Reyes sin reino pero con memoria
El recuerdo de la formación sentimental del protagonista permite dibujar un retrato de una época singular en España: los años 70
Citando a su madre, Llop ha asegurado en alguna ocasión que “la memoria es una forma de literatura”; la única, tal vez, capaz de unificar el testimonio del amor y el deseo, del dolor y la pérdida. El recuerdo, en definitiva, de un paraíso perdido que intenta proteger de la caída y recuperar intacta la plenitud del inicio, justo antes de que el tiempo llegue a corroer la frágil textura de la vida. Así, en un pasaje de su última novela, Reyes de Alejandría, se lee: “Nunca he escrito sobre otra cosa que no sea el paso del tiempo y el tiempo pasó. El fin de las cosas está escrito en su origen. El fin de las épocas también y en el destino de las personas está vivir distintas decadencias, como quien vive un ciclo natural”.
Dos ciudades
Cabe enlazar Reyes de Alejandría con el díptico integrado por En la ciudad sumergida y Solsticio, aunque aquí prima más bien un ejercicio de ficción modianesca que conduce a otra geografía —Barcelona— y a una década —la de los años 70 del pasado siglo— que acabó decidiendo el futuro de España.
Sobre un escenario de alucinada abstracción y una atmósfera a lo Tintín, subrayados por una potente banda sonora entre el pop y el rock, un hombre sin rostro ni nombre rememora desde un hotel parisino su formación sentimental en torno a dos ciudades, Palma y Barcelona. Le ayudan en su labor unos cuantos fetiches, metáforas de un tiempo disgregado. “¿Qué permanece de nuestros amores?”, se pregunta el protagonista de la novela. O eso se quiere creer. Apelar a la luz de la memoria en la literatura de José Carlos Llop supone hallar un cobijo para la esperanza entre las teselas dispersas del olvido y reconocer que, detrás de la nada del pasado, todavía palpita el latido de todo aquello que nos constituye.
El catolicismo se abrió al mundo moderno y el 68 dejó su huella sobre los viejos valores conservadores
La Barcelona de los años 70 es también la ciudad de una generación que quiere decir adiós a la dictadura y a la pátina gris del provincianismo, bajo el auspicio de sus poetas tutelares —Pound y Eliot, sobre todo, también el griego Cavafis— y de una nueva música —de Dylan a Leonard Cohen— que aspiraba a demoler la arquitectura del pasado. Porque esta es una de las lecciones de Reyes de Alejandría: durante aquellos años, en unas pocas décadas, Europa (y también España) rompió su vínculo con la tradición. Fue una dinámica que se extendió a todos los niveles: el catolicismo se abrió al mundo moderno y el 68 dejó su huella sobre los viejos valores conservadores. La cultura pop se difundía erosionando el sentido jerárquico de la civilización, mientras la guerra fría propiciaba un pacifismo de vaga inspiración jipi. Los 70 fueron —o quisieron ser— edénicos para una generación convencida de que con ellos se inauguraba un mundo y un tiempo nuevos. Pero la aspereza y el rigor de la historia acaban imponiéndose, tarde o temprano. La segunda lección de esta novela habla de las larvas que destruyen los edenes desde dentro y auguran su ruina. Cualquier edén, claro está. Sin excepciones.
Belleza, amor y memoria
En este sentido, Llop reconoce que “Dante nos había enseñado que para llegar al Paraíso había que empezar por el Infierno y no tuvimos en cuenta esa enseñanza”. Y, de hecho, el testimonio generacional de Reyes de Alejandría revela un camino inverso al de Dante: de la plenitud del inicio a la derrota y a la necesidad de reconstruir un mundo —que también es el nuestro— desde esa luz porosa y polvorienta que nos ofrece la memoria. Reconstruir lo perdido, se entiende, para que vuelva de nuevo en forma de belleza y sentido, y por tanto de esperanza. Este es un deber moral al que solo el gran arte puede aspirar.
Atmosférico y sensual en el uso de la paleta de colores, en Reyes de Alejandría José Carlos Llop invita a adentrarse en una época singular de la historia de nuestro país, desde una mirada icónica, tapizada de literatura y paradójicamente atemporal. Pocos escritores como él han sabido convertir Barcelona en un espacio mítico, de aristas desnudas y fuerte impronta simbólica; una ciudad alejandrina que podría ser tal vez cualquier otra ciudad mediterránea. Solo al final se descubre que ni la derrota ni el tiempo disponen de la última palabra, sino que el gran diálogo entre los siglos y las generaciones no se interrumpe mientras permanezca la belleza, el deber de la memoria y el amor. Eso y la perseverancia ante las cenizas de un edén que dejó de ser tal para dar lugar a un mundo muy distinto al que se había soñado.
“En fin, lo que sería nuestro legado —se lee ya en las últimas páginas del libro—. Nosotros perdimos el contacto con nuestro pasado y estábamos destinados a ser incapaces de encontrar el lugar que nos correspondía en la Historia, una de las formas con que llamamos a la vida. Habíamos dejado de ser nosotros y ni siquiera nos expulsaron del Paraíso. Lo abandonamos por nuestro propio pie, casi sin darnos cuenta de que estábamos dejando su umbral atrás.” Constituye una noble misión del escritor dar cuenta de ello. Y es lo que consigue José Carlos Llop en esta magnífica novela.
José Carlos Llop
Alfaguara, Madrid, 2016, 184 págs.