En El fin del “Homo sovieticus” Margarita Pogrebítskaia, una médica de 57 años que añora los tiempos de la Unión Soviética, le dice a Svetlana Alexiévich: “¿Hay algo más que quiera preguntarme? Ya se lo he contado todo… ¡Todo!”. Trece palabras que definen el género acuñado por la premio Nobel de Literatura de 2015: la novela de voces. En palabras de la escritora, es como pintar un retrato.
Alexiévich cree que es imposible contar la realidad desde una sola experiencia. Hay que involucrar a mucha gente. Por eso, para sus libros conversa con entre 300 y 500 personas. Luego elige a una decena de ellas como pilares de la narración. Los testimonios, intercalados con muchos otros, conforman un retrato coral, una sucesión de monólogos sin que aparezca la voz de la autora: se limita a preguntar y dar sentido a las respuestas. Si algo ha aprendido Alexiévich en sus más de 30 años como periodista es que la gente quiere hablar. “Toda la vida he estado esperando encontrar a alguien que me pidiera que le contara mi vida”, le dice una protagonista de
El fin del “Homo sovieticus”.
Compromiso
La concesión del máximo galardón literario a una escritora bielorrusa desconocida cogió a casi todos por sorpresa. A críticos, que no esperaban esta distinción para un autor por su trabajo periodístico, y a librerías: hasta la reedición de
Voces de Chernóbil, el único libro de Alexiévich que había sido traducido al español antes del Nobel, era imposible encontrar una obra suya. Las editoriales aceleraron la publicación de los títulos que tenían en cartera de una autora que en todo el mundo solo había interesado a sellos pequeños.
La guerra no tiene rostro de mujer vendió más de dos millones de ejemplares en Rusia cuando salió en 1985. Durante dos años, antes de la apertura de Gorbachov, le impidieron publicarlo. “Después de leer un libro como este, nadie querrá ir a la guerra. Usted, con su primitivo naturalismo, está humillando a las mujeres. A la mujer heroína. La destrona. Hace de ella una mujer corriente. Una hembra. Y nosotros las tenemos por santas”, le dijo el censor. Fragmentos censurados fueron añadidos en una nueva edición seis años después.
A Alexiévich no le interesaba la “voz masculina” que se impone en el relato de la guerra. “La guerra femenina tiene sus colores, sus olores, su iluminación y su espacio. Tiene su propias palabras —explica en el prólogo—. En esta guerra no hay héroes ni hazañas increíbles, tan solo hay seres humanos involucrados en una tarea inhumana.”
La guerra no tiene rostro de mujer es el relato de las sanitarias, francotiradoras o zapadoras que acudieron a la llamada de la URSS en la Segunda Guerra Mundial y quedaron silenciadas a su regreso. Mientras los hombres se ponían las medallas, ellas ni se atrevían a confesar que habían resultado heridas. De hacerlo, nadie les daría trabajo ni se casaría con ellas. “No compartieron la victoria con nosotras. Era injusto… Incomprensible… Porque en el frente el trato que nos habían dado los hombres era formidable, siempre nos protegían”, recuerda una mujer que combatió en la guerra. En el ejército soviético hubo alrededor de un millón de mujeres.
El fin del “Homo sovieticus” muestra el desplome de las ideas comunistas y la llegada del capitalismo
A través de los pequeños detalles Alexiévich muestra el horror: las ratas que desaparecen justo antes de comenzar el bombardeo, las miradas al suelo cuando una madre ahoga a su hijo hambriento para no ser descubiertos por los alemanes, el rasgo animal en los ojos de los soldados después de un ataque, el menú durante el asedio (sopa de cinturones o de zapatos nuevos y ratones fritos), el amor: “En la guerra me olvidé de todo. Olvidé mi vida anterior. Todo… Olvidé el amor…”.
