Roma. La ciudad soñada
Colores, voces y movimientos hacen de Roma una ciudad única que conserva los estratos de su historia urbana y arquitectónica
Visitar Roma abruma. Lo más antiguo y lo menos, lo extraordinario, lo ejemplar, lo cotidiano. Ruinas, edificios, fachadas, arquitecturas, monumentos y sitios; templos, iglesias, palacios, mansiones, calles y caseríos. La piedra, la luminosidad, el color se agolpan y superponen en una ciudad desbordante en la que caben los césares, el papado, la modernidad y mil cosas más. No es fruto de un plan deliberado, sino de un azaroso proceso en el que el territorio, el tiempo y los vaivenes del poder han dictado la lógica oculta de esa irrepetible ciudad-almoneda.
El lugar fue clave. En el elevado borde este del cauce del Tíber, las lluvias que excavaron el territorio del Lazio arrastraron sus tierras hasta formar una secuencia de valles casi planos, separados por colinas abruptas, y la extensa plataforma-meandro —el Campo de Marte— que curvó el río hacia fuera.
Como los fondos de los valles y las tierras junto al río eran inundables, pantanosos, con aguas estancadas y paludismo, Roma comenzó en las colinas. En la más abrupta (la Capitolina) erigieron un templo a Júpiter, y siglos después, en el medievo, el edificio del gobierno de la ciudad. En la de al lado (la Palatina) establecieron los palacios de reyes, emperadores y césares, un conjunto hoy en ruinas. Y en las de alrededor se puso lo demás: al sur, en el Aventino, la plebe; al norte, en el Celio, los ciudadanos; y entremedias, en la menos escarpada, en el Esquilino, las familias principales, las termas y las grandes mansiones o domus.
No tardaron en desecar los valles con un formidable sistema de saneamiento (la cloaca máxima). En ellos Roma construyó sus monumentales edificios públicos. Al sur, bajo los palacios, el Circo Máximo. Al noreste, en torno a la Vía Sacra, los foros romanos, templos, Senado, basílica... una abigarrada conjunción de construcciones revestidas con el lenguaje arquitectónico de los órdenes griegos: el centro simbólico y monumental del poder y la civitas.
Castillo de Sant’Angelo, en Roma, alrededor de 1930. Herbert Felton / Getty
Al crecer el imperio, sucesivos emperadores, prefectos, y césares quisieron erigir edificios públicos que mostrasen su poder. Pero como no cabían en los foros, que estaban llenos, ocuparon otros sitios. E insistieron en los foros. Construyeron en lugares secos de otras colinas (termas de Diocleciano, Quirinal), en zonas planas más allá del centro (termas de Caracalla) e incluso al otro lado del Tíber (Naumaquia de Nerón en la planicie vaticana). Y desecaron el Campo de Marte y las tierras bajas (teatro y foro de Pompeyo, en cuya curia fue apuñalado César).
En los foros demolieron lo anterior para construir lo suyo: fue un “quítate tú que me pongo yo” rematado con la enorme presencia del Coliseo. Lo mismo en otros lugares clave. El formidable espacio del Panteón es una de esas sustituciones.
Del imperio a la decadencia
En torno al año 100 d.C. el imperio superaba los 60 millones de habitantes y en Europa, Britania, todo el Mediterráneo y partes de oriente regía la lex romana. Roma llegó a ser la mayor ciudad del mundo, (más de un millón de habitantes en su momento álgido). A partir de ahí comenzó la decadencia, que culminó en el siglo IV con la división y caída del imperio.
Roma, saqueada en el 419 y golpeada por un fuerte terremoto en el 443, se desmoronaba. No solo ruinas sobre ruinas. Los acueductos que le abastecían sucumbieron. Las cloacas —rotas y atascadas— dejaron de funcionar dando paso a mil años de erosiones y arrastres de tierras que en los fondos de los valles sepultaron ruinas y vestigios. También sucumbieron el poder y las estructuras de gobierno y disminuyó muchísimo la población.
