21/11/2024
Viajes

Seis destinos del Caribe. (II) Martinica: a los pies del volcán

Territorio francés y de la UE, la isla ofrece el contrapunto sereno al bullicio caribeño

Arantza Prádanos - 29/07/2016 - Número 44
  • A
  • a
Seis destinos del Caribe. (II) Martinica: a los pies del volcán
Bahía de St-Pierre dominada por el volcán Pelée. Arantza prádanos

Dos fuerzas poderosas ordenan la vida de los martiniqueses, ambas omnipresentes. Una, la República Francesa, a la que pertenece este pedazo del Caribe insular. La otra solo se pertenece a sí misma. En esta tierra antillana que vio nacer a Josefina Bonaparte, la auténtica emperatriz, la que no responde ante nadie es la montagne Pelée. Su presencia totémica domina todo el entorno físico de la isla, su cólera sepultó una ciudad entera. Ahora duerme, pero nadie sabe por cuánto tiempo.

A Saint-Pierre se llega cómodamente desde la capital, Fort-de-France, por la fotogénica carretera de la costa o bien atravesando el bosque húmedo de la Route de la Trace, el corazón montañoso de la isla aún más espectacular. Las dos vías, en perfecto estado hasta para estándares europeos, denotan la tutela de una Administración fuerte. Sin embargo, es mejor aproximarse a esta ciudad mártir desde el mar. Antes de pisar el muelle, en la misma cubierta del ferry que enlaza con la isla hermana de Guadalupe y la vecina Dominica, se entienden muchas cosas. El macizo del volcán Pelée atrae irremediablemente la vista hacia un extremo de la bahía. No es demasiado alto (1.397 metros), tampoco está pelado sino tapizado de un verde que cambia de esmeralda a oliva profundo según esté el cielo. Es raro ver el borde del cráter desnudo, sin una nube terca encima incluso en días soleados. Su protagonismo es tal que los ocho kilómetros de distancia parecen menos, insuficientes en todo caso para salvar a Saint-Pierre del apocalipsis.

En 1902 una erupción del volcán de la montaña Pelée acabó con toda la población, salvo tres o cuatro personas

Solo así puede definirse lo sucedido el 8 de mayo de 1902: la montaña se abrió con un estallido equivalente a 40 bombas nucleares de Hiroshima y una nube ardiente de piroclastos como la que aniquiló Pompeya cayó sobre la entonces capital de Martinica a 500 km por hora, a temperaturas superiores a los 1000 °C en algunas zonas. En tres minutos la ciudad más cosmopolita del Caribe, la pequeña París del trópico, quedó incinerada hasta la raíz. Los barcos anclados en el puerto se fueron a pique. Y lo poco que había resistido a la erupción saltó por los aires al explotar los depósitos de las destilerías de ron cercanas, su principal fuente de riqueza. Murieron 30.000 personas, toda la población salvo tres o cuatro afortunados. El episodio se cuenta entre los peores desastres naturales de la historia y estableció una nueva categoría para volcanes mal catalogados como el Pelée, cuyo último arrebato hasta la fecha data de 1932.

Quizá por saberse a merced de su verdugo, hoy Saint-Pierre es una pálida versión del pasado: una localidad de apenas 5.000 habitantes, aletargada, con un aire de modorra secular. Las ruinas al aire libre de lo que fue el mejor teatro de la región atraen a cuanto turista se deja caer por la zona, aunque es fácil contemplarlas a solas, con la propia montaña como única compañía un tanto ominosa. Sea cierto o no que los escenarios de catástrofes se cargan de una energía especial, las piedras negras acolchadas de musgo transmiten melancolía y toda la humedad del trópico. Y asombro, en el caso de la celda que salvó a Louis-Auguste Cyparis. El más célebre de los supervivientes del Pelée estaba preso en un calabozo de gruesos muros contiguo al teatro; al cabo de cuatro días le encontraron quemado pero vivo. El circo Barnum le exhibió durante unos años como el hombre “que burló al Juicio Final”.

La capital, Fort-de-France, lleva años sometida a un completo tratamiento embellecedor

Es posible verse cara a cara con el volcán en rutas de senderismo o desde el Centro de Descubrimiento de Ciencias de la Tierra, dedicado a explicar la naturaleza geológica de la isla. En todo el arco de las Antillas Menores hay islas coralinas y volcánicas. Algunas son un conjunto de fragmentos emergidos del mar, como la propia Martinica. La fachada atlántica surgió primero, hace 25 millones de años. El último afloramiento, el del macizo Pelée, acabó por unir todos los retales e imponerse como elemento rector de la geografía y el clima de la zona. Del documental sobre el vulcanismo del Caribe sale uno oliendo a azufre, consciente de que en las entrañas del paraíso palpita un ciclo de creación-destrucción estremecedor. 

