perdonado
El primer libro de Clémence Boulouque habla del suicidio de su padre, un personaje secundario de la historia
Clémence Boulouque (París, 1977) tenía 13 años cuando su padre se suicidó: “Soy la hija del juez Boulouque, y eso ya no le recuerda nada a nadie”, escribe en Muerte de un silencio, que se publicó en Francia en 2003 y tuvo una adaptación al cine con La hija del juez (William Karel, 2005). Fue su primer libro y el que le dio prestigio y lanzó su carrera como escritora. Ha publicado ensayos, novelas y dos libros de memorias. Para entonces, era crítica habitual de Le Figaro, Lire y colaboradora de France Culture. Se había licenciado en el Instituto de Estudios Políticos de París y el ESSEC y había hecho un máster en Relaciones Internacionales en la Universidad de Columbia. Antes de la publicación de este libro, parecía haber sepultado sus deseos de ser escritora, que cultivaba desde niña: en el invierno de 1986 escribió su primer relato, según cuenta en el libro. Se llamó “La clase en calcetines, cinco páginas donde se fomentaba una pequeña revolución para que, una vez desaparecida la nieve, los niños pudiesen acudir a clase calzados como quisieran”.
Huir de los recuerdos
Boulouque llegó a Nueva York en septiembre de 2001, en parte para acallar su dolor, para fingir que la vida podía seguir desde el suicidio de su padre (“Había decidido irme a vivir lejos de mis recuerdos de infancia”) y también para estudiar. Prácticamente acababa de llegar a la ciudad cuando el 11 de septiembre dos aviones secuestrados por terroristas se estrellaron contra las Torres Gemelas: “Mi historia. El terrorismo. La violencia que agrió mi infancia. La misma violencia en suelo estadounidense”. Al verse otra vez perseguida y alcanzada por el terrorismo, decidió contar su historia de una vez por todas: “Lo he intentado tantas veces. Mis narraciones eran elípticas o resultaban almidonadas de tanto detalle. Para hacerme entender. Para hacer ver. Hacer algo. No guardarme el duelo para mí. Matar el silencio. Yo, que no soporto ni el ruido ni la muerte”. De ahí el título del libro: el silencio que muere con este relato es el autoimpuesto sobre el episodio trágico que marcó su vida.
La vida no está hecha de compartimentos estancos cuyos límites son claramente distinguibles. Lo mismo sucede con el debut de Boulouque: es un libro sobre la relación entre un padre y una hija, sobre la pérdida, sobre la Francia de finales de los 80, sobre la presión mediática y la exposición pública y, sobre todo, es un libro que penetra en la vida íntima de los personajes conocidos y explica de manera eficaz y emocionante las consecuencias privadas de los acontecimientos de la actualidad política.
El silencio que muere con este relato es el autoimpuesto sobre el episodio trágico que marcó su vida
Es también un retrato —tierno pero no idealizado— de su padre, Gilles Boulouque, un hombre íntegro, con un envidiable sentido del humor y marcado a su vez por la muerte de su padre: “Por detrás de todo ello, no obstante, estaba ya la muerte. La de mi abuelo, que había impuesto a mi padre esas promesas que los vivos creen deber a los muertos: el magistrado que mi abuelo quiso que fuese se convertiría en un gran magistrado, para honrar su memoria”. Se da así un juego de espejos entre padre e hija, ambos devastados por la muerte de su progenitor: “Simplemente vi a mi padre sentado delante de un plato que no miraba y oía a mi abuela: ‘Hay que comer, Gilles’. Seis años después la misma persona me dirigiría a mí la misma frase por las mismas razones”. La ausencia del padre lo marca todo, se convierte en una nueva unidad de medida: “Pronto, a los veintiséis años, once meses y seis días, habré pasado más de la mitad de mi vida sin él. Al principio conté los minutos que me separaban de su muerte, después las horas, los días. […] Aquella noche dejó de envejecer. Dentro de quince años, cuatro meses y diez días seré mayor que él, su hermana mayor. Luego su madre. Me acerco a él a medida que me alejo”.