La autora sostiene —y lo demuestra— que la forma de recordar de las mujeres es distinta. “Los alemanes acribillaron a tiros toda la aldea y después se largaron”, dice una. Cuando se acercaron a la arena amarilla pisoteada encontraron un zapato de niño. Otra superviviente recuerda: “Los alemanes se divertían disparándoles… Les quedaba el último, un niño de pecho. El alemán le hacía señas a la madre: ‘Lánzale al aire, que le voy a disparar’. Entonces la madre tiró al niño, pero lo tiró contra el suelo, para ser ella quien lo matara”. La intención de Alexiévich era escribir un libro que provocara náuseas, lograr que la guerra diera asco y pareciera de locos. Lo consigue.
Hija de un bielorruso comunista convencido hasta su muerte y una ucraniana, la decimocuarta mujer en ganar el Nobel encontró su voz cuando leyó a Alés Adamóvich, cuya novela
Soy de la aldea en llamas está construida a partir de testimonios de la vida real. Así que Alexiévich decidió incorporar en sus obras las historias que la rodeaban. “Los textos están en todas partes. En los apartamentos de la ciudad, en las casas del campo, en la calle, en el tren…”, explica.
Para su primer libro, y lo convirtió en su marca personal, realizó cientos de entrevistas. Algunas se alargaron durante días. Alexiévich toma té con sus protagonistas, comparte recetas de cocina, ve fotos de sus nietos… hasta que llega al interior: “Deja de recordar la guerra para recordar su juventud. Un fragmento de su vida… Hay que atrapar ese momento. ¡Que no se escape! A menudo, después de un largo día atiborrado de palabras, hechos y lágrimas, en tu memoria tan solo queda una frase, pero ¡qué frase!”. La periodista moldea las entrevistas hasta conseguir que sus personajes escriban por ella.
Las voces de los demás
“Por sus escritos polifónicos, un monumento al sufrimiento y coraje en nuestro tiempo”, así justificó la Academia Sueca la concesión del Nobel a Alexiévich. En su discurso de aceptación del premio, la escritora dijo: “Flaubert decía de sí que era un hombre de pluma; yo diría de mí que soy una mujer de oído”. Alexiévich se convierte en una gran oreja cuando entrevista, cuando escribe. Dice que lee la voz.
Cada libro le lleva entre cinco y diez años de trabajo. Se ve como una escritora más que como una periodista y le gusta pensar que ha inventado un nuevo género. “No es una simple narración y, aun siendo todo no ficción, está más cerca de la literatura que de otra cosa”, dijo a
La Vanguardia cuando se lo plantearon. A
La guerra no tiene rostro de mujer le siguieron
Los últimos testigos, cien relatos nada infantiles que Debate recuperará en 2017, y
Los muchachos de zinc, que llegará a las librerías en marzo.
Hasta los 90, antes de lanzar
Los muchachos de zinc, Alexiévich era una defensora del modelo soviético. En 1988 viajó a Afganistán, todavía ocupado por el ejército de la URSS para repartir juguetes a un hospital de Kabul. Cuando le entregó un peluche a un niño, este lo cogió con los dientes. Alexiévich, extrañada, preguntó a la madre el motivo de esa reacción. La mujer afgana apartó la sábana de un tirón. El crío no tenía brazos ni piernas. “Mira lo que han hecho tus soviéticos, como hizo Hitler”, le dijo la madre.
Los muchachos de zinc cuenta el regreso de los muertos soviéticos en ataúdes de zinc sellados mientras la URSS no reconocía ni que existiera un conflicto. El libro recibió críticas durísimas: acusaron a la escritora de publicar “un texto fantasioso lleno de injurias” y de formar parte de “un coro histérico de ataques malignos”.
Durante años, en Bielorrusia los libros de Alexiévich solo se podían conseguir en el mercado negro. El actual presidente bielorruso, Alexander Lukashenko, dice que la escritora es un “enemigo del país”. Vladimir Putin, presidente ruso, ni la felicitó por ganar el Nobel. “No soporto a ese hombre. Rusia, bajo su mando, hace lo mismo que en los tiempos de la URSS, practica una política muy agresiva, contraria a los valores europeos, a los valores democráticos”, dijo a
La Vanguardia.
