Elizabeth y Nate tienen tres hijas sanas, una hipoteca y otras deudas compartidas. Y aunque sigan planeando sus vacaciones juntos cada año, hace rato que duermen en habitaciones separadas y saben, con desconsoladora y algo cínica convicción, que ya han dejado de ser una pareja feliz. Por eso, con mutuo consentimiento, ambos tienen aventuras extramaritales que, como una ave de rapiña planeando con las alas extendidas y las garras abiertas sobre su víctima, sobrevuelan su desfalleciente unidad conyugal. Todo termina de trastabillarse cuando la tragedia golpea la puerta de esta aparente tranquilidad familiar: Chris, el amante de Elizabeth, se pega un tiro en la cabeza.
Entonces, mientras Elizabeth se encierra en un luto introvertido, Nate conoce a Lesje, una paleontóloga de ascendencia ucraniana, fascinada por la anatomía de los dinosaurios, que trabaja junto a su esposa en un museo de ciencias naturales de Ontario. Las divagaciones teóricas de Lesje sobre la extinción de los dinosaurios se van trenzando con la distinción que hace Atwood entre el mundo natural y la vida social de los humanos, de ahí que el título original de la novela,
Life Before Man, nos retrotraiga al Jurásico.
Así comienza
Nada se acaba, la cuarta novela, publicada por primera vez en 1979, de
Margaret Atwood (Ottawa, 1939), una eterna y muy merecida candidata al Nobel, autora también de siete volúmenes de poesía y una guía de la literatura canadiense. Es una obra previa a
El cuento de la criada (1985),
Oryx y Crake (2003) o
El año del diluvio (2009), una sugestiva distopía ecologista (antes de que las modas actuales desgastaran la potente vena especulativa del género) por la que es más conocida esta eminente escritora canadiense en el ámbito hispanoamericano.
Sin embargo, a lo largo de su prolífica carrera Atwood ha analizado con una sensibilidad estética única otros temas sociales, como cuando trató, con una agudeza muy precoz y visionaria para la década de los 60, las enfermedades alimentarias femeninas en su primera novela, la satírica
La mujer comestible (1969), o su hilarante reescritura feminista de los mitos griegos y, en particular, la
Odisea, en
Penélope y las doce criadas (2005).
Una intimidad expuesta
En
Nada se acaba aparece una prueba más del eclecticismo de esta prolífica autora: aquí hizo confluir un sutil realismo psicológico con una muy personal intensidad lírica. El argumento se desenvuelve en una dinámica coral de texturas polifónicas, donde las voces de los tres protagonistas —Elizabeth, Nate y Lesje— se intercalan capítulo a capítulo a lo largo de un periodo de dos años, indagando en el desconcierto de la vida íntima, familiar y, sobre todo, conyugal.
A diferencia de Nate, un abogado que renunció a su carrera para dedicarse a fabricar juguetes de madera en el sótano de su casa, Elizabeth es una mujer dominante que confía en sí misma, se responsabiliza de la tambaleante moralidad de sus acciones y no siente culpa pero tampoco compasión. Posee mucho autocontrol y es controladora a la vez. Desempeña un papel manipulador en la relación entre el marido y la amante. Lesje, en cambio, abraza la inocencia e inconsciencia prehistórica de las especies extinguidas que estudia, y se verá forzada por los hechos a evolucionar, aprender de los errores y madurar.
El minimalismo en cuanto a personajes, espacios y tiempo transmite una sensación de equilibrio y proporción, por lo que en esta novela se luce más el ascetismo de la Atwood poeta que el histrionismo de la novelista. Y, por eso, desenvuelve la intimidad de sus personajes con la eficacia del papel de un insólito regalo: el que hace la autora canadiense al rascar en las supuestas convicciones de instituciones tan arraigadas como la felicidad obligatoria de la experiencia marital, para sacar a la luz la incertidumbre y la soledad sin consuelo de la realidad de la vida sentimental adulta.