El lado íntimo de la actualidad
Boulouque se acerca al suicidio de su padre desde su relación con él y va contando los episodios de la carrera profesional del juez en la medida en que le afectaron a ella: el día en que la madre les contó a ella y a su hermano las nuevas tareas del padre, el día en que les presentan a los guardaespaldas o cómo el asunto Gordji —el principio del fin del padre— les retrasa las vacaciones. Wahid Gordji era un intérprete de la embajada de Irán de quien se sospechaba que estaba relacionado con los atentados de la Rue de Rennes. El juez pidió interrogarlo y Gordji se encerró en la embajada. Por otro lado, Hezbolá había tomado como rehenes a periodistas franceses (uno de los cuales fue ejecutado antes del asunto Gordji). Gordji accedió a comparecer ante el juez y tras la declaración salió en libertad. Las sospechas sobre una posible cesión (habría liberado a Gordji para que Irán intercediera por los rehenes ante Hezbolá) empezaron a caer sobre el juez y el asunto estuvo presente en el debate entre Chirac y Mitterrand de las elecciones presidenciales de 1988. Boulouque afirma: “No deseo abrir un debate sobre lo que la historia no juzgará. Podría meter la cabeza en los casos, intentar rehabilitar al juez. Podría hacerlo, sin duda”. Comparte tema con El camino de los difuntos, de François Sureau (Periférica, 2015), aunque esta mezclaba realidad y ficción y lo envolvía como si fueran hechos. También El comensal, de Gabriela Ybarra (Caballo de Troya, 2015), se acercaba a las consecuencias del terrorismo en la vida familiar. El libro de Boulouque es el más contenido, redondo y equilibrado de los tres.
Es un relato honesto y conmovedor sobre la relación entre un padre y una hija que va más allá de lo indvidual
La familia aceptó vivir bajo un estado permanente de alerta con una normalidad admirable y solo en ocasiones la amenaza consiguió alterar la vida cotidiana. Luego llegaron la imputación y la sospecha de violación del secreto de sumario.
Poco a poco se va deslizando uno de los asuntos fundamentales del libro: retratar el lado íntimo de quienes conforman la historia sin pasar como héroes ni protagonistas. A partir de que el juez acepta sus nuevas funciones, su hija asume que sus “recuerdos de infancia entran en relación con fechas, las de la lucha antiterrorista”. Casi al final del libro, escribe: “Mi padre tuvo el destino de todos aquellos que conforman la actualidad pero no marcan la historia, una existencia breve y después amplificada”.
La pérdida
Por supuesto, está también el asunto de la pérdida. En ese sentido, el libro tiene que ver con otros como Selva negra, de Valérie Mréjen o El año del pensamiento mágico, de Joan Didion. Boulouque reconstruye todo lo fielmente que su memoria le permite las últimas 24 horas de vida del padre, una jornada normal, que se cerró con el disparo: “El ruido como de tapón de champán, como un objeto pesado que cae y no se rompe, aquel ruido sordo, seco y tan, tan breve”. Y la pérdida irremediable: “Sin él lo había perdido todo. A él. Los guardaespaldas. Los ojos risueños de mi madre. Hasta había perdido las palabras. ‘Padres’. ‘Papá’. Ya no las pronunciaría más”. Sin embargo, la vida sigue de manera casi irremediable: “Me convertí en una joven, después en una mujer que desde entonces ha sufrido otros dolores, pero a la que siempre herirá, sin duda, el espectáculo de una niña con su padre, sentados en una terraza o haciendo cola en un cine”.
Es un relato honesto y humano sobre la relación entre un padre y una hija que logra convertir la experiencia individual en universal. Con este emocionante y conmovedor libro, Clémence Boulouque no solo restaura sin estridencias ni venganza la figura de su padre, en la esfera pública y en la privada (“Se marchó y no le guardo rencor”), también analiza las implicaciones en la vida privada de los personajes secundarios de la política.
Clémence Boulouque
Traducción de Laura Salas Rodríguez Periférica, Cáceres, 2016, 134 páginas.