El poder único había dado paso al de familias patricias enfrentadas entre sí y con la Iglesia, que, poderosa en lo religioso, ambiciosa en lo político terrenal y contestada como gobierno de la ciudad, acabó secuestrada por Francia y hubo de trasladar la sede pontificia a Avignon (1309) dejando atrás una Roma sin papa. Durante su exilio la peste redujo aún más la población, a apenas 17.000 personas, y un gran terremoto tumbó mucho de lo que aún estaba en pie. Y así, cuando el papa volvió, en 1377, en los albores del Renacimiento, Roma era una ciudad despoblada y en ruinas.
Para hacer de ella centro simbólico del mundo cristiano y expresión de su primacía sobre las monarquías, el papado utilizó sus abundantísimos ingresos en un gran programa de edificaciones y obras para el que adoptó los órdenes clásicos. Recuperó las cuatro basílicas mayores paleocristianas y acometió la obra, titánica, de la nueva basílica de san Pedro, que debía ser formidable, asombrosa. Según Julio II, su gran impulsor, la antigua basílica no era suficiente para la gran liturgia; había que construir otra, magnífica. Para situar su altar sobre la tumba de san Pedro decidió demoler la antigua basílica, construida mil años antes sobre el circo de Nerón.
Para mostrar la jerarquía, conseguir influencia o recibir nombramientos, nobles y gentes principales, prelados y cardenales construyeron en Roma sus palacios, rotundos, con grandes estancias elaboradamente ornadas, generosos zaguanes y grandes patios formales. En las faldas de colinas aún no ocupadas desplegaron jardines y villas desenfadadas para el ocio, el disfrute y exhibición de sus colecciones de arte, como fue el caso de Villa Borghese.
Para la Roma renacentista y barroca el pasado imperial era un concepto ideal, no una realidad a reconstruir. De sus monumentos, irrelevantes para el culto, quedaban muros, piedras y mármoles de ruinas y edificios rotos o enterrados: una cantera inagotable de material de construcción. Su expolio fue sistemático. Arqueólogos y artistas, como Rafael, buscaron, seleccionaron y despojaron estatuas y piezas de ornato y labra para engrosar el Museo Vaticano, palacios e iglesias. Decenas de miles de bloques del Coliseo se usaron en otras obras, en el palacio Farnese, el Vaticano, en San Juan de Letrán. La fachada del palacio de la Cancillería, obra de Bramante, es de travertino del teatro de Pompeyo. Bernini formó el baldaquín de san Pedro con bronce del pórtico del Panteón. Muchos frescos de iglesias, capillas y palacios usaron como base la cal obtenida a partir de mármoles de altísima calidad.
La ciudad creció en un laberinto de calles angostas con un caserío colocado donde se pudo, en el tejido urbano medieval, sobre los restos de monumentos en el Campo de Marte, sobre los foros. Para hacerla salubre y viable abrieron algunas calles menores y repararon cloacas y acueductos que con fuentes espectaculares, como la de Trevi, celebraron las nuevas aguas. Y abrieron plazas ornamentales y cívicas, como la plaza Navona sobre el estadio de Domiziano, y simbólicas, como la del Campidoglio, de Miguel Ángel, para lucimiento frente a Carlos V, o la plaza-columnata de Bernini, para magnificar la llegada a San Pedro.
La ciudad creció densa sobre sí misma, entorpecida dentro y fuera por miles y miles de peregrinos
Roma seguía creciendo densa sobre sí misma, entorpecida dentro y fuera de la ciudad por miles y miles de peregrinos en su deambular a las siete basílicas jubilares. Para facilitar su tránsito Sixto V trazó en 1588 un sistema ideal de caminos, punteado por obeliscos en sus cruces (plaza del Popolo, de Santa María la Mayor, etc.) y precursor de otros trazados barrocos, que aún articula el viario de la ciudad.