Un Caribe domado

Fort-de-France lleva años sometida a un completo tratamiento embellecedor: un malecón renovado, un rascacielos vanguardista que priva a los lugareños de las mejores vistas del ocaso sobre la bahía, ampliación de los accesos… obras por todas partes. Unas zanjas se cierran y enseguida se abren otras. Se diría que han encontrado petróleo. “Ojalá. Es el Gobierno”, ríe André, empleado del Hotel Carib. Más de 90,5 millones de euros solo para el nuevo rostro de la capital, sufragados por entidades financieras y todas las administraciones implicadas, insular, nacional y europea.

La pertenencia a Francia y a la UE imprime a Martinica —y en menor medida a Guadalupe— un sello distintivo en la región. Disponen de infraestructuras y servicios sociales envidiados por otras islas antillanas independientes, y un nivel de vida solo explicable por la generosa inyección de fondos desde París y Bruselas. El turismo y las bananas, sus principales fuentes de riqueza, rinden cinco veces menos que el coste de lo que necesitan importar y, según algunas estimaciones, la renta per cápita anual de ambas islas caería varios millones de dólares sin la ayuda de la metrópoli.

El turismo y las bananas son las principales fuentes de riqueza de la isla francesa del Caribe

Y no es solo cuestión de dinero. El espíritu de la bandera tricolor que se iza cada mañana en el fuerte de St. Louis se deja notar también en las costumbres. Encajonada entre el mar y las colinas circundantes, Fort-de-France es vital durante el día. Todo el mundo pasa por el parque central de la Savane, en los mercados coloristas —de especias, de pescado— repica la sonoridad del habla creolé, el tráfico es intenso, pero por la tarde la ciudad se apaga pronto. El comercio cierra a las cinco, a las seis la gente va camino de casa, a las siete es noche cerrada y a las ocho olvídese de cenar.

Incluso el turismo que se concentra al otro lado de la bahía en Les Trois-Îlets, en las playas del sur o en la hermosa costa atlántica, es tranquilo, de orden. Para quien guste de la jarana, la bella Madinina —su nombre original—, la isla de las flores, puede parecer un destino sin descaro y sin decibelios. Aquí las emociones fuertes se esconden en un vaso de ti’ punch. La bebida típica es un puñetazo de ron agrícola blanco de 50° o más, con un poco de azúcar y una cuña de lima. Revolver y adentro. Le meilleur digestif, madame. Los franceses todo lo arreglan con un digestivo.

La reina sin cabeza

Arantza Prádanos
Amaneció un día así hace años y hasta hoy. La estatua de Josefina en el centro de la ciudad otea el horizonte decapitada y manchada de pintura roja. Una damnatio memoriae feroz que las autoridades locales no han creído necesario o conveniente reparar.

Se

La estatua de Josefina Bonaparte decapitada en Fort-de-France. a. P.

intuye una relación compleja entre Marie-Josèphe Rose Tascher de La Pagerie  —después Beauharnais, después Bonaparte—  y su isla natal. Los martiniqueses descienden mayoritariamente de los africanos esclavizados en las plantaciones de caña de la colonia y muchos señalan a esta criolla blanca hija de terratenientes como la culpable de que Napoleón reimplantara la esclavitud, en defensa de los intereses familiares. Por alguna razón extraña —o de género— han perdonado al emperador. Su imagen en los bajorrelieves de bronce que adornan el pedestal con escenas de la coronación está intacta; la de ella, borrada con ácido.

Martinica fue descubierta por Colón en su segundo viaje. Los franceses llegaron en 1635, cuando la veda europea por las pequeñas Antillas descuidadas por la corona española se había abierto. Exterminaron a los indios caribes originarios y en siglos sucesivos Francia e Inglaterra se intercambiaron la isla varias veces. La revolución del azúcar en la segunda mitad del XVII transformó el medio físico y humano. Hoy, el mestizaje racial incluye una importante colonia india, heredera de los trabajadores reclutados para la caña una vez que Francia abolió la esclavitud (1848) gracias al empuje de Victor Schoelcher, a quien se recuerda en cada población de la isla.