Las obras de la premio Nobel consiguen que cualquiera sepa descifrar el porqué de la excepción rusa
En
El fin del “Homo sovieticus”, su obra más reciente y ambiciosa, Alexiévich muestra el desplome de las ideas comunistas y la llegada de un capitalismo que ha sido devorado por un nuevo culto a Stalin. “Se ha recuperado el himno soviético —escribe la autora en la introducción—. El partido en el poder es una copia del Partido Comunista de antaño. Hoy el presidente goza de un poder semejante al de los secretarios generales del Partido en tiempos soviéticos, un poder absoluto. Y el lugar del marxismo-leninismo lo ocupa ahora la doctrina de la Iglesia ortodoxa rusa.”
La herencia comunista
¿Sabrán los jóvenes que hoy llevan camisetas con el rostro de Lenin lo que es el comunismo?, se pregunta. Encontró las respuestas entre 1990 y 2012, el tiempo que se pasó hablando con cientos de personas sobre el amor, los celos o la infancia. Alexiévich no preguntaba por el socialismo, sino por la música, los bailes, los peinados. “Esa es la única forma de mostrar, de adivinar algo, inscribiendo la catástrofe en un contexto familiar”, dice. “Yo observo el mundo con los ojos de escritora, no de historiadora.”
Sobre la época soviética han escrito reporteros tan importantes como Ryszard Kapuscinski, maestro de la escuela polaca de periodismo, y David Remnick, que ganó el premio Pulitzer por
La tumba de Lenin (Debate, 2011). Alexiévich firma una obra a la altura de estos dos autores. En su retrato del hombre soviético llega hasta estalinistas incorregibles, demócratas desencantados con las nuevas libertades y parias: mendigos, deportados, borrachos, mujeres maltratadas…
La lectura de
El fin del “Homo sovieticus” deja en la memoria algunas de esas frases que solo aparecen tras horas de charlas. “Me casé con el asesino de mi marido”, dice una mujer al relatar su historia de amor. “Resultaba más fácil dar de baja a un recluta que a una bala”, dice un soldado reconvertido en emprendedor cuando recuerda las palabras de su sargento en el ejército: “Si os vais a suicidar, no lo hagáis disparándoos, porque es un coñazo justificar la pérdida de una bala”.
Así era el estalinismo, un régimen en el que ni Stalin se hacía responsable de sus decisiones: las tomaba el partido. Era un sistema del que no se podía escapar. “Comprenda que las únicas personas a las que dejamos en paz son las que han sabido arrepentirse y se han rendido sin remedio”, advertían los torturadores a los detenidos. Cualquiera podía ser un delator: el libro cuenta la historia de una mujer que, tras 17 años en los campos de trabajo, se ahorcó al descubrir que fue una amiga quien la denunció. La misma amiga a quien pidió que cuidara de su hija.
La herencia comunista, aquella que educaba a los niños con carros blindados y fusiles de juguete, aquella que hacía temer más al propio Estado que al enemigo, fue la causa principal de que para muchos ganar libertades no fuera más allá de poder comprar unos tejanos en “tiendas que parecen museos”.
“Lo que tuvimos aquí fue estalinismo, no comunismo. Y ahora no tenemos ni socialismo ni capitalismo. Ni el modelo oriental ni el modelo occidental. Ni un imperio ni una república”, explica una exsecretaria del partido. “Medio país está esperando un nuevo Stalin que venga y ponga orden.” Alexiévich distingue cuatro generaciones de soviéticos: la de Stalin, la de Jruschov, la de Brézhnev y la de Gorbachov. Quizá habría que añadir una quinta: la de Putin.
No es verdad que solo un soviético pueda llegar a comprender a un soviético, como le dijo un protagonista del libro a Alexiévich. Las obras de la premio Nobel consiguen que cualquiera sepa descifrar el porqué de la excepción rusa.