En 1798, Napoleón, emperador ilustrado y laico, conquistó Roma, y decretó, entre otras cosas, desenterrar los monumentos del antiguo y verdadero imperio. Dos mil excavadores despejaron decenas de manzanas, cientos de casas, gran parte de los foros y otros conjuntos monumentales. Casi en vano, puesto que casi todo lo excavado entonces, un 90%, ha sido ocupado o cubierto de nuevo. Tras salir los franceses, la dinámica urbana de Roma, amén de continuar, comenzó a asemejarse más y más a la de otras ciudades europeas. Cortes profundos (sventramenti) para abrir calles y lugares, el ferrocarril y la estación, la sistematización de las riveras, nuevos barrios a ambos lados del Tíber y la especulación edilicia tallaron e impusieron un nuevo orden a la ciudad heredada, en un proceso agudizado por la unificación de Italia, de la que la ampliación de la plaza Venecia y el monumento a Vittorio Emanuele II o Altar de la Patria (1911 - 1935) dan testimonio visible.
Hacia el esplendor imperial
Mussolini no quiso el brillo de la Roma renacentista y barroca sino el esplendor de la Roma imperial
La llegada del fascismo añadió ensoñaciones de quimera. Mussolini no quiso el brillo de la Roma renacentista y barroca sino el esplendor arcaico de la Roma imperial. Empezó —¡cómo no!— demoliendo caseríos, mansiones, conventos e iglesias para tensar sobre los foros la brutal cinta de su Via dei Fori Imperiali (40 metros de ancho y hasta 8 de altura), escenario de coches y desfiles frente a un paisaje de reliquias.
Como actuar fuera de los límites de la ciudad era más fácil, al otro lado del Tíber implantó el Foro Mussolini (hoy Foro Itálico), elegía fascista al deporte, la raza y la juventud. Al sur, en el otro extremo de la ciudad, marcando el camino hacia el mar, inició los foros para una Exposición Universal en Roma en 1942 destinada a presentar al mundo los logros de 20 años de fascismo. Interrumpida por la guerra, solo llegó a construirse el Palazzo della Civiltà del Lavoro (1940), seguido tras la guerra por un amplio conjunto de edificios en un peculiar estilo racionalista-romano que incluye el Museo de la Civilización Romana, con su formidable maqueta de la Roma imperial.
Superados los efectos de la guerra, la evolución de Roma fue la que podría contarse de muchas otras ciudades de Europa. Siguió su curso, creció mucho y fuera, de otra manera, pero esa es otra historia, y no cambia ni el carácter ni la realidad heredada.
Toda Roma es Roma
La historia urbana y arquitectónica de Roma sigue ahí, capa sobre capa, como escenario de la ciudad lleno de las gentes, colores, voces y movimientos que hacen de ella una ciudad única. Desde sus comienzos fue crisol y amalgama de gentes diversas. Etruscos y latinos, juntos, fundaron la república. Luego vinieron más, muchos más: esclavos liberados, legionarios desmovilizados, plebeyos y comerciantes, ciudadanos nuevos, hombres libres, emperadores y emigrantes que llegaron de cualquier parte del imperio (y ahora del mundo). De esa fusión de pueblos y gentes dispares surgió el carácter romano, único y reconocible, y su especial manera de relacionarse con la ciudad. Para un romano toda Roma es suya, es su lugar vital de memoria, experiencia y razón, compartido por todos, sin impedir con ello que el romano también reconozca como Roma el barrio, lugar o calle en que habita. Roma es una idea omnipresente: toda Roma es Roma.
Hoy millones de turistas acuden a esa Roma intemporal. Si se limitan a visitar lo que recomiendan las guías tendrán la visión sesgada de una colección discontinua hecha con edificios magníficos, museos deslumbrantes, monumentos casi eternos, plazas míticas, lugares universales, dos o tres avenidas y calles que bullen de comercio y actividad. Y todo atestado de gente. Verán joyas de Roma, pero no Roma. Harían bien en dirigir sus pasos y sus paseos a todas las demás Romas y entender que en muchos sitios de la ciudad hay una Roma magnífica, y que la hospitalidad de los romanos y su capacidad de integrar y relacionarse con otros vienen de siglos.
Y como el visitante listo no necesitará coche, no hablamos del tráfico. Es fácil desplazarse.